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La botella rescatada del mar le estaba esperando delante de su asiento y le intrigaba muchísimo a pesar de tener pendientes tareas mucho más importantes. No iba a hacerse un nombre ni granjearse una reputación con aquello en la comunidad científica, pero ¿cuántas veces en la vida se tiene ocasión de estudiar un objeto histórico? Se sentía como los tipos que raspaban las costras en los platos del Titanic sólo para comprobar si figuraba el nombre del barco marcado. Y ese envase de vidrio tenía muchas posibilidades de ser bastante más antiguo que cualquier resto procedente de cualquier navío fletado por la naviera White Star Line.

Se acercó al tanque lleno de agua marina a temperatura del interior del laboratorio y la retiró con cuidado. Los restos de la etiqueta ilegible se quedaron flotando en el líquido. Cuando alzó el envase de vidrio a la luz y lo ladeó, escuchó el regurgitar del contenido. Quedaba mucho vino para brindar aquella noche por la victoria, pues para sus pruebas de rutina le bastaban unas pocas gotas, y hasta era posible que hubiera envejecido bien. Además, sería agradable saber qué clase de vino había sido, aunque eso no mereciera mucho más que una nota a pie de página en alguna revista científica.

El corcho de la botella había resistido gracias al refuerzo de la capa de hielo polar que se había formado enseguida sobre él. Cogió el sacacorchos de alas que había tomado prestado de la cocina, pero le retuvo el miedo a que al ir a sacar el tapón acabara metiéndolo más hondo en el cuello de la botella. Debía ir despacio a fin de asegurarse de que el vino estuviera lo menos contaminado posible. Primero, aseguró la botella en el torno de banco fijado a la mesa de su laboratorio. Solía usar esa abrazadera para abrir las conchas de los bivalvos más renuentes. Efectuó un rápido repaso del instrumental disponible y eligió un escalpelo esterilizado hacía muy poco en el esterilizador autoclave de vapor. La lanceta le sirvió para retirar de la boca de la botella los restos del sello rojo de cera. ¿Cuándo la habían sellado? ¿Y quién había podido sellarla? ¿Un campesino en la Francia de Luis XVI? ¿Un vinatero italiano del Risorgimento italiano? ¿Quizá un español contemporáneo de Goya?

Apartó los restos de cera y los apiló a un lado antes de insertar la punta del escalpelo entre el cuello de vidrio y el tapón con la intención de dejar éste lo más suelto posible antes de emplear el sacatapón. Tras trazar un círculo, abandonó el estilete y se detuvo para poner en el equipo de audio la marcha triunfal de Aída y entonces agitó el descorchador, lo aplicó al corcho y comenzó a hacerlo girar con cuidado para que no se desmigara. Tras un momento de resistencia la barrera entró verticalmente con tanta facilidad que el científico temió que, después de todo, fuera a desintegrarse de un momento a otro. Las alas comenzaron a alzarse conforme el tapón salía tras un sostenido movimiento de tirar hacia fuera. Resonó un ‹pop› al descorchar por completo la botella.

‹Misión cumplida›, pensó Darryl, y se inclinó hacia delante para inhalar los aromas del caldo… Y retrocedió de inmediato.

Si alguien había albergado lo más remota duda sobre la potabilidad del vino, la cuestión había quedado definitivamente resuelta. ¡Menudo hedor! Esperó unos segundos a fin de que se disipase y luego acercó la nariz de nuevo, impelido por la curiosidad, pues no era un simple mal olor, no era simplemente el olor de vino que se ha convertido en vinagre. Olía a algo más, a otra cosa que al biólogo le resultaba terriblemente familiar, fuera lo que fuese. Frunció el ceño y abrió un cajoncito del mueble para sacar y preparar una lámina portaobjetos con el fin de examinar el líquido por el microscopio.

– Muy bien, tíos -empezó Calloway con ese falso acento australiano suyo- quiero que escuchéis con atención mis instrucciones y hagáis exactamente lo que voy a deciros.

