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Pero el periodista se sintió demasiado preocupado para ponerse en marcha y se quedó donde estaba, estudiando la misteriosa botella negra.

– Duerme algo, Michael -le ordenó la doctora mientras se subía la cremallera-. Es una prescripción médica. -Luego, se volvió hacia el biólogo-. Y tú, cierra eso de una vez. -Darryl se hizo el inocente y ladeó la cabeza en dirección a la botella, que estaba cerrada-. Ya sabes a qué me refiero -precisó ella.

CAPÍTULO VEINTE

Principios de septiembre de 1854

POBRES CABALLOS. EL TENIENTE Copley estuvo a punto de enloquecer a causa del terrible peaje impuesto a los corceles.

Condujeron a la bodega de la nave de Su Majestad Henry Wilson al precioso Áyax y a otras ochenta y cinco monturas. Era un lugar reducido, oscuro y fétido, donde apenas se habían efectuado unos preparativos mínimos de acondicionamiento: no habían dispuesto compartimentos ni cabezadas de cuadra para atar a los animales, sólo unas cuerdas de sujeción, por lo que incluso con el mar en calma los nobles brutos chocaban unos con otros, se pisaban los cascos, y hasta debían forcejear entre sí para alzar la cabeza por encima de la manada, y fueron presa del pánico cuando la flota británica llegó al golfo de Vizcaya, donde se levantó un viento de gran fuerza. Sinclair y los demás oficiales de caballería en activo, pues muchos estaban postrados en sus lechos a causa de las fiebres o el mareo, descendieron bajo cubierta para aferrar las cabezas de sus cabalgaduras en un intento desesperado de calmarlos y controlarlos, pero no resultó posible.

Cada golpe de mar arrojaba contra los comederos a los aterrorizados animales; éstos relinchaban y pateaban los resquebrajados tablones del suelo humedecidos por las cascadas de agua que se colaban a través de las escotillas para luego formar riachuelos sobre los cuales chapoteaban los caballos, y cuando uno de ellos resbalaba y perdía el equilibrio, era un verdadero infierno conseguir que se levantase. Cuando Áyax trastabilló y cayó en un amasijo de patas sobre el caballo de Winslow fue necesario el concurso de varios soldados y marineros para lograr separarlos, primero, y ponerlos en pie, después.

El sagento Hatch, el ‹indio›, parecía vivir en la bodega, y Sinclair llegó a preguntarse si dormía alguna vez o subía a cubierta para respirar aire puro y limpio de la hediondez a excrementos, sangre y heno en descomposición.

Todas las noches sucumbía más de una montura, víctima de un ataque de pánico, rotura de huesos o postrado por el calor, pues apenas había ventilación bajo cubierta, y al alba las tiraban al mar sin ceremonia alguna. Durante toda la singladura hacia el Mediterráneo la flota inglesa fue dejando a su paso una hilera de cadáveres.

A pesar de su inexperiencia propia de teniente aún no puesto a prueba en la batalla, Copley se preguntaba por qué el ejército no había contratado el servicio de barcos a vapor para realizar el viaje. Un barco de vela tardaba algo más de un mes en completar el trayecto y un vapor, por lo que le había dicho Rutherford, cuyo padre había sido segundo lord del almirantazgo bajo las órdenes del duque de Wellington, tardaba entre diez y doce días. Buena parte de aquel terrible daño podría haberse evitado y las tropas habrían llegado a las costas turcas, dispuestas para la batalla y con los caballos en condiciones aceptables, antes de lo que iban a llegar ahora, y eso incluso aunque se tardase una quincena en reunir los vapores necesarios.

Pero tal idea no parecía habérseles ocurrido ni al comandante ni a la miríada de espectadores que asistieron a la marcha del ejército, aunque también él se había dejado atrapar por el ambiente jubiloso imperante en los muelles al zarpar los barcos. Junto a la brigada ligera de Sinclair marchaban a bordo de la flotilla la brigada pesada, y el regimiento 60º de fusileros y el 11º de húsares. Todos estaban convencidos de que la guerra sería tan breve que muchos ni siquiera iban a tener la oportunidad de usar la lanza, el sable o el rifle dada la mediocridad del ejército ruso, muchos de cuyos hombres habían sido reclutados a punta de pistola. Le Maitre le había asegurado al joven teniente que los fusiles de la infantería del zar eran burdas imitaciones de madera, como los sables usados por la brigada durante las prácticas de campo. Esa opinión se hallaba tan generalizada que los oficiales ingleses recibieron permiso para llevar consigo a sus esposas, y las damas se trajeron sus mejores galas. Algunas incluso se habían hecho acompañar por sus doncellas y sus caballos favoritos.

