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Aunque el 17º regimiento de lanceros estaba nominalmente bajo el mando de lord Lucan, el obstinado cuñado de Cardigan, el teniente Copley sospechaba que ellos, los desventurados soldados, estaban atrapados en medio de una amarga rivalidad familiar.

– Eh, ¿puedo tomar esto en préstamo? -dijo Rutherford a un oficial del barco que pasaba por allí con un telescopio en la mano.

El marino se lo cedió de forma inmediata y continuó con sus quehaceres, tal vez influido por la riqueza del atuendo de Rutherford, cuyo grado en el escalafón no era capaz de determinar.

El capitán alzó el anteojo y estudió la multitud desde lo alto de High Street hasta el fondo de las rampas de carga mientras resonaba el interminable golpeteo de las botas de los soldados al marchar, los relinchos y resoplidos de los caballos, las notas erráticas de los himnos del 6º regimiento de dragones de Inniskilling interpretrados por la banda militar que las rachas de viento empujaban hacia el mar. Hubo una orden que se repitió varias veces por los muelles y docenas de marineros empezaron a reunir a los rezagados, quienes intercambiaron rápidos abrazos, recuerdos y buenos deseos con sus familias. Poco después acordonaron las rampas e izaron los botes. Los trabajadores de los muelles desanudaron las gruesas amarras y las arrojaron a un lado después de haberlas soltado.

El capitán pareció concluir su búsqueda con las manos vacías.

– Voy a tener unas palabritas con esa tal Florence Nightingale la próxima vez que la vea -masculló Rutherford, enfurruñado.

– Déjame intentarlo a mí -le pidió Sinclair mientras le quitaba el catalejo.

Lo primero de todo vio las grupas de un caballo, el de lord Cardigan para ser más exactos, pues regresaba a la ciudad. Se rumoreaba que el gran señor se reuniría con sus tropas más tarde, ya que iba a hacer el viaje disfrutando de las comodidades de un barco francés.

Sinclair tuvo la misma suerte que Rutherford. Le pareció ver por un momento a la dama amiga de Frenchie, Dolly, pero las dimensiones del sombrero dificultaban la visión del rostro y no pudo estar seguro. De hecho, había perdido de vista incluso a Frenchie. Se había separado de ellos en la melé y presumiblemente se hallaba perdido en algún lugar de la atestada cubierta del Henry Wilson. Sinclair vio a un niño de la mano de su madre, el pequeño sonreía con bravura; entretanto, y algo más lejos, otro muchacho intentaba dar caza a un gorrión herido que andaba a saltitos entre las ruedas de un carromato de intendencia.

Docenas de marineros cumplieron órdenes impartidas a gritos: subieron afanosos a las jarcias y soltaron las velas, dejando que se desplegaran en medio de un sonoro flameo. La nave crujió y profirió un gemido como el de un gigante entumecido al despertar. Ahora, una franja de agua salobre separaba el barco de los muelles. Sinclair peinó el puerto de un extremo a otro, fijando el prismático primero ante una mota amarilla que resultó ser una sombrilla y luego ante un cartel azafranado donde se publicitaba una obra en el teatro Drury Lane. -Me pregunto cuándo vamos a tener ocasión de participar en una batalla, la primera, pero una de verdad -comentó Rutherford-. Sólo espero que no sea alguna escaramuza, donde deberemos permanecer todos muy juntos y no habrá ocasión de usar la lanza como es debido.

La lanza había sido una innovación relativamente moderna tomada de los lanceros polacos que tanto se habían distinguido en Waterloo; sus uniformes se habían diseñado también a semejanza de los de aquéllos.

Sinclair murmuró unas palabras de asentimiento mientras continuaba su búsqueda por los muelles. Los vaivenes y las sacudidas del barco dificultaban la visión de un punto fijo, por lo que estaba a punto de rendirse cuando vio una calesa sin capota bajar por un callejón. Dos figuras bajaron de un salto y corrieron hacia los muelles. La primera lucía un vestido amarillo y la segunda un delantal blanco. El teniente se aferró a la barandilla con una mano y con la otra enfocó el catalejo. Eleanor se sostenía el gorro de enfermera con una mano mientras correteaba en cabeza, seguida de Moira, que avanzaba pesadamente con las faldas levantadas para marchar con más libertad.

