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– ¡Maldita sea…! -bramó el biólogo.

Michael entendió el motivo de esa reacción al cabo de un segundo: el tembloroso pez dejó de moverse y se quedó rígido.

Apareció una fina celosía compuesta por una miríada de hexágonos de hielo y se produjo una reacción en cadena: el entramado se extendió de la cola a la cabeza del pez. Se quedó petrificado como una tabla de planchar y más muerto que Carracuca. Flotaba lentamente en el agua con el dorso traslúcido orientado hacia el fondo y la mirada fija en la nada.

Wilde no salía de su asombro.

– ¿No dijiste que estos peces llevaban anticongelante en la sangre?

– Y así es -replicó Darryl con voz lastimera-, y eso es lo que los mantiene vivos en aguas tan frías, pero sólo en las profundidades. El hielo flota, ¿recuerdas?, y jamás baja hasta el bentos, donde viven ellos. Si estos peces llegan a entrar en contacto con el hielo, los cristales de hielo actúan como un agente diseminador y sobrepasan sus defensas.

– Jo, tío, lo siento un montón -se disculpó Osmond, sosteniendo el sombrero con ambas manos-. Jamás pensé que pudiera suceder algo así.

Miró a su alrededor, estudiando el rostro de los demás para ver si estaba metido en un aprieto.

– Está bien, tronco -dijo Calloway-. Si el pescadito no es lo bastante bueno para los probetas, todavía sigue siendo fetén para meterlo en la olla y hacer una buena bouillabaise.

– No, éste no -negó el biólogo-. Puedo descongelarlo y tomar una muestra de la sangre.

– ¿La sangre…? -inquirió Calloway, dubitativo-. ¿Y qué sacas de ahí?

– Esa sangre, amigo mío, contiene secretos que algún día el mundo se alegrará de poder usar.

El falso australiano tironeó al recluta de la manga, como si dijera: «Dejemos a esta panda de chiflados con sus locos experimentos». Los dos se escabulleron hacia la puerta.

– Seguro que tiene razón, doctor -convino antes de lanzarse al exterior, donde los atrapó una ráfaga del ululante viento y su correspondiente remolino de nieve.

Darryl se ayudó de unas tenacillas para coger al draco por la cola y sacarlo del agua para depositarlo con cuidado sobre la mesa. Estaba tan duro que se balanceaba un poco sobre la mesa.

– Ahora entiendo por qué no pones una alfombra de bienvenida a la puerta del laboratorio -dijo Michael.

– Y por eso mismo quiero un pestillo -replicó Hirsch.

Tomó el escalpelo y se sumergió en su trabajo de tal modo que era como si su amigo no estuviera allí.

Al cabo de un par de minutos, Michael se puso el equipo y salió para encontrarse con la tormenta en ciernes.

CAPÍTULO TREINTA Y UNO

15 de diciembre

DABA LA IMPRESIÓN DE que la tormenta no estaba de paso, sino que había venido a quedarse encima de la base; eso hizo que la orden de confinamiento de Murphy permaneciera en vigor, para gran frustración de Michael. Nadie debía abandonar la estación bajo ningún concepto.

– Los cuerpos van a seguir congelados, estén donde estén -aseguró el jefe O´Connor-, y los perros, bueno, sabrán buscarse la vida y sobrevivir a la tormenta.

Michael debió aceptar su palabra a ese respecto.

La noticia de la muerte de Danzing había caído como un jarro de agua fría entre los habitantes de la estación y el comedor estuvo a rebosar durante el responso fúnebre en honor del musher. Plegaron la mesa de ping pong y la sacaron al pasillo para hacer sitio donde poner unas sillas de despacho, se ésas con ruedas, junto a los sofás; pero aun así fue imposible reunir asientos para todos. El resto de los reclutas y los probetas se sentaron en la moqueta que alfombraba el suelo de una pared a otra y se abrazaban con los brazos las rodillas recogidas. Murphy permaneció de pie delante de la pantalla de plasma del televisor, vistiendo una corbata negra sobre la camisa vaquera en señal de duelo.