El teniente Copley recorrió con la vista el gentío apelotonado sobre las dársenas y los muelles en busca de una mota de color amarillo. Vio cómo subían a bordo toneles de vino, ramos de flores y canastos repletos de fruta de invernadero mientras cientos de personas agitaban banderines con la Union Jack y otras muchas ondeaban con frenesí gorras, sombreros y pañuelos de encaje. Entretanto, una banda militar interpretaba canciones marciales bajo un sol de justicia. El joven apenas podía reprimir la impaciencia ante la aventura que se presentaba ante él.

– Moira me avisó: era muy improbable que la superintendente Nightingale les concediera permiso -le había consolado el capitán Rutherford mientras se acodaba en la barandilla y se inclinaba para ver qué buscaba su compañero con la mirada.

Sinclair observó al capitán, cuya frente estaba bañada en sudor.

– Ya le dije a Moira que esa mujer era muy poco patriótica -concluyó, quitándose la pelliza y dejándola sobre la barandilla.

Sinclair jamás había terminado de entender el vínculo existente entre su amigo y la señorita Mulcahy. Su propia relación con Eleanor Ames era inusual en sí misma y no tenía futuro si se era realista, como le habría dicho cualquiera al joven oficial, pero la de Rutherford con la pechugona y campechana irlandesa era todavía más extraña, pues éste provenía de una prominente familia del condado de Dorset y estaba destinado a ostentar un título nobiliario. Semejante enlace horrorizaría a su linaje. Todos comprendían que los oficiales de caballería tuvieran líos de faldas en la ciudad y a menudo se mostraban indulgentes con algún que otro affaire imprudente y poco juicioso, pero también eran de la opinión de que un joven debía recuperar la cordura en algún momento, sobre todo en víspera de una gran expedición al extranjero. Suponía la ocasión perfecta, y perfecta en semejante contexto significaba cortar el vínculo. Era una de las mayores ventajas de estar en el ejército.

Sinclair había detectado en Rutherford una extraña veta sentimental a pesar de sus bravatas: ya no se encontraba a gusto en los salones a los cuales era invitado con regularidad ni en la compañía de las mujeres en general. En una ocasión le había visto moverse con torpeza hasta derribar a una joven a quien le estaban presentando, y había desarrollado un gusto creciente por permanecer en el cuartel, donde disfrutaba de la camaradería y un lenguaje subido de tono. La enfermera Moira Mulcahy tenía algo que le encandilaba, pese a sus modales de clase trabajadora. Él sospechaba que lo que le atraía de Moira era precisamente esa falta de refinamiento, unido, por supuesto, a esos pechos pródigos siempre expuestos. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que tal vez haría mejor en intentar localizar una pincelada de carne cremosa entre la multitud de los muelles que el vestido amarillo que tendría al lado.

Sinclair veía a James Thomas Brudenell, lord Cardigan, montado a caballo desde su posición en cubierta. Se había puesto sus mejores galas y estaba rodeado por sus ayudantes de campo mientras daba órdenes a pleno pulmón. Lucía patillas crecidas y un poblado mostacho rojizo. Era un hombre apuesto y vanidoso que se erguía todo lo posible sobre la silla de montar. Era bien conocido por ser un hombre de prontos, profesaba una devoción casi fanática en lo tocante al protocolo y resultaba de lo más quisquilloso en los asuntos de honor. De hecho, una de sus salidas de tono en el comedor de oficiales había provocado un escándalo cuyas repercusiones todavía coleaban. La cuestión había comenzado cuando lord Cardigan se había vanagloriado de que en su mesa sólo podía servirse champán y ninguna pinta de porter, esa cerveza negra tan del gusto de los ‹indios›, los veteranos que habían prestado sus servicios en la India. Unos instantes antes los criados habían escanciado vino de Mosela y habían dejado la botella negra encima de la mesa, y un edecán del general pidió que le sirvieran Mosela poco después de que hubiera soltado su filípica lord Cardigan, a quien se le subió la sangre a la cabeza cuando vio la botella negra de vino y la confundió con una de cerveza porter, y acabó insultando a un capitán del regimiento. Todo Londres se enteró antes de que pudieran echarle tierra al asunto, lo cual convirtió al conde de Cardigan en objeto de burla. No podía asistir al teatro no pasear a sus sabuesos irlandeses por Brunswick Square sin oír la rechifla: ‹¡Botella negra!›. El incidente molestaba en especial a los hombres que estaban bajo su mando y cuando alguien lo mencionaba, la cosa solía acabar en reyerta.

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