Para empeorar las cosas, se le había desajustado un guante, no tanto como para ser peligroso pero lo bastante como para que todo resultase un poquito más incómodo. El par de guantes no formaba parte del equipo y, como tal, siempre se colaba un poco de agua, con independencia de la fuerza con que uno se los pusiera. El revestimiento de debajo absorbía buena parte de esa humedad, pero al final la filtración terminaba por llegar hasta el cuerpo. Entretanto, ese frío entumecimiento era un recordatorio de la hostilidad del entorno circundante.
Aumentó la velocidad y se volvió para asegurarse de que le acompañaba Lawson, el prototipo de jefe de boy scout siempre sonriente. Vio refulgir su máscara en el agua, la punta aguda de la sierra y la cuerda de rescate oscilante detrás de él, sujeta al arnés. El otro extremo estaba unido a un cabestrante de doscientos caballos de potencia situado detrás de la cabaña de inmersión. La cuerda tenía un alcance de dos mil metros y era capaz de soportar un peso de varios miles de libras. Solía usarse para subir barriles de petróleo y restos hundidos.
Michael se dio la vuelta y continuó el avance hacia el glaciar. Conforme la mole de hielo se alzaba ante él percibía una nota de vacilación, e incluso de miedo, lo cual no había sucedido la primera vez, pero claro, entonces no tenía ni idea de qué encerraba el hielo y ahora no sólo lo sabía, es que pretendía robárselo, y tal vez por eso le pareció que las paredes de hielo adquirían un aspecto más defensivo, similares a los muros de una fortaleza erigida por alguna antigua deidad de los mares y el frío. Se sentía como un soldado a punto de intentar abrir brecha en esa muralla.
Un murmullo sordo emanaba de la masa gélida, un crepitar y un rechinar delatores de su avance, pues el ciclópeo iceberg no dejaba de moverse aunque no lo había notado hasta ese momento. Siempre lo había hecho, pero de forma tan lenta que apenas podía apreciarse con los ojos y rara vez podía oírse. El buceador se acercó todavía más a la pared del iceberg, sabedor de que estaba a punto de empezar la parte ardua de la misión. El gélido paredón era enorme y hallar el cuerpo no era sólo cuestión de longitud, sino también de latitud. Podía hacerse una idea aproximada de dónde estaba el cuerpo, pero ¿a qué profundidad? Iba a tener que desplazarse arriba y abajo, y recorrer una superficie tan grande requería tiempo. Alargó el brazo para señalar un área del témpano, indicando a Lawson que debía buscar allí, y luego se alejó treinta metros a fin de orientarse. Volvió la vista atrás, hacia la cuerda de emergencia, que se extendía desde el agujero de seguridad, situado lejos, muy lejos; la cuerda en sí estaba jalonada de banderines llamativos a fin de facilitar una mayor visibilidad. Intentó recordar si el día anterior había llegado siguiendo ese ángulo, pero no se acordaba de nada. El descubrimiento le había dejado tan estupefacto que había retrocedido moviendo como un loco las aletas de los pies en medio de un estallido de burbujas.
De lo que sí se acordaba a la perfección era de la calidad de la luz, y ésa era su mejor pista, decidió tras pensárselo bien. Desde un punto de vista climático, el día había amanecido muy similar al de ayer y la luz inalterada podía llevarle en la dirección adecuada si era capaz de rememorar lo brillante o apagada que estaba cuando descubrió a la mujer. El agua y la luz no eran de ese azul prístino de antes, de modo que manipuló el inflador del traje para desinflarlo y así bajar algo más de diez metros sin apartarse mucho del muro mientras iba peinando la rugosa superficie con la luz de la linterna e incluso algún que otro toque con las manos. Buscaba algo, una fisura en la roca, una formación atípica, cualquier cosa que le refrescase la memoria, pero por el momento no veía nada.
Pero sí notaba una gelidez cada vez mayor, un frío superior incluso al del agua. El aliento del iceberg le empañó las gafas y debió limpiarse con el dorso de un guante. También le hizo preguntarse cómo era posible que alguien permaneciese allí durante décadas, tal vez siglos, y quedase suspendido, inmovilizado, asimilado para siempre, como uno de los especímenes de Darryl flotando en un frasco de formaldehido. Inerte pero sin mácula del tiempo. Muerto pero presente.
