– ¿Dónde está Eleanor? -había preguntado, apoyando un codo en el suelo para incorporarse. Incluso aquel leve movimiento era doloroso. Sinclair sospechaba que se había fracturado una o dos costillas al caer del caballo, pero no había nada que hacer para recomponer una costilla rota, y cualquier cosa que pudieran intentar los cirujanos lo mataría con toda seguridad.
– Eleanor está descansando -dijo Moira, rehuyéndole la mirada mientras dejaba junto a él un cuenco de sopa, aún caliente, y una jarra de agua salobre.
– Quiero saber la verdad -repuso él, agarrándola de la manga.
– La señorita Nightingale quiere que Eleanor reponga fuerzas.
– Está enferma, ¿verdad?
Sinclair pudo ver la expresión esquiva de sus ojos mientras secaba una cuchara en el bolsillo de su delantal y la metía en el cuenco de sopa.
– ¿Es la fiebre? ¿En qué fase se encuentra?
Moira se tragó un sollozo y apartó la mirada.
– Cómase la sopa ahora que está caliente.
– Al diablo la sopa. ¿En qué fase se encuentra? -El corazón le dio un vuelco en el pecho al imaginarse lo peor-. Dime que aún sigue viva.
Moira asintió, enjugándose las lágrimas con un triste remedo de pañuelo.
– ¿Dónde está? Tengo que ir a verla.
Moira meneó la cabeza y dijo:
– Es imposible. Está en las habitaciones de las enfermeras, y no se le puede mover.
– Entonces tendré que ir yo.
– Ella no quiere que nadie la vea en ese estado. Y no hay nada que pueda hacer para ayudarla.
– Eso tendré que juzgarlo yo.
Sinclair apartó a un lado la manta andrajosa y se puso en pie a duras penas. El mundo daba vueltas a su alrededor: las paredes mugrientas, las cortinas llenas de moscas, los cuerpos maltrechos que yacían en el suelo en filas desordenadas. Moira le agarró por la cintura para evitar que se cayera.
– ¡No puede ir allí! -protestó-. ¡No puede!
Pero Sinclair sabía que sí podía, y que Moira le ayudaría a hacerlo. Palpando entre la paja que había amontonado a modo de almohada encontró la guerrera de su uniforme, arrugada y llena de manchas. Con la ayuda a regañadientes de Moira, terminó de vestirse y se dirigió a la puerta, bamboleándose a ambos lados. Se encontró ante dos pasillos interminables, ambos oscuros y atestados, pero que llevaban en direcciones opuestas.
– ¿Por dónde?
Moira le sujetó con firmeza del brazo y le guió hacia la izquierda. Pasaron junto a varias salas llenas de enfermos y moribundos; la mayoría estaba en silencio y otros murmuraban quedamente para sí. A los que sufrían una agonía o un delirio demasiado intensos como para mantenerlos callados les suministraban una piadosa dosis de opio, con la esperanza de que ya no despertaran. De cuando en cuando pasaban junto a camilleros o a oficiales médicos que los miraban con curiosidad, pero el hospital era tan grande y el personal que trabajaba en él se veía tan abrumado por sus tareas y sus responsabilidades que nadie tenía tiempo para preocuparse de preguntarles adónde iban.
El hospital, que en su origen había funcionado como cuartel, estaba construido como un inmenso cuadrado, con un patio central en el que podían congregarse miles de soldados, y tenía torres en cada una de las cuatro esquinas. Los alojamientos de las enfermeras se encontraban en el torreón noroeste, y Sinclair tuvo que apoyarse con fuerza en el hombro y el brazo rollizo de Moira mientras ambos subían por la angosta escalera de caracol. Cuando llegaron al primer rellano, vieron el resplandor de una linterna que bajaba hacia ellos, y Moira escondió rápidamente a Sinclair en un estrecho hueco. Cuando la luz se acercó más, Moira dio un paso adelante y dijo:
– Buenas noches, señora.
Desde las sombras, Sinclair vio que Moira había saludado a la mismísima señorita Nightingale, que bajaba lámpara en mano con un pañuelo negro anudado a modo de lazo sobre su cofia blanca.
