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Darryl se hallaba tendido en la litera, mordisqueando un barra proteica.

– ¿Por qué no vas al comedor y tomas algo caliente? -le sugirió Wilde mientras guardaba la maquinilla de afeitar en una bolsa-. Están preparando hamburguesas.

– No puedo -replicó Darryl.

– ¿no te ves con fuerzas? Bueno, puedo traerte una.

– No puedo porque no como carne. -Michael dejó de empaquetar-. ¿No te habías dado cuenta? -preguntó Darryl.

El periodista pensó en ello y le sorprendió no haber caído en la cuenta con anterioridad. Hirsch había comido frutas, verduras, mucho pan, queso, galletitas, sopa de maíz, tarta de cereza y soufflé de espinacas, pero jamás le había visto probar hamburguesas, chuletas de cerdo ni pollo frito.

– ¿Y desde cuándo…?

– Desde la universidad, en cuanto me especialicé en biología.

– ¿Y qué te llevó a tomar esa decisión?

– Todo -contestó Darryl mientras desenrollaba un poco más la envoltura de la barrita-. Me faltó estómago para interferir en el proceso de la vida en cuanto comencé a estudiarla en serio con todas sus incontables permutaciones y manifestaciones y la vi en su totalidad, y lo que había en común, sin importar que la criatura fuera grande o pequeña.

Michael creyó haberle entendido.

– ¿Te refieres al deseo de vida?

Darryl asintió.

– Todas las especies, desde la ballena azul hasta la mosca de la fruta, luchan con todas sus fuerzas para preservar su existencia, y cuanto más las estudiaba, incluso aunque fueran diátomos unicelulares, más hermosas me parecían. La vida es un milagro, un puto milagro, con independencia de la forma que adopte, y nunca he vuelto a sentirme con el derecho a arrebatarle la vida a ninguna innecesariamente.

El periodista podía compartir ese punto de vista mientras no se viera en la obligación de renunciar a las costillas ni al solomillo, pero seguía sin comprender una cosa.

– ¿Por qué no lo has mencionado antes ni en el comedor ni en la sala de oficiales? Te habrían preparado platos para vegetariano o algo por el estilo.

Darryl le miró durante un buen rato.

– ¿Sabes qué suelen decir los militares y los marineros sobre los vegetarianos? -Wilde jamás se había planteado la cuestión, y Darryl lo notó-. Sería mejor decirles que soy pedófilo.

Michael no pudo contener la risa.

– ¿Y qué vas a decir en Point Adélie? ¿Seguirás intentando mantener el secreto?

El científico se encogió de hombros mientras terminaba la barrita proteica y formaba una bola con el envoltorio.

– Lidiaré con ese problema cuando no quede otro remedio. -Se levantó de la litera y empezó a ponerse un suéter-. En cuanto a los demás científicos, no van a notarlo ni van a preocuparse. -Sacó la cabeza por el agujero de la prenda-. Dale a un glaciólogo un buen trozo de hielo para investigar y le harás el hombre más feliz del planeta. A los científicos les preocupa poco lo que hagas mientras no les estorbes en sus experimentos.

Michael tuvo que mostrarse de acuerdo. Había hecho reportajes a dos tipos de esa clase, un primatólogo en Brasil y un herpetólogo en el suroeste de Estados Unidos. Ambos vivían totalmente abstraídos en sus mundos raros y minúsculos. Debía de haber un buen puñado de ellos en Point Adélie.

Cuando el biólogo terminó de empaquetar sus cosas, ambos arrastraron sus equipajes hasta la cubierta de popa, donde el reportero pudo comprobar que los pilotos ya estaban dentro del aparato y llevaban a cabo una comprobación rutinaria del instrumental de a bordo. El contramaestre Kazinski apareció con el equipaje de la doctora Barnes a cuestas. Ésta caminaba justo detrás, vestida con un abrigo verde de tres cuartos y con las coletas del pelo recogidas con un gran nudo.

El capitán se acercó a ellos poco antes de que subieran al helicóptero. Pareció dirigirse a todos, salvo a Michael.

– En nombre de la guardia costera de Estados Unidos me gustaría desearles lo mejor para el resto de su singladura hasta Point Adélie. Nos alegra haberles sido de ayuda, acudan a nosotros siempre que nos necesiten.

Charlotte y Darryl le dieron las gracias con profusión al tiempo que le estrecharon la mano; al final, el capitán miró directamente a Michael.

– Intente no meterse en líos un día sí y otro también, señor Wilde.

– Espero que la teniente Healey se encuentre bien. ¿Sería tan amable de tenerme al tanto de su mejoría?

