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Les guiñó un ojo antes de dar media vuelta y cerrar la puerta al salir.

Eleanor y Sinclair se quedaron a solas y durante unos momentos reaccionaron con torpeza. Él quería estrecharla entre sus brazos y luego desvestirla lo antes posible, pero no iba a hacerlo. A pesar de la notable diferencia de clase social existente entre ambos, Sinclair la trataba como a una de las jóvenes de noble cuna que conocía en los bailes de su casa solariega o en las cenas formales de la ciudad. Siempre le quedaba el Salón de Afrodita para satisfacer sus apetitos más básicos.

Eleanor se mantuvo donde estaba en vez de acudir a él, estudiando el rostro del teniente.

– Me temo que todavía no te he dado las gracias por el vestido -dijo al final-. Es precioso.

– Lo es cuando lo llevas puesto -convino Sinclair.

– ¿Quieres salir a dar un paseo o prefieres sentarte? -preguntó la enfermera, indicando con un ademán las dos sillas de madera y duro respaldo que completaban el espacio asignado a la sala de estar.

– Me temo que no tenemos tiempo para ninguna de las dos cosas -repuso él, removiéndose inquieto-. Siendo sincero, me he saltado las órdenes para estar aquí.

La curiosidad se convirtió en preocupación cuando Eleanor oyó semejante confesión. Ella había notado que se moría de ganas de contarle algo, mas no lograba imaginar el qué. También había observado que acudía vestido de uniforme, con las botas cubiertas de polvo y la piel sonrojada por el ejercicio.

¿Habría quebrantado la normativa militar de algún modo? La señorita Ames había deducido por lo visto en el transcurso de las pocas semanas anteriores que el joven teniente no reparaba mucho en los modales, pues ¿acaso no le había llevado a ella, una mujer, al sanctasanctórum masculino del Longchamps Club? Pero no le imaginaba cometiendo ninguna infracción de gravedad. Sus temores sólo se veían aplacados por la ancha sonrisa que curvaba los labios del joven.

– ¿Por qué…? ¿Qué órdenes has desobedecido? -inquirió ella, viendo claro que Sinclair no iba a poder callarse por mucho más tiempo.

Y él barboteó las noticias, las fabulosas noticias, de que habían llamado a su regimiento para entrar en acción.

Eleanor se descubrió sonriendo y sintiendo también su mismo entusiasmo, como si fuera contagioso. Las manifestaciones habían abarrotado las calles de la ciudad: unos protestaban contra la entrada del país en la guerra mientras que otros la exigían con entusiasmo. Se habían publicado en los últimos días varios reportajes sobre las atrocidades sufridas por los indefensos turcos y los periódicos estaban llenos de artículos de opinión y editoriales sobre los peligros de que la flota rusa surcase las aguas del Mediterráneo y una posible disputa sobre la prolongada supremacía británica de los mares. Grupos de reclutamiento peinaban los barrios pobres y las callejas de mala muerte en busca de cualquier hombre apto para engrosar las filas de la infantería de Su Majestad, y a veces hasta los no aptos para el servicio. Habían alistado incluso al muchacho encargado de la carbonera y el horno del hospital.

– ¿Cuándo te marchas? -preguntó Eleanor.