El Henry Wilson se hallaba ahora a unas cincuenta brazas del muelle y el pabellón ondeando desde popa le oscurecía la visión, pero él podía jurar que las mujeres tenían las miradas fijas en uno de los otros transportes que acababan de zarpar. La señorita Ames detuvo a un hombre de uniforme y tras un breve intercambio de palabras tomó a Moira del brazo y la llevó hacia la zona del puerto desde la que acababa de zarpar el barco del regimiento de lanceros.

La bandera tremoló al viento entre chasquidos y Sinclair voceó a Rutherford:

– ¡Ahí están, acercándose al muelle!

Su amigo estiró el cuello por encima de la barandilla del baluarte. Sinclair sujetó el catalejo entre el costado y un brazo mientras con el otro realizaba amplios movimientos de saludo.

Nuevas velas se desplegaron en cascada desde los masteleros y el velero se impulsó hacia delante de forma inmediata. La tierra fue quedando atrás, y los componentes del gentío, reducidos a simples motas.

Sinclair alzó el catalejo de nuevo y localizó la mota amarilla una última vez. Deseó que ella mirase en su dirección, pero por alguna razón Eleanor parecía tener los ojos fijos en las velas hinchadas, y creyó haber visto la mirada de sus ojos verdes fija en él justo cuando la nave cabeceó por efecto de la primera ola que había logrado eludir al rompeolas en medio de un surtidor de espuma que roció a cuantos estaban en cubierta. O al menos eso fue lo que él eligió creer.

Las semanas posteriores fueron las más miserables de la existencia del joven Copley. Él se había alistado en el ejército para cabalgar en busca de la gloria, y también, la verdad sea dicha, para poder desfilar por la capital con el elegante uniforme de los lanceros, pero no para pasar por todo aquello, no para estar atrapado en las entrañas hediondas de una nave abarrotada no para comer un día sí y otro también tocino frío y galletas de harina, de las que apenas sí quedaba un puñado de migas una vez que sacaba los gorgojos, no para pasarse una noche tras otra en una oscura y espantosa bodega, haciendo todo lo posible para mantener con vida a Áyax. Añoraba mucho su vida en la capital: las partidas de cartas y las apuestas en las peleas de perros así como las veladas en el Salón de Afrodita. (La historia de cómo había tirado por la ventana a Fitzroy se había convertido en una leyenda del regimiento). Se acordaba del fino oporto y el champán helado del Logchamps Club cada vez que el camarero del barco le servía su minúscula ración diaria de ron, y echó mucho de menos el salón climatizado del cuartel para mantener la humedad de los puros cuando el segundo de a bordo, un simple plebeyo, le reprendió por fumarse un pitillo debajo de cubierta, y eso por no hablar de la fusta de montar que le habría gustado emplear con el hombre que se había atrevido a dirigirse a él de ese modo. El ejército le había convenido hasta aquel momento a pesar de la miríada de reglas y normas, pero algo iba cambiando en su interior a cada hora pasada a bordo de aquella nave bamboleante y hedionda. Sentía en lo más hondo de su pecho un resentimiento cada vez mayor, tenía la sensación de que le habían engañado y estafado a base de bien.

Los ánimos de sus amigos andaban también por los suelos. Frenchie, que siempre estaba dispuesto a silbar una tonada o contar un chiste, yacía sobre una oscilante hamaca con el rostro más verde que el pitch central de un campo de críquet y agarrándose las tripas con las manos; y Rutherford, un sempiterno bravucón que siempre andaba haciéndose notar, hablaba ahora con menos confianza, y eso cuando despegaba los labios. Otro tanto ocurría con muchos compañeros: Winslow, Martins, Cartwright y Mills deambulaban por la nave como espectros: iban sin afeitar y con la ropa siempre empapada. El aire en cubierta era más frío, pero en las bodegas la muerte daba un recital a todas horas, y no sucumbían sólo las monturas: cada vez perecía un número mayor de soldados, víctimas de la disentería, un cólico o alguna otra afección, y era necesario arrojarlos por la borda. El trámite guardaba un gran parecido a tirar un cubo de basura en el revuelto oleaje del mar. Sinclair había tenido la oportunidad de ver de cerca cómo era la vida a bordo de un barco de la corona, y ahora tenía clara una cosa: una carrera en la Armada estaba más allá de toda lógica.

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