Habían matado a la gallina de los huevos de oro una vez y otra, y otra más.
Pero a la postre, la gélida firmeza del Polo Sur había terminado por derrotar a los supuestos invasores y se había impuesto a todos, salvo a los intrusos menos agresivos. Había bases y estaciones de investigación científica como Point Adélie dispersas por las orillas del océano Antártico, pero apenas eran guijarros diseminados por las arenas de una vasta playa, minúsculas manchas negras en un mundo de mares azules y picos cristalinos. Sin embargo, como Michael había tenido ocasión de aprender durante sus almuerzos en el comedor de oficiales, la mayoría de esas estaciones no estaban allí tanto para la búsqueda del conocimiento como para reforzar una hipotética reclamación territorial sobre la tierra y los ilimitados recursos minerales que pudiera haber en el subsuelo.
– La Antártida es el único continente sin naciones y para mantener ese estado de cosas se firmó el Tratado Antártico, suscrito en 1959 -había señalado la teniente Healey una noche en el transcurso de la cena-. El tratado declaraba zona internacional a la Antártida, es decir, a los territorios situados al sur de los sesenta grados de latitud sur. Es una zona libre de armas nucleares. Lo firmaron cuarenta países.
– Pero eso no ha detenido a los okupas -había terciado Darryl mientras llenaba hasta los bordes el plato con patatas gratinadas-. Y si viene uno, acuden todos.
La teniente había sonreído con pesar al oír aquello.
– Tiene razón. Muchos países han establecido estaciones de investigación científica, por llamarlas de algún modo, incluso algunos tan poco probables como China o Perú. Es su manera de afirmar sus derechos a la participación en cualquier debate sobre el futuro de la Antártida o sobre cualquier posible explotación futura de los recursos mineros.
– En otras palabras, se ponen en línea de salida, como nosotros -apostilló el biólogo-, para echar a correr en cuanto suene el pistoletazo inicial. -Se metió en la boca otra cucharada de patatas y antes de tragarlas, añadió-: Y eso va a ocurrir.
Michael no dudaba de que tuviera razón, aunque se le hacía duro imaginar semejante catástrofe mientras a través de la ventana contemplaba el gélido paisaje de debajo, iluminado por un sol acuclillado detrás del horizonte con aspecto de ser una gruesa bola de bronce. El hielo sin fin y el océano parecían tan insensibles como eternos.
Distinguió al oeste los primeros indicios del frente tormentoso que había intuido el capitán. Unas menudas nubes grises llenaban el cielo y comenzaban a dirigirse hacia ellos como jirones de un sudario rasgado por dedos invisibles. También el mar empezaba a encresparse: las olas suaves aumentaron de altura y sus crestas se colmaron de espuma. Un viento cada vez más fuerte empujaba a las bandadas de pájaros.
Hirsch empezó a despabilarse y se retrepó en el asiento. Daba la impresión de haber superado el mareo: estaba pálido, como todo buen pelirrojo, pero ya no tenía la piel verdosa. Dirigió una sonrisa a Michael y le hizo una señal con los pulgares hacia arriba. Charlotte estudiaba un mapa plegado sobre su regazo.
Wilde podía ver a Díaz y Jarvis en la cabina, donde conversaban mientras supervisaban los monitores y los paneles de control. El aparato ganó altitud al cabo de unos segundos y también velocidad, si su apreciación no era errónea. A sus pies, era imposible distinguir otra cosa que no fuera una interminable planicie de banquisa, la capa de hielo flotante que se formaba en las regiones oceánicas polares. El helicóptero pareció sobrevolar la nada durante los siguientes veinte minutos, pero se dirigía a su destino lo más rápido posible. ‹La tormenta debe avanzar más deprisa de lo que esperaban›, dedujo el reportero.
