– He intentado trazar el itinerario de su viaje desde Balaclava hasta Lisboa -anunció, hablando como el típico niño empollón en un examen oral-. Creo haber conseguido localizar casi todos los puntos.
El tipo parecía un cartógrafo nato.
Copley esperó.
– Pero me he perdido un poco en torno a Génova. Cuando Eleanor y usted abandonaron la ciudad, ¿navegaron por el mar de Liguria rumbo a Marsella o siguieron la ruta por tierra?
Sinclair se sabía al dedillo el itinerario del viaje a pesar del tiempo transcurrido, pero fingió cierta confusión, como si le costara recordarlo.
De hecho, habían viajado en calesa y se habían detenido en un casino de San Remo, no muy lejos de Génova, donde había ganado una gran suma de dinero en unas partidas a la telesina, una variante local del póquer. Uno de los jugadores le había acusado de hacer trampas y él le había exigido una satisfacción por esa afrenta a su honor. El perdedor supuso que la satisfacción consistía en el duelo, pero en realidad hubo de esperar un poco más. Sinclair le atravesó limpiamente con su sable de caballería y se dio un festín. Luego, cuando hubo terminado con él, se lavó la sangre de la cara en un aromático limonar antes de regresar junto a Eleanor, que le esperaba donde se hospedaban.
– No estoy seguro de recordar el nombre de la villa -dijo Copley como si estuviera haciendo un gran esfuerzo-, pero estaba en Italia. Tal vez se llamara San Remo. ¿Puede encontrarlo ahí en ese mapa?
Vio a su interlocutor pegar la cabeza al papel e intentar trazar la ruta con el dedo. Lo estudió. Llevaba en la cabeza uno de esos estúpidos pañuelos propios de los marineros rasos. Era cuestión de tiempo que Sinclair lograra engatusarle para que se acercara y le mostrara el mapa en cuestión.
Luego, se libraría de las cadenas y reclamaría a la esposa arrebatada.
– Mañana -repitió Murphy, inclinándose sobre el respaldo de la silla de su despacho-. El avión de avituallamiento aterrizará mañana a las ocho. -Hundió los dedos en el pelo y se pasó la mano por la cabeza una vez más mientras sostenía en la otra el rotulador rojo con el cual había dibujado un círculo en torno al día siguiente en la pizarra blanca situada en la pared de detrás de su mesa-. Y tú vas a volver en ese avión -le espetó a Wilde.
– Pero ¿de qué me hablas? -protestó Michael-. Mi pase de la NSF no expira hasta final de mes.
– Se nos echa encima otro sistema de bajas presiones y para cuando haya pasado el frente las fisuras de los glaciares van a estar aún peor que ahora. El avión no podría aterrizar.
– Pues ya tomaré el próximo.
– ¿Dónde te crees que estás, chaval? -soltó Murphy-. No hay próximo avión hasta por lo menos el mes de febrero.
Michael no paraba de darle vueltas al asunto. ¿Cómo iba a ser posible que se marchara al día siguiente? Le había hecho una promesa a Eleanor y no estaba dispuesto a romperla. Se volvió hacia Darryl, pero éste se limitó a devolverle una mirada de comprensión.
– ¿Qué planes tienes para Eleanor y Sinclair? -preguntó Michael de sopetón-. Yo fui el primero en encontrarlos.
– Qué más quisiera yo que no los hubieras hallado. Maldita sea, qué ganas tengo de librarme de ellos.
– Soy la persona en quien más confían.
– ¿De verdad? ¿No llamaste pidiendo refuerzos la última vez que visitaste a Sinclair? ¿Qué sucedió con esa confianza? ¿Se rompió o qué?
El periodista aún se lamentaba de ese error de cálculo, y cuando Darryl se lanzó a explicar algún prometedor trabajo de hematología realizado en el laboratorio, Michael se devanaba los sesos. ¿Había llegado la hora de exponer su idea? ¿Acaso iba a tener otra oportunidad?
– Ambos deberían volver conmigo -soltó, interrumpiendo el discurso del biólogo.
Darryl se calló de inmediato y se volvió hacia él mientras el jefe O´Connor sacudía la cabeza con exasperación.
