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El periodista se anudó bien los cordones de las botas y reunió el abrigo, el sombrero y los guantes cerca de él, incluso a pesar de que no iba a ser capaz de ponérselos hasta haberse soltado el arnés de seguridad del asiento. El aparato perdió altitud poco a poco en medio de la bruma. No lo veía, pero era capaz de percibirlo. De vez en cuando resultaba visible algún área de la costa rocosa, y en un par de ocasiones vislumbraron el borrón negro de una nutrida colonia de pingüinos arracimados en una llanura nevada. Entonces, atisbó los restos abandonados de unos edificios de madera coloreada por el hollín y la herrumbre, y de entre la niebla asomaba lo que parecía ser la aguja de una iglesia, aunque resultaba difícil decirlo a ciencia cierta, pues el helicóptero sobrevoló el área a gran velocidad, subiendo y bajando por culpa de las corrientes de aire y sufriendo sacudidas de un lado para otro. Al cabo de unos pocos minutos, cuando el aparato descendió y giró, apareció la loma. El rotor runruneó más fuerte que nunca. Michael se inclinó sobre la ventana para mirar hacia abajo. Las hojas de la hélice hacían jirones del velo de niebla y a través del mismo logró ver a un hombre vestido con una parka naranja con capucha. Les hacía señales con las manos mientras se deslizaba sobre el hielo. Le rodeaban unas manchas grises y marrones en movimiento: unas avanzaban a brincos entre la nieve y el hielo y otras desaparecían en un abrir y cerrar de ojos, como si se evaporasen de pronto. El helicóptero se cernió sobre el suelo, pero un golpe de viento le zarandeó en el aire. En la cabina, Jarvis y Díaz se agachaban sobre los mandos. Éste último hablaba de forma atropellada por el micrófono.

En el suelo, el hombre desapareció del campo de visión de Michael para luego volver a cruzar por el mismo, todavía haciendo señales con los brazos en alto. El aparato se balanceó otra vez y empezó a descender lentamente después de que un cuerno sonara por dos veces. El contacto con los patines de aterrizaje con el hielo produjo un chasquido muy similar al de una de esas cubiteras pasadas de moda cuando se apretaba para liberar los cubitos. Debajo se oían los gritos del hombre de naranja, que pasó resbalando delante de la ventana. Wilde entrevió debajo de las gafas de esquí un rostro barbudo y gastado por la intemperie. Entonces, escuchó el gradual suspiro de los rotores principal y de cola al aminorar el giro. Los pilotos cambiaron de posición las llaves con movimientos rápidos y soltaron los cinturones.

Michael los imitó.

Díaz se giró y anunció a voz en grito:

– ¡Fin de trayecto!

Jarvis ya había saltado a tierra y estaba tirando de la puerta del compartimento de pasajeros. Ésta se abrió de sopetón y un soplo de aire antártico se coló en tromba dentro de la cabina. Charlotte seguí a forcejeando para liberarse del arnés del asiento y Darryl hacía lo posible por ayudarla.

– Todos abajo a la voz de ya -gritó Jarvis, tendiendo una mano a Charlotte, que al fin había logrado zafarse y daba los primeros pasos sobre el hielo con cautela. Darryl avanzó a tropezones detrás de ella. Michael los sonrió.

Los pilotos y el tipo de la parka naranja comentaron a gritos algo sobre las focas de Weddell y sus cachorros. Michael seguí ensordecido a causa del rugido del helicóptero y se perdía más palabras de las que escuchaba antes de poderlas comprender.

Se alejó del aparato mientras otros hombres enfundados en parkas y protegidos con gafas de esquí corrían hacia la estructura de la cola, donde Jarvis ya había abierto el compartimento de carga. Observaba cómo deslizaban fuera varios palés de vituallas cuando estuvo a punto de perder pie y debió fijar la vista en donde pisaba. ¿Dónde estaba? No había signo alguno de una estación de investigación científica y de pronto descubrió que la capa de hielo tenía boquetes de más sobre el hielo, algo rojo, pastoso y húmedo. El tipo de la parka naranja volvió a vociferar, pero en esta ocasión Michael logró escuchar buena parte de sus palabras.

