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El agua caía como un millar de diminutas gotas de lluvia que repiqueteaban sobre sus párpados y le resbalaban por el cuello y los pechos. Poco a poco se inclinó hacia delante, hasta que el agua de corrió sobre la coronilla y le soltó los largos cabellos castaños a ambos lados de la cara. Era una de las sensaciones más deliciosas que había experimentado en toda su vida, y se quedó allí mucho rato, apoyada con las palmas abiertas en los azulejos blancos, como hojas de té en remojo -se dijo a sí misma- mientras el agua formaba un pequeño charco bajo sus pies. Por primera vez en décadas sintió calor en la piel y pensó que tal vez, si se quedaba así el tiempo suficiente y siempre que el agua no se agotara, aquel calor lograría penetrar hasta su corazón y mitigar el incesante dolor que llevaba sufriendo tanto tiempo.

CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE

17 de diciembre, medianoche

LA CAMPANA DE LA torre repicaba cuando Sinclair volvió por fin a la iglesia, pero sólo era el viento que movía el badajo. Sin embargo, su sonido les había ayudado a él y a los perros a orientarse en medio de la tormenta. Entró tambaleándose, con la foca muerta encima de los hombros, mientras los canes, liberados del arnés, ladraban y corrían junto a sus pies. Enseguida se dio cuenta de que la puerta de la sacristía estaba entreabierta. Dejó caer la foca sobre el altar, se acercó a la puerta y se asomó al interior.

El fuego de la chimenea estaba apagado y su compañera había desaparecido.

Se quedó allí, jadeante y con un brazo a cada lado del hueco de la puerta. Era posible, aunque improbable, que ella hubiese encontrado alguna forma de abrir el cerrojo y escapar, pero ¿cómo?

¿Y por qué?

– ¡Eleanor!

Gritó su nombre una y otra vez, provocando como respuesta un coro de ladridos entre los perros que recorrían las naves de la iglesia. Sinclair subió las escaleras del campanario corriendo y trató de escrutar entre aquel ciclón de nieve y hielo, pero apenas alcanzaba a vislumbrar los almacenes y cobertizos de abajo. Aunque se aventurase a pie en la ventisca, la tormenta era tan intensa que no conseguiría orientarse ni moverse en una dirección sin desviarse. Si Eleanor se había internado en la tempestad, Sinclair no lograría encontrarla de nuevo… ni hallar su propio camino de regreso.

Sabía que lo único que podía hacer era esperar, aguardar el momento oportuno hasta que amainase el temporal. Aunque odiaba reconocerlo, no resultaba inconcebible que Eleanor hubiese cometido una imprudencia imperdonable, que hubiera elegido, por propia voluntad, no continuar. Sinclair era consciente de la desesperación de Eleanor, una desesperación que él mismo compartía; pero en su fuero interno no podía aceptar que ella hubiera hecho algo así. Registró su humilde morada buscando un signo revelador de despedida, un mensaje de cualquier tipo, tal vez con letras arrancadas del cantoral. Pero no encontró nada, y sabía que ella, por muy grande que fuese su dolor, no le habría abandonado de ese modo. No, ella no se iría así, sin decir ni una palabra. Sinclair la conocía demasiado bien para creer algo así.

Lo cual sólo dejaba la otra alternativa: que alguien se la hubiese llevado.

Contra su voluntad.

Se preguntó si, durante su ausencia, los hombres del campamento habrían aprovechado para venir y llevarse a Eleanor, las huellas que hubiesen podido dejar en la nieve ya se habrían borrado, y con los perros empapados y sueltos dentro de la iglesia resultaría imposible encontrar pisadas de posibles intrusos, pero ¿quién más podía haber sido? ¿Y a qué otro lugar podrían habérsela llevado, salvo a su campamento?

Por último, la cuestión a la que derivaban todos sus pensamientos: ¿cuál era la mejor forma de rescatarla?

