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Pero no iba a salirse con la suya.

Michael progresaba a buen ritmo en la parte superior, y en cuanto notó que había profundizado suficiente se giró para practicar una incisión vertical. Poco a poco, los dos submarinistas fueron cortando una puerta cuadrangular alrededor de la mujer y la otra figura oculta detrás de ella. ¿Era también un ser humano u otra cosa totalmente diferente? Michael vio cómo su compañero verificaba el tiempo disponible en el cronómetro y luego alzó una mano con los cinco dedos extendidos, abriéndola y cerrándola por dos veces, a fin de indicarle que disponían de diez minutos más. Después de eso, el motor del cabestrante debería hacer el resto.

Lawson extrajo del equipo sujeto al arnés una afilada clavija de escalada y la clavó con fuerza a la parte posterior del bloque de hielo que habían tallado entre los dos. Entonces, extrajo varias más. La idea consistía simplemente en crear un plano de fractura, de modo que un tirón súbito y enérgico soltase toda la pieza. Cuando hubo fijado todas las clavijas sacó la red y la aseguró lo mejor posible con material de alpinismo, del mismo tipo usado por Michael durante las ascensiones. Todo el sillar fue sujetado con abrazaderas a la cuerda de rescate; luego, Bill fio tres secos tirones de ésta y esperó, y después repitió la señal.

Los dos buceadores retrocedieron varios metros y permanecieron a la espera de que entrara en funcionamiento el motor. El primer indicio fue la cuerda en sí, dejó de estar floja y de pronto se tensó hasta quedar recta como una flecha. Michael pudo oír el zumbido en el agua y al cabo de un par de segundos vio cómo se removía todo el bloque. Se adelantó un par de centímetros y se detuvo. Escuchó chasquidos y crujidos procedentes del iceberg y se le antojó que era como retirar un bloque de piedra de una gran pirámide. De súbito, le asaltó la imagen de que toda la pared de hielo se venía abajo delante de él. Retrocedió varios metros e infló el traje a fin de estar algo más cerca de la superficie.

El cabestrante dio otro tirón y el bloque avanzó un poco, primero de un lado y luego por el otro. Se movía de un modo similar a los torpes andares de los pingüinos sobre la nieve. El bloque se detuvo una vez más, estaba a punto de salir, pero todavía permanecía encajonado dentro del témpano. Entonces se produjo un fortísimo chirrido y se venció hacia delante antes de separarse del iceberg y colgar libremente sobre el fondo insondable.

De inmediato, Bill nadó hacia él y se aferró al mismo como una lapa -llegó a sujetarse a la red que envolvía el sillar helado para mayor seguridad- mientras el cabestrante empezaba a izar el bloque de hielo hacia el agujero de inmersión. El asombrado reportero se rezagó enseguida mientras contemplaba una extraña imagen: un trozo de hielo con el peso y la forma de una enorme nevera flotaba bajo el mar, y Lawson, sujeto al mismo, viajaba sobre él.

Michael notó cómo volvía a colarse agua por el guante, dejándole la muñeca como si se hubiera puesto alrededor un brazalete de frío acero. Escuchó un aviso, el pitido de los tanques de aire, y enarboló la sierra a modo de defensa ante un posible ataque de las focas leopardo mientras seguía el rastro de burbujas que subían desde las profundidades hacia las aguas más azules de la parte superior.

Visto desde abajo, mientras salía del vacío para adentrarse en el mundo de los vivos con su extraña carga petrificada, el sillar de hielo parecía un adorno de cristal muy similar a los que se colgaban en el árbol de navidad.

