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– Ahora es diferente -replicó Murphy-. Están vivitos y coleando y, además, tienen cierto problemilla del que no hablas porque no te conviene.

– De eso estaba hablando antes de que me interrumpieran con tan poca educación -terció Darryl.

Michael se reclinó sobre el respaldo del asiento, feliz y contento de que alguien le diera el relevo, pero no tardó en comprender que el pelirrojo no se conformaba con un first down, él no perseguía las yardas del primer intento, él pretendía llegar a la zona de anotación.

Tras describir con orgullo los logros realizados en el laboratorio con el Cryotenia hirschii, dio a entender con bastante claridad que había encontrado una cura, o al menos algo muy similar hasta que se perfeccionara, para la enfermedad de Eleanor y Sinclair.

Si Michael le había entendido bien, Hirsch se declaraba capaz de extraer las glicoproteínas anticongelantes de los peces e inyectarlas en el sistema circulatorio humano. Una vez hecho esto, la sangre era capaz de llevar oxígeno y nutrientes sin necesidad de recibir continuas aportaciones adicionales de hemoglobina. Parecía irracional. Sonaba a locura. Tenía pinta de ser imposible. Pero era el primer hilo al que podía agarrarse, por muy frágil que fuera, y a él le valía.

– Me parece un disparate de tomo y lomo, pero no soy el científico en esta reunión. ¿Cómo sabes si funcionará?

– No lo sé -replicó Darryl-. El pez ha tolerado la sangre recombinada, pero Eleanor y Sinclair son otra cuestión.

«Y nos hemos quedado sin tiempo para hacer pruebas», caviló Michael.

– Pero me gustaría que todos recordarais -repitió el biólogo otra vez con tono solemne- que los dos van a verse en el mismo aprieto que mi pez. Pueden darse por muertos si alguna vez el hielo llegase a entrar en contacto con sus tejidos.

Los tres hombres debatieron y analizaron todos los elementos del plan durante la siguiente media hora a fin de que éste tuviera visos de éxito. El propio Murphy reconoció que no había consignado todo lo acaecido en la documentación de la base.

– No encontré la forma adecuada de explicar eso de que dos muertos habían vuelto a la vida.

El jefe O´Connor estaba muy preocupado por lo que el periodista hubiera podido contar a su editor. Pero Michael le aseguró que ya había deshecho el entuerto, y concluyó diciendo:

– Aunque eso implique que probablemente no vuelvan a darme otro encargo decente en la vida.

Una llamada desde la estación polar McMurdo, centro logístico para la mitad del continente, les obligó a poner fin a la reunión. Murphy los echó de su oficina con un ademán de la mano y ellos salieron mientras él empezaba a recitar las lecturas de presión barométrica registrada en Point Adélie en las últimas veinticuatro horas.

Hirsch y Wilde se demoraron en el recibidor de la entrada para tomarse un respiro y analizar cuanto acababan de hablar. Michael andaba al borde del ataque de nervios, y se sentía como si las venas fueran cables de alta tensión por los que circulara la electricidad.

– Bueno, ¿cuándo podrías hacer la prueba de esa transfusión?

– Sólo necesito otro par de horas en el laboratorio. Tendré el suero preparado para entonces.

– Pero estamos rodeados de hielo -le recordó Michael, temeroso.

– Con el cual ellos nunca deben entrar en contacto. Deberían salir de la enfermería y del almacén de carne ya metidos dentro de las bolsas. ¿Cuál es la alternativa? ¿Acaso planeas supervisar tú el procedimiento en Miami? -Michael sabía que eso nunca funcionaría. Hirsch continuó-: Si van a tener una mala reacción, más vale saberlo ahora, antes de cerrar las bolsas y subirlos al avión.

– ¿Con quién probamos primero? ¿Con Eleanor?

– Eso fijo. Por lo que sé del tal Sinclair, quizá necesite un poquito más de persuasión.

Darryl estaba a punto de darse la vuelta para marcharse cuando Michael le agarró por el codo.

– ¿Crees que funcionará? ¿Piensas que Eleanor se curará?

El biólogo vaciló y se lo pensó.

– Si todo sale bien -contestó, sopesando cada palabra-, tengo la esperanza de que Eleanor y Sinclair sean capaces de llevar una vida completamente normal. -Hirsch sostuvo la mirada de Michael igual que antes Murphy había aguantado la suya-. Siempre y cuando consideres normal la vida de una serpiente que sólo puede calentarse tendida al sol. Lo más probable es que con alguna inyección más de refuerzo Eleanor no vuelva a experimentar la necesidad que siente ahora, pero el contagio durará hasta el fin de sus días.