Los obstáculos eran inmensos, sobre todo porque no conseguía ver cómo iba a terminar el juego. Aunque encontrara a Eleanor y la liberara, ¿adónde podrían huir los dos en este continente rodeado de hielo? Sinclair se sentía como si contemplara un estrecho desfiladero que lo llevaba a una perdición segura, igual que le había ocurrido aquella fresca mañana de octubre en Balaclava. Pero de algún modo, se recordó a sí mismo, había sobrevivido a aquel apocalipsis, y a cosas aún peores. Por muy negra que fuera la página, siempre se las había arreglado para pasarla y entrar en un nuevo capítulo de su vida.

Además, disponía de ciertas ventajas, pensó torvamente. Tenía una copa de sangre fresca de foca reposando como un cáliz junto a su codo, al lado de un libro de poesía que había viajado con él de Inglaterra a Crimea, y ahora a este espantoso puesto de avanzada. Abrió el poemario al azar. Su mirada cayó sobre el papel amarillento y tieso como pergamino, y leyó…

Solo, solo, siempre solo, en este inmenso y vasto océano. Jamás hubo un santo que se apiadara de mi alma atormentada.

¡Tantos hombres! ¡Tan lozanos! Todos ellos yacen muertos. Mientras mil criaturas viscosas siguen con su vida, como yo.

Aunque para la mayoría de los hombres aquellas palabras no eran más que un bálsamo ligero, para él suponían un gran consuelo. Tan sólo el poeta parecía adivinar la espantosa verdad de su situación. Mientras los perros aullaban, Sinclair cortó otra porción de grasa de la foca muerta que yacía en la mesa y la arrojó a la nave inferior. Los canes se abalanzaron sobre la pitanza, arañando con sus garras el suelo de piedra, y los ecos de sus ladridos resonaron entre las vigas del techo.

Desde su alto taburete, tras el altar profanado, Sinclair inspeccionó su reino vacío. Podía imaginarse las caras de los balleneros que antaño ocuparon los bancos, sus rostros sucios de grasa y hollín, sus ropas mugrientas con manchas de sangre seca. Elevarían sus miradas a aquel mismo altar, con el sombrero en la mano, para escuchar al sacerdote que ensalzaba las virtudes de la vida ultraterrena y los abundantes tesoros que les aguardaban en el Cielo para compensar los tormentos que sufrían a diario. Se sentarían allí, en aquella iglesia desolada -incluso el crucifijo era tosco y feo- en medio del desierto helado, entre montones de entrañas y huesos aún calientes, para oír relatos que les hablaban de nubes blancas, de un sol dorado, de una felicidad sin límites y de la vida eterna. De un mundo que no era un matadero maloliente como el que habitaban. ¡Ah!, pensó Sinclair, ¡cómo los habían embaucado!

Del mismo modo que a él lo habían engatusado con historias de gloria y valor. Cuando yacía en su jergón del hospital de campaña, consumido por un ansia inexplicable y cada vez más intensa, se había visto impulsado a cometer un acto del que llevaba largo tiempo arrepintiéndose, pero que ya no podía remediar. La sed de sangre que le había despertado aquella criatura impía en Balaclava era demasiado poderosa para resistirse a ella, y Sinclair la había saciado con un escocés indefenso que estaba demasiado débil para resistirse.

Los turcos habrían contado a Sinclair entre los malditos. Y él no habría podido discutírselo.

Sin embargo, a la noche siguiente, cuando Eleanor acudió a su lado, Sinclair se encontraba mucho más fuerte. Revivido. Sentía que podía volver a respirar de verdad y que lo veía todo mucho más diáfano. Incluso sus facultades parecían restablecidas.

¿Cómo se sentía uno al figurar entre los condenados?

Pero en el semblante de Eleanor había detectado algo inquietante. Pensó que debían de ser los primeros síntomas de la misteriosa fiebre de Crimea, que él conocía muy bien, pues los había notado innumerables veces en otras personas. Sus temores se confirmaron cuando ella se tambaleó y derramó la sopa, y los camilleros tuvieron que escoltarla fuera de la enfermería. A la noche siguiente, cuando fue Moira y no Eleanor quien vino a atenderle, Sinclair supo que había ocurrido lo peor.

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