Entonces, alguien se movió por el espacio existente entre la tarima y el hielo del suelo, y enseguida asomó por el agujero una cabeza grande, con la barba congelada y unos globos oculares blancos y enloquecidos.
Era Danzing.
El musher soltó a Darryl en cuanto clavó los ojos en Wilde, como un león distraído ante el descubrimiento de una presa más apetecible, e intentó subir para meterse en la caseta. Darryl estaba empapado y pedía ayuda a gritos.
Sin embargo, Michael podía ofrecerle bien poca. Danzing, cubierto por una capa plateada de nieve congelada, había sacado ya ambos brazos de debajo de la tarima y se elevaba por la abertura como Poseidón surgiendo de las profundidades del mar.
– De… vuel… vemelo -gruñó a través de lo que quedaba de su garganta destrozada.
Wilde le lanzó otra patada, pero Danzing era muy rápido y se anticipó, agarrándole por la bota. Por suerte, ésta estaba húmeda y se le escurrió entre los dedos.
El biólogo había conseguido salir del todo del agujero y ahora estaba agazapado debajo de un banco, donde intentaba secarse el agua del pelo en pleno ataque de pánico. Daba la impresión de ignorar todavía qué le había golpeado ni qué estaba pasando.
Pero Michael sabía perfectamente a quién se enfrentaba. Danzing chorreaba agua helada por los empapados pantalones negros y la camisa de franela, pues debía de haberse mojado mientras intentaba subir por el agujero; seguía de rodillas, mas ya intentaba ponerse en pie. El periodista recorrió las paredes con la mirada hasta que descubrió uno de esos lanzaarpones usados para defenderse de los leopardos marinos. No lo dudó y se subió de un brinco al banco de madera para poder retirarlo de la pared.
Danzing ya se había incorporado y avanzaba hacia él, mas tropezó con el cable, trastabilló y estuvo a punto de caer, lo cual le concedió a Michael el tiempo preciso para preparar el arma y apuntar a la monstruosa criatura que se le echaba encima entre jadeos.
Apenas había distancia entre ellos cuando apretó el gatillo y la punta del arpón en forma de tridente explotó en el interior del pecho del atacante. La fuerza del impacto envió hacia atrás al agresor, pero, a trancas y barrancas, logró detenerse en el mismo borde del agujero y, tras unos segundos de duda, mantuvo el equilibrio; luego, llevó la mano al arpón, todavía clavado en su pecho, y lo aferró con fuerza mientras lo miraba boquiabierto y sorprendido. Michael no perdió el tiempo y con una patada le hizo caer de espaldas por el embudo helado.
Se oyó un fuerte ruido de salpicadura, un gorgoteo, el sonido del hielo resquebrajándose y luego… sólo silencio, roto por el zumbido de los calefactores.
Darryl se quejaba a grito pelado mientras intentaba sacudirse el agua congelada del pelo. Michael aún no podía acudir en su socorro. Cargó el arma y se asomó al borde del agujero con el lanzaarpones dispuesto.
No había nada que ver, excepto el tenso cable de acero reforzado que sostenía las trampas de Darryl y una temblorosa tracería de hielo azulado que comenzaba a cerrarse de nuevo sobre la tumba marina de Danzing.
CAPÍTULO CUARENTA Y UNO
18 de diciembre, 1:00 horas
SINCLAIR PERMANECIÓ ANTE LAS puertas abiertas de la iglesia y se quedó mirando al exterior, hacia la cegadora blancura de una ventisca tan densa que apenas veía el pie de las escaleras. Ni los perros podrían andar por ahí en esas condiciones.
Empujó las puertas con el hombro hasta que las cerró de nuevo y se volvió para contemplar sus dominios: una capilla lóbrega donde los perros del trineo yacían espatarrados sobre el suelo de piedra o acurrucados en apretadas pelotas entre los viejos bancos, un lugar cuyas paredes azotaba el viento implacable, susurrando a través de las grietas de la madera y los marcos de las ventanas. En realidad, sólo era una jaula enorme, eso y sólo eso… y él, nada más que otra bestia aprisionada en su interior.