El hilo de esos pensamientos le condujo otra vez hasta Kristin, que yacía completamente inmóvil en una cama del hospital de Tacoma.
Rascó el muro con la punta de la sierra y saltaron de inmediato lonchas de hielo, como la piel de una patata al mondarla. Se le colaron por el guante otro par de gotas heladas.
El submarinista descendió a una hondura mayor, donde la luz era bastante más tenue y el azul del agua se parecía más al tono recordado. Recorrió una amplia franja a nado, bajando más y más, hasta que el hielo cobró otro aspecto y localizó un punto donde no reflectaba lo mismo el haz de luz de la linterna. Michael acudió allí enseguida.
El agua se volvía más fría y oscura a medida que se acercaba, y el corazón le latía cada vez más deprisa, aunque él movía brazos y aletas con lentitud a fin de mantener la posición y así poder estudiar la fachada del iceberg. Había algo enterrado ahí, de eso no cabía duda alguna.
No lo había confesado a nadie, pero había habido momentos en que incluso él se había preguntado si no lo habría imaginado todo.
Hizo ondular el haz de la linterna para atraer la atención de Lawson, todavía a bastante distancia por encima de él. Luego, se acercó más para echar un vistazo al hielo y volvió a ver el rostro de la joven con la mirada fija en él.
Era exactamente tal y como al recordaba, y al mismo tiempo presentaba ciertas diferencias. En sus recuerdos el semblante estaba dominado por el miedo, tenía desorbitadas las pupilas y parecía a punto de soltar un grito, pero su aspecto actual parecía diferente: la serenidad presidía sus ojos y sus labios, y eso era totalmente imposible, por lo cual no iba a intentar explicarle esa parte a Murphy O’Connor. Ahora no parecía una persona agonizante, sino más bien alguien sumido en un sueño levemente perturbador, alguien que estaba a punto de despertar.
Lawson descendió en dirección a Michael trayendo la cuerda de rescate. Se quedó de piedra al ver a la dama dentro del iceberg y no se movió mientras lo asimilaba. Al fin y al cabo, Michael sabía que Bill había albergado serias dudas en su fuero interno: por un lado, deseaba creer la historia de Wilde y por otro, el buceo de profundidad gastaba jugarretas a la mente, y él lo sabía perfectamente. Sin embargo, aquello no era un engaño, y ahora podía estar seguro por completo.
Debían trabajar rápido si querían sacarla de allí, pues varios centímetros de hielo cubrían a la joven y a su posible acompañante, agazapado tras ella.
Lawson colocó la sierra sobre el hielo unos dos metros por debajo e indicó mediante señas que él iba a aserrar de forma lateral allí; luego, tomó la punta de la sierra de Michael e imitó un movimiento de corte horizontal siete centímetros por encima de la cabeza de la mujer. El plan consistía en dejar el espacio justo para sacarla, y convenía hacerlo lo más preciso posible, pues un bloque de hielo con un cuerpo dentro iba a pesar una tonelada.
Michael colocó la linterna en la presilla del cinturón y empujó, dejando que el borde dentado de la sierra hundiera sus dientes en el iceberg. Atrajo la herramienta hacia él, como si fuera el arco de un violín, abriendo una fina muesca. Volvió a empujarla, y la hendidura se hizo mayor al tiempo que salían despedidas esquirlas traslúcidas de hielo. El trabajo iba a ser largo, pero el instrumental parecía adecuado. La parte difícil consistía en mantener en posición el cuerpo y sobre todo las aletas, que debían permanecer alejadas de Bill, situado inmediatamente debajo de él.
También era de la mayor importancia no apartar los ojos de la creciente melladura para evitar que los dientes de la sierra alcanzasen el rostro incrustado en el hielo. Michael notaba cómo se le aceleraba el pulso cuando la miraba, y le llenaba de zozobra verla sujeta con esa cadena de hierro. Intentó acompasar el ritmo de la respiración y no escuchar sus propios pensamientos, sino centrarse en el siseo del regulador y en los ocasionales gemidos y chasquidos del iceberg. Se le pasó por la cabeza la descabellada idea de que las dos sierras infligían dolor a la montaña helada. Era una manifestación de la tendencia humana a reducirlo todo a sus propios cánones, y Wilde lo sabía, pero no podía evitar pensar que el glaciar notaba las heridas de las sierras y pugnaba por retener a su presa.