– ¿Y cómo sugieres que apañemos eso? -inquirió Murphy-. ¿Qué te piensas que tenemos aquí, la estación de Paducah a nuestra disposición? Un avión no aterriza y recoge tres pasajeros cuando en el listado de embarque figura sólo uno.
– Eso ya lo sé, pero ten un poco de paciencia conmigo. -Wilde estaba terminando de encajar las piezas del puzle mientras permanecía ahí sentado-. La esposa de Danzing está al corriente de la muerte de su esposo, pero desconoce la fecha de repatriación del cadáver, ¿no es cierto?
– Cierto, pero aún no he sacado tiempo para llamarla y contar que su esposo revivió, se convirtió en un zombi y acabó flotando por algún lugar debajo de la capa de hielo. Se hace cuesta arriba telefonearla, ¿no te parece?
– ¿Y qué hay de Ackerley? -presionó Michael-. ¿Sabe su madre la fecha prevista para el regreso del cuerpo a casa?
– No estoy seguro de que sepa algo -dijo Murphy, cada vez más intrigado-. Como os dije, la noticia la ha dejado atolondrada.
– Dejadme pensar -pidió Wilde, agachando la cabeza y concentrándose con todas sus fuerzas-, dejadme pensar. -Resultaba descabellado, pero ahora todas las piezas parecían encajar y tenía la corazonada de que incluso podía funcionar-. La esposa de Danzing…
– María Ramírez -le recordó el jefe O´Connor.
– Trabaja como forense del condado en Miami Beach.
– Sí, allí fue donde conoció a Danzing. En aquel entonces conducía un coche fúnebre. De hecho, él me dijo una vez…
– Dile a María que yo voy a acompañar los cuerpos de su esposo y de Ackerley a Miami Beach.
– Pero no es el caso -repuso Darryl, perplejo-. Danzing no volverá a levantarse, excepto quizá en mis pesadillas.
– Y la verdad -siguió Michael, sin hacerle caso al biólogo-, tampoco es que ella tenga mucho interés en tener allí el cadáver. ¿No fue la propia María quien dijo que nunca le había visto tan feliz como cuando bajaba hasta aquí, donde quería ser enterrado si se cumplían sus deseos?
– Ya, pero le informé de que la ley prohíbe los entierros en la Antártida -contestó Murphy.
– ¿Y qué hay de Ackerley? Vas a dejar sus restos aquí, ¿no es cierto? -insistió Michael-. ¿O planeas enviar a casa un cuerpo con un tiro en la cabeza? -Michael supo que tenía a O´Connor en su poder cuando le vio retorcerse en su silla-. Una bala de tu pistola, ¿no?
Darryl esbozó un gesto burlón al oír aquello y comentó:
– Anda, mira, por fin vamos a enterarnos de qué hiciste con los restos de Ackerley… Pidió ser incinerado, me consta, pero eso es una manifiesta contravención de los protocolos de la Antártida, ¿o no?
– Correcto, esto es lo que vamos a hacer -zanjó el jefe O´Connor, mirando a Hirsch fijamente a los ojos, sosteniéndole la mirada-. Oficialmente, Ackerley se cayó dentro de una grieta del glaciar mientras realizaba un trabajo de campo.
Michael suspiró de alivio al oír aquello.
– Eso es perfecto.
– No te sigo, chaval -admitió Murphy.
– ¿No lo ves? Podemos meter en ese avión dos bolsas de cadáveres, pero los nombres escritos en las etiquetas no tienen por qué coincidir con sus verdaderos ocupantes.
Michael veía que al jefe O´Connor se le habían bajado las persianas y andaba espeso de mente. Se llevaría el gato al agua si seguía presionando de forma convincente.
– Tal vez Eleanor y Sinclair no sean capaces de abandonar la estación como pasajeros de ese avión, pero podrían hacerlo perfectamente como carga. Te bastaría con usar unos papeles parecidos a los que has usado para meterme en ese vuelo. Volvemos a Santiago, y de allí, a Florida.
En la habitación reinó un silencio sepulcral, roto tan sólo por el tictac del reloj hasta que Darryl intervino:
– Hay nueve horas de vuelo desde Santiago a Miami. Morirán en el viaje.
– ¿Y eso por qué? -dijo Michael-. Han padecido cosas peores. Prueba a tirarte un siglo en suspensión animada. Comparado con eso, va a parecerles una bicoca.