Esas palabras pesaron como losas en el corazón de Michael.

– Pero otro tanto le ocurrirá a Sinclair y ninguno representará un peligro para el otro ni para los demás -añadió el pelirrojo, como si eso mejorase las cosas.

Michael asintió en silencio, fingiendo que él también veía la simetría y la ecuanimidad de la situación, pero eso no hacía que las piedras fueran menos pesadas.

CAPÍTULO CINCUENTA Y DOS

26 de diciembre, 11:20 horas

– VIAJÁBAMOS SIEMPRE BAJO NOMBRES falsos y los cambiábamos con cierta regularidad -dijo Sinclair-. Se convirtió en una especie de juego, si se le puede llamar así, elegir cómo nos llamaríamos en San Remo o en Marsella o dondequiera que fuéramos a ir.

Lawson estaba petrificado y Sinclair eligió algunos avatares de los episodios más dramáticos de su viaje y los exageró; así, le habló de las incursiones a medianoche a través de gargantas montañosas, cómo habían logrado huir por los pelos cuando las autoridades locales empezaban a recelar y las grandes apuestas en los casinos como forma de sufragar sus viajes.

Al mismo tiempo, tuvo la picardía de no sacar a colación los aspectos más vergonzosos y los episodios más terribles, generalmente relacionados con la búsqueda de sangre fresca. No, no había necesidad alguna de entrar en esos detalles escabrosos, y además, el tiempo no dejaba de correr.

El turno de guardia cambiaría en un par de horas y volvería a entrar de servicio el desconfiado Franklin. Si Sinclair iba a efectuar ese movimiento y quería disponer de un buen margen de tiempo hasta que alguien descubriera su fuga, debía actuar ahora.

– Desde Marsella continuamos viajando hacia el oeste. Eleanor cayó enferma en Sevilla, y se me ocurrió que tal vez el aire del mar la reviviría, así que viajamos hasta un pueblecito de la bahía de Cádiz. Ahora no lo recuerdo con exactitud, pero lo identificaré si vuelvo a oír el nombre…

Lawson consultó el atlas y aventuró:

– ¿No sería Ayamonte?

– No, no es ése. Me suena que era más largo y estaba subiendo desde la costa hacia Lisboa.

– ¿Isla Cristina?

– Tampoco -contestó Sinclair, que ladeó la cabeza y simuló concentrarse en un intento de recordar-, pero creo que si lo viera allí…

El guardia se levantó del cajón de embalaje en cuanto tuvo el atlas abierto por la página correcta y se acercó hacia el prisionero. Éste se preparó para actuar.

Lawson depositó el atlas en el regazo de Sinclair, quien reaccionó deprisa y, antes de que tuviera tiempo de retirarse, preguntó con la mayor de las inocencias:

– ¿Dónde estamos exactamente en este mapa?

– Justo aquí -respondió Lawson, señalando la línea amarilla que había trazado en la página.

Y mientras él fijaba los ojos en el mapa, Sinclair alzó la botella de cerveza que había ocultado y la estrelló limpiamente en la coronilla del incauto.

Lawson cayó de rodillas, pero si el prisionero inglés esperaba haberlo dejado grogui con el botellazo, se llevó un gran chasco. Aquel maldito pañuelo anudado a la cabeza había amortiguado el golpe, así que le asestó otro. La botella se hizo añicos, dejando un rastro de sangre, pero Lawson seguía consciente e intentaba escabullirse a gatas.

Sinclair debió reaccionar deprisa, pues estaba encadenado a la tubería de la pared y eso apenas le permitía alejarse unos metros de su posición. Enlazó la cabeza del herido con los grilletes de las manos y tiró de él hacia atrás, arrastrándole hasta el catre. Por suerte, el golpe había dejado tan aturdido a Lawson que éste apenas pudo ofrecer resistencia. El inglés le enrolló bien los grilletes a la altura de la tráquea y tiró con fuerza. Lawson se llevó las manos al cuello en un intento de quitarse la asfixiante presa de la cadena, pero Copley tiró más y más hacia atrás, hasta que las manos de su víctima colgaron sin fuerzas a los costados y dejó de patalear con los pies, calzados con esas botas que tanta admiración suscitaban en Sinclair.

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