Michael estaba allí en compañía de Bill Lawson. Ambos vestían el sofocante traje de inmersión ártica. El periodista no iba a discutirle nada a Calloway. Sólo quería meterse en el agua lo más pronto posible.

– Hoy lleváis tanques dobles, pero aun así, eso os da un máximo de… digamos… noventa minutos, y lo más probable es que una miajita menos si vais a poneros a serrar en el hielo. A la menor dificultad con la sierra, os abrís y venís aquí rapidito. ¿Lo pilláis? -Michael y Lawson asintieron-. A ver, eso significa que tiráis p’arriba al menor rasguño en el traje, y si es en la piel o si os cortáis, subís aún más deprisa, no sea que la sangre atraiga a las focas leopardo que hemos visto durante el buceo de hoy, y ya sabéis el buen rollo que esos bichos agresivos van a tener con vosotros.

Michael lo sabía. Las focas de Weddell eran retozonas, pero inofensivas. No podía decirse lo mismo de sus primos, distinguibles por sus enormes cabezas reptilescas. Una Weddell se ponía a jugar con un buzo, pero una leopardo la emprendería a mordiscos con sus enormes dientes curvos.

– Si os veis en un apuro, defendeos con las sierras para hielo.

Ambos llevaban en el equipo dos sierras Nils Master. No era precisamente el instrumento de corte más preciso del mundo, pero bajo el agua nada aserraba más deprisa el hielo con ese diseño con forma de tuerca mariposa y unos afilados dientes angulados hacia dentro, como los de un tiburón.

– Michael, tú sabes adónde vas, ¿vale? Baja tú primero y marca el camino. Bill, toma la red y la cuerda de rescate, y síguele.

El interpelado cabeceó en señal de asentimiento, lo hacía sin cesar todo el tiempo mientras se acercaba centímetro a centímetro a la abertura. Se sentía atraído como un imán al agujero en el hielo por el cual el frío se colaba en la choza y se desplegaba como los pétalos de un capullo en flor. Se percató de que habían ampliado el diámetro del boquete.

– Entonces, eso es todo, tíos -concluyó Calloway al tiempo que le palmeó el hombro en señal de que había llegado la hora de irse-. Poneos la máscara y ea, a mojarse los pies.

El periodista se sentó al borde del boquete y se deslizó por el conducto de hielo hasta adentrarse en el océano. No debía ir en busca del arcón hundido. Un equipo de submarinistas ya había bajado antes y lo había recuperado, para luego transportarlo al campamento base sobre un trineo tirado por huskies y llevado por su cuidador, Danzing. Éste le había saludado con la mano al marcharse. La noticia del inusual descubrimiento de Michael había corrido como la pólvora y su caché había subido como la espuma, incluso aun cuando no encontrasen a la princesa de los hielos.

Pero iban a sacarla de ahí abajo.

Se orientó bajo la banquisa y aguardó la llegada de Bill Lawson antes de iniciar el descenso, y después se giró y se alejó de los agujeros de inmersión y de seguridad y nadó hacia la pared del glaciar. La atisbaba a lo lejos. Le daba mucha rabia no haberse traído la cámara en esta ocasión, pero O’Connor se lo había prohibido de forma tajante.

– No quiero que andes removiendo el lecho marino ahí abajo mientras tomas fotos -le había dicho-, y si tienes razón respecto a lo que viste vas a tener las manos muy ocupadas: ayudando a Bill a cortar todo ese cacho de hielo tan grande.

Con la linterna en una mano y la sierra en la otra, Michael avanzó bajo la superficie del mar como una foca: ondulando el cuerpo e impulsándose con las aletas todo cuanto éstas le permitían. Aun así, llegar al glaciar fue un trabajo duro y consumió más tiempo del esperado, pues resultaba difícil calcular las distancias dentro del mundo marino, en especial cuando la banquisa se convertía en un sudario que lo velaba todo, pese a la existencia de alguna grieta muy de vez en cuando y por donde los rayos del sol se filtraban hasta las profundidades, creando un haz dorado que iluminaba la oscuridad de la zona béntica. Por otra parte, el agua del océano era de un azul claro muy límpido, del color del cielo a primera hora de la mañana en el estío.

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