CAPÍTULO DIECIOCHO

8 de agosto de 1854

SINCLAIR COPLEY ESTABA SENTADO a horcajadas sobre su caballo, Áyax, con el uniforme de gala y el negro casco puntiagudo rematado a la manera de los lanceros polacos: con una leve inclinación delantera para proporcionar cierta protección frente al resplandor del sol. Una docena de lanceros perfectamente alineados le flanqueaba a ambos lados. Todo el campo de adiestramiento era una impecable hilera de jinetes donde todo centelleaba, desde las relucientes charreteras doradas hasta los sables con borlas. El teniente Copley sabía, como todos sus camaradas, que el boato de su aspecto -una orden directa de su comandante en jefe- les granjeaba mofas y acusaciones de ser unos petimetres, pero al mismo tiempo confiaba en que si tenían la suficiente fortuna como para tomar parte en la batalla, demostrarían que eran mucho más que eso.

Los corceles piafaban sobre el terreno irregular y se sentían incómodos ante lo que se avecinaba. El regimiento había estado toda la mañana haciendo ejercicios con las lanzas, volviendo grupas en formación cerrada y con precisión, pero ahora, tras el toque de corneta, habían prescindido de las lanzas y los lanceros estaban a punto de enzarzarse en un falso combate mano a mano con espadas de madera sin filo y despuntadas. Sinclair se enjugó un hilillo de sudor de la frente con el dorso de la mano y luego secó ésta en la crin castaña de su montura, Áyax, que había estado con él desde que era un potrillo, primero en la finca que la familia tenía en el condado de Hawton y luego en los establos del regimiento, razón por la cual existía una compenetración especial entre jinete y caballo envidiada por casi todos, pues Sinclair ejercía un control perfecto sobre Áyax y era capaz de que la cabalgadura realizase cualquier movimiento y ejecutara sus órdenes con una sola palabra o un leve movimiento de riendas, mientras que ellos se las veían y se las deseaban para que sus monturas aceptaran órdenes básicas y aprendieran ciertas maniobras.

El corneta se adelantó hasta la valla y se llevó el reluciente instrumento a los labios para dar tres toques muy seguidos: la enardecedora orden de carga. Los corceles soltaron relinchos de pánico o de reconocimiento. A la derecha del teniente Copley montaba Winslow, cuya yegua se rebrincó y levantó la cabeza y los cuartos delanteros. Jinete y montura estuvieron a punto de caer en un amasijo.

Sinclair y sus compañeros desenfundaron la espada de un solo movimiento silencioso y alzaron el brazo derecho.

– ¡Arre! -le gritó a Áyax mientras hundía las tintineantes espuelas en los costados del corcel.

El animal salió disparado hacia delante como uno de los corceles de Ascot. El suelo retumbó cuando toda la línea de caballería acudió al encuentro de la hilera enemiga, en algún lugar donde estaban Le Maitre y Rutherford, aunque el caballo bayo que venía hacia él lo montaba el sargento Hatch, un magnífico jinete con todas las de la ley y un veterano de las campañas de la india. Hatch apenas si sujetaba las riendas, muestra de la confianza en su capacidad para controlar a la montura, mientras mantenía en alto el sable. «Va a pasar por mi izquierda», evaluó Sinclair. Eso significaba que el intercambio de golpes iba a tener lugar mientras giraban sobre las sillas de montar.

El teniente apretó las piernas a los costados de Áyax mientras los cascos de los caballos lanzados a galope tendido levantaban del suelo trozos de hierba y tierra apelmazada. En ese momento distinguía ya el rostro del sargento, bronceado tras muchos años de servicio en el Punjab. La sonrisa del fogueado suboficial dejaba entrever unos dientes blancos en contraste con el color negro de su poblado mostacho. Los comandantes del regimiento jamás habían visto un combate bajo fuego real, pero solían referirse a los mandos como Hatch con el término «indios». Eran los oficiales sin recursos para comprar buenos destinos y de hecho habían llegado a servir en la campaña de Gwalior, en el 43, o a luchar junto a la caballería ligera bengalí en la batalla de Punniar o en la de Ferozeshah, a finales del 45. Sin embargo, Sinclair admiraba ese pasado militar, más aún, lo envidiaba. ¡Haber tomado parte en el combate! ¡Haberse visto envuelto en una batalla y haber matado a un soldado enemigo! ¿Acaso podía haber algo mejor que eso?

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