– Buenas noches, señorita Mulcahy -respondió. El blanco del cuello, el delantal y los puños resplandecían a la luz de la linterna-. Supongo que vuelve para estar al lado de su amiga.
– Así es, señora.
– ¿Cómo se encuentra? ¿Le ha bajado la fiebre?
– No que yo sepa, señora.
– Siento mucho oírlo. Iré a verla cuando termine mi ronda de visitas.
– Gracias, señora. Sé que ella lo apreciaría mucho.
Cuando Nightingale movió la linterna, Sinclair contuvo la respiración entre las sombras.
– Creo recordar que las dos se alistaron juntas para esta misión, ¿me equivoco?
– Así es, señora.
– Y también volverán juntas de ella -aseguró Nightingale-. Sin embargo, procure que los lazos de la amistad, por estrechos que sean, no la distraigan de nuestro propósito en este lugar. Como sabe, todas nosotras nos hallamos permanentemente bajo la lupa ajena.
– Sí, señora. Tiene razón.
– Buenas noches, señorita Mulcahy.
Con un frufrú de seda negra, la señorita Nightingale siguió bajando peldaños. Cuando la luz de su linterna se desvaneció, Sinclair salió de entre las sombras. Sin decir nada, Moira le hizo una señal para continuar. En el siguiente rellano, Sinclair oyó a varias enfermeras que intercambiaban con voz cansada las noticias del día -una estaba describiendo a un pomposo oficial que le había exigido que dejara de vendar la herida de un soldado de infantería para servirle a él una taza de té-, mientras otras fregaban cacharros. Moira se llevó un dedo a los labios para mandarle silencio y le condujo por otro tramo de la escalera, hasta lo más alto de la torre, donde encontraron una minúscula habitación con una ventana alta que asomaba a las oscuras aguas del Bósforo.
Arremangándose las faldas para no pisarlas, Moira se acercó a la cama y susurró:
– Mira a quién te he traído, Ellie.
Antes de que Eleanor pudiera siquiera girar la cabeza sobre la almohada, Sinclair se había arrodillado junto a su lecho para cogerle la mano. La tenía flácida y caliente, húmeda al tacto.
La señorita Ames tenía la mirada desenfocada, y parecía extrañamente molesta por la interrupción. Sinclair dudó de que hubiera reparado tan siquiera en su presencia.
– Si el instrumento está desafinado -dijo-, no deberían tocarlo.
Moira miró a Copley, como para confirmar que Eleanor desvariaba a ratos.
– Y vuelve a poner la partitura en el banco. Así es como se pierde.
Estaba de vuelta en Inglaterra, tal vez en el hogar familiar, o probablemente en casa del párroco, donde en tiempos iba a practicar piano, según le había contado a Sinclair. Éste apretó los labios contra el dorso de la mano de Eleanor, pero ella la apartó y la sacudió sobre la manta como para espantar moscas. En el hospital había moscas por todas partes, pero Sinclair reparó en que aquí, en lo alto de la torre y de cara al mar, no se veía ninguna.
Se preguntó cómo podría librarse de Moira. Para lo que quería hacer -para lo que tenía que hacer si quería salvarle la vida a Eleanor- necesitaba estar a solas, sin que nadie lo viera. Moira estaba escurriendo sobre un cubo de agua un paño que después usó para secar la cara de Eleanor.
– Moira, ¿crees que podrías conseguir un poco de oporto?
– No va a ser fácil -respondió ella-, pero lo intentaré.
Moira, que no era tonta, le tendió el paño y después se retiró con discreción.
Él estudió el rostro de la enfermera a la luz de la luna. Su piel mostraba un brillo febril, y sus ojos verdes resplandecían con la felicidad del desvarío. No era consciente de su propio sufrimiento; a todos los efectos, ni siquiera estaba allí. Su espíritu había abandonado su cuerpo y viajaba por las tierras de Yorkshire, y Sinclair temía que el suyo tardaría poco en seguirlo. Había visto a cientos de soldados gritar y desgañitarse, murmurar y reír de forma parecida un segundo antes de volver la cabeza hacia la pared y morir en el mismo suspiro.
– ¿Puedes tocarme algo al piano? -preguntó.
La joven suspiró y sonrió.