– Muchos de vosotros conocíais a Erik mucho mejor que yo, lo sé. Por eso quiero dejaros tiempo para que todos podáis decir algo. -Michael casi había olvidado el nombre de pila de Danzing. Un apodo o un apellido solía bastar en ese aire colegial de la estación-. Pero nunca he conocido a nadie tan echado para delante y animoso, bueno, tal vez si exceptuamos a Lawson.

Hubo algunas risitas y el aludido, que estaba recostado contra la pared junto a Michael, Charlotte y Darryl, sonrió con timidez.

– Y en cuanto a esos perros, muchachos, él los adoraba como si fueran sus hijos. -Agachó la cabeza y la sacudió con tristeza-. No sé qué se torció ni lo que le pasó a Kodiak, si fue un tumor cerebral, unas fiebres, no lo sé, pero tengo la absoluta seguridad de que Danzing, digo Erik, lo entendería incluso ahora. Esos perros le querían tanto como él a ellos. -Hundió los dedos en el pelo y se pasó la mano por la cabeza-. Por esa razón vamos a encontrar al resto del tiro. Os lo prometo. Vamos a localizarlos por él.

– ¿Cuándo…? -gritó uno de los reclutas.

– Tan pronto como sea seguro -replicó O´Connor-, y en cuanto sepamos que no están infectados como Kodiak.

A Michael no se le había pasado por la cabeza la amenaza del contagio. ¿Y qué ocurría si los demás huskies habían contraído el mismo mal que el líder? ¿Y si todos se habían convertido en asesinos?

Murphy se miró el dorso de la mano para leer la chuleta del discurso.

– Ignoro cuánto sabéis sobre la vida de Danzing en el mundo real, pero para que quede constancia, me gustaría decir que estaba casado con una gran mujer, María, forense del condado… -La ironía inmediata del asunto le obligó a detenerse durante unos instantes-. Ella vive en Florida.

«En Miami Beach», recordó Michael.

– Ya he hablado con ella en un par de ocasiones y le he contado cuanto debe saber. Me pidió que bendijera en su nombre a cuantos estáis aquí abajo, en especial a Franklin, a Calloway y al tío Barney, por su maña en los pucheros al prepararle esos desayunos de sémola de maíz… Y a todos en general por vuestra amistad. Me dijo que jamás le había visto más feliz que cuando vino aquí abajo, a ponerse detrás de un trineo a tropecientos bajo cero. -Volvió a lanzar una mirada nerviosa a sus notas-. Ah, sí, y también me encomendó darle especialmente las gracias a la doctora Charlotte Barnes por lo duro que luchó para salvar a su marido…

Todos se volvieron hacia Charlotte, que apoyaba el mentón encima de los brazos entrecruzados sobre el pecho. Ella asintió de forma apenas perceptible.

– … y a Michael Wilde.

Aquello pilló fuera de juego al destinatario.

– Al parecer, Erik hablaba mucho sobre ti y lo famoso que ibas a hacerle.

– Haré cuanto esté en mi mano -contestó Michael lo bastante alto para que todos pudieran oírle.

– Le explicó a María que les estabas haciendo fotos a él y a los perros, a los últimos perros que van a verse por aquí, no necesito recordárselo a nadie, para publicarlas en esa revista tuya, Eco-World.

La cabecera era Eco-Travel, pero Michael no estaba dispuesto a corregirle.

– Así será -contestó Michael, apropiándose de la prerrogativa del editor. De hecho, tenía en mente intentar convencer a Gillespie de que pusiera una fotografía de Danzing y sus perros en la portada. Era lo menos que podía hacer por él.

Michael sólo era capaz de mantener la cabeza gacha y sumirse en sus propios pensamientos mientras Murphy desgranaba algunos detalles más sobre la vida de Erik Danzing, pues, al parecer, había tenido un millón de trabajos diferentes, desde apicultor y empleado en una perrera hasta conductor de vehículos en una funeraria; «allí fue donde conoció a María», explicó el jefe O´Connor.

Michael tenía intención de conseguir la dirección postal de María antes de abandonar la base antártica. El collar de dientes seguía en su poder y deseaba enviárselo en cuanto estuviera de vuelta en el mundo civilizado. Tal vez incluso con alguna de las fotografías que le había hecho a su esposo, en todo el esplendor de su gloria, mientras guiaba el trineo en plena tormenta.

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