– Lo haré -contestó el capitán con un tono que dejaba bien a las claras que no iba a hacerlo.

Aparecieron un par de marineros, recogieron sus equipajes y empezaron a colocarlo en el compartimento de carga.

Purcell desvió la vista hacia el oeste, y luego añadió:

– Mejor será que se pongan en marcha. Vamos a tener más mal tiempo.

Luego, se despidió de los pilotos con la mano y se dio la vuelta para encaminarse de vuelta al puente.

Michael agachó la cabeza y siguió a Charlotte y a Darryl por una puerta lateral; se dejó caer en un asiento al otro lado, junto a una gran ventana cuadrada, donde disfrutaba de una gran panorámica, pues esos helicópteros estaban diseñados para ofrecer la máxima visibilidad. Hacía calor en la cabina, así que se despojó del abrigo y los guantes y se abrochó el cinturón del asiento en el preciso instante en que los pilotos encendieron el rotor y todo el aparato empezó a vibrar en medio de un zumbido. Se puso los cascos para atenuar el sonido. Estaban provistos de un intercomunicador. Un tripulante dio una palmada en un costado del aparato y cerró la puerta de golpe. Había un breve pasillo entre el compartimento de pasajeros y la cabina a través del cual podía ver a los pilotos, Díaz y Jarvis, tal y como le habían dicho los marineros encargados de retirar la lona, mientras encendían los contactos situados encima de sus cabezas y revisaban diales y pantallas de ordenador. Parecía una versión en miniatura del puente del barco.

El helicóptero se balanceó sobre la plataforma como una adolescente con zapatos de aguja, pero luego cobró una repentina estabilidad y fuerza antes de alzarse en el aire y poner rumbo hacia la popa. Después, mientras el barco se movía debajo de ellos, el aparato se orientó hacia el suroeste y se alejó tras ejecutar un brusco viraje. El periodista echó un vistazo. Lo último que vio fue la ventana estropeada de la torreta. Habían retirado el cuerpo del pájaro y habían sellado el hueco gracias a una improvisada cubierta de madera con tiras de aluminio entrecruzadas y tubos de ventilación.

Debajo de él se extendía el mar de Weddell, así llamado en honor al marinero escocés dedicado a la caza de focas James Weddell, el primero en explorar aquellas aguas a partir de 1820. La superficie estaba salpicada de bloques de hielo a la deriva e inmensos icebergs, inmóviles en apariencia. Desde lo alto, Michael podía ver las grietas aserradas de los témpanos. Cuando la luz era la adecuada y un rayo de sol incidía desde el ángulo apropiado, el hielo de dentro refulgía como un rutilante letrero de neón azul, y cuando la luz se desvanecía, ofrecía la apariencia de los tubos cuando se acababa de apagar el interruptor, y las grietas volvían a ser una cicatriz atemorizante, una sutura negra o un semblante extremadamente lívido.

Se produjo un chisporroteo en los audífonos antes de que el alférez Díaz se presentara e informara de que el tiempo estimado del trayecto sería de una hora.

– Esperamos un vuelo sin turbulencias -anunció-, pero ya saben cómo son estas cosas por estas latitudes.

Michael no pudo evitar una mirada de refilón hacia su compañero: Hirsch había tenido ya suficientes turbulencias para toda la vida, pero había apagado los cascos y dormía como un bendito con la boca abierta y la cabeza ladeada hacia el amplio hombro de Charlotte, que mostraba grandes ojeras y miraba hacia el mar con expresión reflexiva.

Wilde adivinó en parte qué podía estar pensando. Resultaba difícil no darle vueltas a ciertas cosas cuando se sobrevolaba la yerma y desnuda vastedad del Antártico, cosas como la insignificancia de la propia existencia y la posibilidad de que el menor yerro desencadenase una serie de hechos cuyo saldo fuera el desastre o la muerte. La Antártida seguía siendo el territorio más inexplorado por el hombre a pesar de que los exploradores, los balleneros y los cazadores de focas habían surcado aquellas aguas durante siglos. Le había salvado lo inhóspito de sus condiciones de vida. La industria hizo un alto en el camino cuando fue demasiado elevado el coste de matar a los pocos cetáceos supervivientes para obtener aceite o barbas de ballena. La brutal depredación había diezmado la población de focas hasta que también había cesado de forma gradual, eso sí, después de haber sacrificado con desenfreno a cientos de miles de ellas. La carnicería había sido brutal y desmedida dondequiera que los hombres habían puesto el pie, y tan rápida, que la posibilidad de que los matarifes se enriquecieran desapareció en el plazo de cien años.

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