El impacto de la respuesta la dejó abrumada. Si se marchaba dentro de dos días y ya estaba contraviniendo la orden de permanecer en el cuartel o en el campamento, eso significaba que aquél iba a ser su último encuentro, sus últimos minutos juntos antes de que él se hiciera a la mar rumbo a Crimea. En ese momento cayó en la cuenta de que tal vez nunca más volviera a verle, a pesar de cuanto ella había sentido que ocurría entre ellos en las semanas anteriores y de que tal vez se había formado un vínculo entre ellos. Y no le aterraban sólo la pavorosa perspectiva de la guerra y la posibilidad inevitable de que resultara muerto, era una certeza que le había acechado desde la noche que le dio unos puntos en el brazo herido: la conciencia de que vivían en mundos muy diferentes y de que sus caminos jamás se habrían cruzado de no ser por aquel encuentro tan fortuito. Después de su periodo de servicio en el extranjero, quizá ni siquiera volviera a Londres, tal vez regresara directamente a las fincas de la familia en el suroeste, en el condado de Wiltshire. (Él se había mostrado bastante discreto sobre sus orígenes, pero ella había reunido los comentarios sueltos de Le Maitre y el capitán Rutherford y había deducido lo suficiente para asumir que eran imponentes). E incluso aunque volviera a la capital, ¿volvería a elegir a una enfermera sin un penique en vez de a una de las grandes damas de su círculo social? ¿Tendría suficiente peso esta pequeña aventura, pues a veces, por la noche, cuando el continuo removerse en la cama de Moira la desvelaba, sólo le otorgaba esa consideración, para imponerse a todas las cuestiones del sentido práctico y el decoro?

– Te escribiré en cuanto me sea posible -aseguró Sinclair como si le leyera la mente.

Y de pronto, Eleanor tuvo una visión de sí misma sentándose en la silla junto a la ventana tiznada de hollín y sosteniendo una carta arrugada y gastada tras una larga singladura desde Oriente.

– Y yo a ti -replicó ella-. Todos los días.

Sinclair se adelantó medio paso, como Eleanor, y de pronto estuvieron el uno en los brazos del otro. La gruesa cinta del galón dorado del frontal del uniforme se hundió en el rostro de la muchacha. Él olía a tierra, a sudor y a caballo, a su adorado Áyax. En una ocasión la había llevado a los establos del regimiento y le había dejado darle de comer un terrón de azúcar. Ella se aferró a él durante varios minutos, pero ninguno de los dos pronunció palabra alguna. No lo necesitaban. Y cuando sus labios se encontraron, el beso tenía un agridulce sabor a despedida.

– Debo irme -dijo, mientras se zafaba del abrazo con suavidad.

Ella le abrió la puerta y le observó bajar las escaleras sin volver la vista atrás, levantando un gran eco de pisadas a su paso. Si la ocasión lo hubiera permitido, si él hubiera tenido algo más de tiempo, se lamentó la joven, a ella le habría gustado que él pudiera haberla visto fuera, a la luz del atardecer, luciendo el nuevo vestido amarillo.

CAPÍTULO DIECINUEVE

9 de diciembre, 17:00 horas

COMO ERA DE ESPERAR, las nuevas del asombroso descubrimiento submarino se propagaron por la base igual que un reguero de pólvora. Murphy impuso una orden ejecutiva en cuanto recibió la noticia por el walkie-talkie. Michael le oyó bramar instrucciones a Calloway de que no admitiera a nadie cerca del bloque de hielo ni de la cabaña de inmersión. También dio orden de que cuantos estuvieran al tanto de la noticia mantuvieran el pico cerrado hasta nuevo aviso.

– Esperad a que hayan llegado a la base Danzing y los chuchos -dijo antes de cortar la transmisión.

Éste y el equipo de huskies se habían colocado a cincuenta metros mientras aseguraban el témpano encima del trineo. Los perros yacían tumbados sobre la nieve y el hielo, observando los quehaceres con sumo recelo.

– Cristo bendito… -masculló el conductor mientras se acercaba dando grandes zancadas al trineo. Admiró abiertamente a la mujer atrapada en el hielo mientras rodeaba el pesado monolito helado con paso lento.

Michael adivinó qué estaba haciendo: sopesaba a toda prisa el mejor modo de acarrear semejante peso.

– Ahí tenéis la cosa más rara que me he echado a la cara en la vida, tíos -aseguró Calloway-, y mira que he visto rarezas de todos los colores.

– No me jodas, Sherlock -replicó Franklin, que le había ayudado en la inmersión.

Michael apenas lograba creerse que lo habían conseguido. Se había despojado del equipo de buzo a toda prisa para envolverse debajo de más prendas de ropa seca que antes y ahora bebía sorbos de un termo de té caliente, pero aun así le seguían dando tiritonas y él sabía que estaba sufriendo la predecible hipotermia.

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