Reclinó la cabeza y cerró los ojos. Él también se hallaba cansado. No había sido fácil conciliar el sueño a bordo del rompehielos a causa del runrún constante de los motores, el rechinar de los talones de proa cuando pulverizaban los bandejones, trozos de hielo del tamaño de un autobús, por no mencionar los camarotes oscuros y húmedos; de hecho, las ropas aún olían a moho. Era imposible dormir un par de horas sin ser despertado por alguna brusca sacudida o, peor todavía, verse lanzado fuera de la litera y acabar en el suelo. No le importaba cómo fueran los cuartos en Point Adélie. Únicamente aspiraba a dormir en una cama estable sin que el más letal de los océanos del mundo golpetease a pocos metros de él, muriéndose de ganas por entrar.
Se preguntó si habría algún cambio en la situación de Kristin. Se le hacía extraño hallarse tan desconectado de la realidad, estar tan lejos, en el sentido pleno del término, de las preocupaciones de su vida cotidiana. Se había tomado una suerte de año sabático con respecto a sus amigos, su familia y su trabajo, eso era cierto. La desolación le había dejado vacío por dentro y había permitido que el contestador se hiciera cargo de las llamadas y que AOL conservara los mensajes electrónicos, pero sabía que se enteraría enseguida si ocurría algo grave. El mundo, o al menos la hermana pequeña de Kristin, se las arreglaría de una u otra forma para abrir una brecha en sus murallas y hacérselo saber, aunque la comunicación habitual era difícil allí donde se dirigía y su capacidad de reacción a cualquier posible suceso era prácticamente nula. Difícilmente podía acudir a la cabecera de una cama ni, peor aún, a un cementerio desde el rincón más inaccesible del planeta, a miles de kilómetros de distancia.
Había algo terrible en todo eso. Si era sincero consigo mismo, suponía todo un alivio. Se sentía liberado de una gran carga desde que se embarcó en aquel viaje. Tenía la impresión de haber recibido un permiso después de haber vivido con la obligación de estar siempre de guardia. Durante meses se había sentido esclavo del reloj, incapaz de avanzar un paso sin volver la vista atrás por si había algo que decir, incluso aunque la existencia de barreras físicas le impidiera decirlo, pues la familia de Kristin le había dejado fuera de juego.
El viento zarandeó el helicóptero. Michael entreabrió un ojo sin mover la cabeza. En el exterior, la escena se había transformado totalmente: las nubecillas grises se habían convertido en un ejército espectral de nubarrones ocupando posiciones en el cielo y una capa de niebla se arremolinaba sobre el mismo océano, ahora situado muy lejos, hasta cubrirlo casi por completo. Las líneas divisorias entre cielo y mar, hielo y aire, se estaban oscureciendo cada vez más. Como bien sabía Michael, ése era uno de los grandes riesgos en la Antártida: todo el universo quedaría reducido en cuestión de minutos a una blanquecina sopa de fotones en al cual las embarcaciones encallarían, los exploradores caerían en grietas imposibles de advertir y los pilotos, incapaces de orientarse, estrellarían los aviones contra la masa de hielo o los harían colisionar en los picos de los glaciares.
– Podría decirse, supongo, que tenemos viento desfavorable -anunció el alférez Díaz por los audífonos del casco. Michael se enderezó en el asiento y miró a sus compañeros de viaje: Darryl estiraba el cuello para mirar por la ventanilla de Charlotte, que dobló el mapa antes de guardarlo-. Pero casi hemos llegado a Point Adélie. Estamos siguiendo la línea de la costa desde el noroeste. Si la bruma se levanta, podrán ver una vieja factoría noruega de balleneros o tal vez incluso la colonia de grajos de Adélie. -Apagó el intercomunicador, pero volvió a encenderlo al cabo de unos segundos-. El alférez Jarvis me ruega que les avise de que el tiempo de aterrizaje va a ser mínimo, por lo cual les pido que sean tan amables de bajar del helicóptero en cuanto les avisemos de que salir es seguro. No se demoren a la espera de sus bolsas y equipo. El personal de tierra los recogerá por ustedes.
Entonces interrumpió la comunicación y no volvió a reanudarla.