– ¡Atentos, miren por dónde pisan! ¡Las focas de Weddell están alumbrando aquí a las crías! -Charlotte y Darryl se cogieron del brazo y permanecieron inmóviles-. ¡Han abierto agujeros con los dientes en la placa de hielo! -les gritó el hombre, señalando varios puntos en derredor-. ¡Han hecho respiraderos en el hielo!

Michael vio una cría a pocos metros de distancia. Su figura apenas era distinguible contra el manto helado. Y luego descubrió a otra. Eran blancas, pero estaban embadurnadas de sangre. Ambas tenían abiertos sus ojos negros. Una de las madres yacía detrás de ellas, y así tendida, parecía un gran tubo gris.

Después, cuando observó con más detalle, descubrió a una foca adulta, de mayor tamaño y pelaje más oscuro, que metió la cabeza en un agujero con forma de cono y de algún modo se las arregló para deslizarse por el mismo.

– ¡No se detengan! -gritó el hombre del abrigo anaranjado-. ¡Salgan del hielo!

Alguien de la estación, un tipo cuyo mostacho helado se asemejaba a un picaporte, guiaba a Charlotte y Darryl hacia delante. Michael avanzó trabajosamente en la misma dirección, pero a veces la bruma dificultaba ver dónde ponía el pie, y el hielo, resbaladizo en el mejor de los casos, era aún menos transitable, pues estaba humedecido por la sangre y los restos del alumbramiento de las crías. Wilde soltó un suspiro de alivio cuando al fin pisó la gravilla y el liquen. Un soplo de viento disipó la niebla de una zona y eso le permitió ver a no más de cincuenta metros un manojo de estructuras prefabricadas de color gris turbio situadas en una loma baja. Las habían levantado a pocos centímetros del permafrost, acurrucadas unas junto a otras hasta formar el patio del colegio más feo del mundo. El asta de la bandera cubierta de hielo se alzaba en el centro del mismo con la Vieja Gloria ² flameando al soplo del viento helado.

El hombre de la parka naranja caminó tras él hasta darle alcance y dijo:

– Le llamamos el jardín de la Antártida. -Michael dio patadas en el suelo para sacudirse el frío con sus frías botas manchadas de sangre-. Ahora bien, debo advertirle: no siempre tiene tan buen aspecto.

PARTE II. POINT ADÉLIE

Desde popa sopló un viento del sur propicio y el albatros nos siguió. A la llamada del marinero acudía a diario, ya fuera por comida o por solaz.

Se posó en los mástiles y en los obenques sin importar la calima o las nubes, durante nueve atardeceres.

Y esas noches, rieló la luz nívea de la luna tras atravesar el blanco humo de la bruma.

Dios te guarde, viejo marinero, de los demonios que te atormentan.

¿Por qué tienes esa mirada?

Al albatros maté con mi ballesta.

La balada del viejo marinero,

SAMUEL TAYLOR COLERADGE (1798)

CAPÍTULO DIEZ

2 a 5 de diciembre

FUE DIFÍCIL NORMALIZAR LOS primeros días en Point Adélie, y no sólo por la gran cantidad de trabajo pendiente, sino porque los recién llegados no percibían el transcurso del tiempo. El sol brillaba en todo momento y sus rayos se filtraban por las rendijas de las persianas. Sólo había un modo de saber la hora: no perder de vista el reloj; también podían preguntar a alguien cuando se sentían confusos si eran las 11:30 de la mañana o de la noche, a lo cual le seguía otra pregunta: ¿qué día de la semana era? No resultaba tan sencillo como levantarse y revisar la fecha en el periódico o la guía de programación de la tele durante la noche. No servían de nada los indicadores normales por los cuales los civilizados regían y organizaban su vida: la entrada en el gimnasio, la clase de yoga, la hora de salir de casa al trabajo, o de regresar. Ni siquiera había diferencia entre un día normal y un festivo de fin de semana, dada la alta improbabilidad de tener una cita, ir al cine, dormir en una casa ajena o tener que llevar a los hijos a los entrenamientos de fútbol. Todo eso era irrelevante. Estaban en un sitio y vivían en un momento donde carecían de importancia todos los aspectos de la existencia cotidiana. En la Antártida, todo flotaba a la deriva y era preciso aprender a imponer un propio ritmo a las cosas, el que fuera, pero debía ser uno propio. De lo contrario, era fácil enloquecer.

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