Sus pensamientos vagaron hasta detenerse en un día, una tarde de domingo en la que había llevado a Eleanor al zoológico de Londres con la esperanza de distraerla, pero las cosas no habían salido todo lo bien que él hubiera deseado. Ella parecía cada vez más alicaída conforme pasaban ante sus ojos un animal tras otro encerrados en sus jaulas, y comenzó a considerar a aquellas criaturas cautivas desde su punto de vista. Muchos estaban solos, confinados en espacios pequeños sin ningún elemento proveniente de la naturaleza, ni arbustos, árboles, rocas, arena o aunque sólo fuera barro helado, que pudieran hacerles sentir más cómodos y en un ambiente familiar para ellos. Eleanor se había aferrado a su brazo y vagaban por el sinuoso sendero, pasando al lado de una fila tras otra de gruesos barrotes de hierro hasta que llegaron al animal más popular de los exhibidos.
El tigre de Bengala.
Envuelto en su elegante piel tapizada de rayas negras, anaranjadas y blancas, caminaba nerviosamente de un lado para otro en un espacio tan pequeño que apenas le permitía darse la vuelta. A sólo unos escasos metros de distancia se congregaba una muchedumbre de espectadores y varios niños le hacían muecas cuando la bestia dirigía una torva mirada en su dirección. Uno de ellos lanzó una bellota entre los barrotes que rebotó sobre el morro del felino. Éste rugió, y ellos se echaron a reír y se palmearon las espaldas unos a otros, llenos de regocijo.
– ¡Dejadlo ya, parad de una vez! -les recriminó Eleanor, adelantándose para sujetar la mano de uno de los chicos que iba a lanzar otra bellota. El muchacho se volvió, sorprendido, y sus desaliñados compañeros la rodearon hasta que Sinclair dio un paso adelante a su vez.
– Largaos de aquí -les advirtió en voz baja pero severa-, u os arrojaré dentro de la jaula.
El chico vaciló entre impresionar a sus colegas o salvar el pellejo, y cuando Sinclair adelantó la mano para agarrarle de la manga escogió la segunda opción y salió disparado hasta ponerse fuera de su alcance. Pero una vez que se sintió a una distancia segura, se detuvo para tirarle una bellota y gritarle unas cuantas palabras llenas de desafío.
Sinclair se volvió hacia Eleanor, que había clavado una mirada inmóvil en el tigre. Éste había interrumpido sus vueltas interminables y le devolvía la mirada. No se atrevió a decir una palabra, ya que era como si ella y el tigre hubieran entrado en una silenciosa comunión. Ambos se sostuvieron la mirada el uno al otro durante al menos un minuto, y escuchó decir a un espectador anciano con grandes bigotes blancos y retorcidos hacia arriba:
– Miren, la señora ha sido hipnotizada.
Sin embargo, cuando ella colocó su brazo bajo el de Copley para continuar el paseo le caía una lágrima de los ojos.
Michael se sentía como si hubiera interpretado muchas veces variaciones de esa escena: intentar convencer a Murphy de que lo imposible era posible y que había ocurrido lo impensable. Primero fue que había encontrado a una mujer congelada en el hielo; luego, que Danzing había sido asesinado por uno de sus propios perros; y ahora, que después de haber asesinado a Ackerley, había regresado una vez más para atacar a Darryl en la caseta de inmersión. La única ventaja era que Murphy se había acostumbrado de tal manera a estas extrañas charlas que había dejado de cuestionarse la veracidad de las palabras de Michael o su cordura. En ese momento estaba sentado detrás de la mesa de su despacho, peinándose el espeso cabello canoso con los dedos, más blanco cada día que pasaba. Como observó Michael, hacía preguntas en un tono de voz resignado, casi mecánico.
– ¿Estás seguro de que te lo has cargado esta vez con el arpón? -le preguntó al periodista.
– Sí -repuso éste-. Creo que al fin se ha ido para siempre.
Sin embargo, ¿estaba tan seguro como parecía sonar?
– De cualquier manera -replicó Murphy-, voy a ordenar que nadie vaya a la caseta de inmersión por ahora… Sólo será hasta que estemos seguros. Cerciórate de que el señor Hirsch entiende el mensaje alto y claro.