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Lawson preguntó a Danzing si debían llamar a un spryte o si pensaba que los perros eran capaces de acarrear algo tan pesado al campamento.

El interpelado plantó una manaza sobre el hielo y se frotó el mentón con la otra, rozando su amuleto de la buena suerte: un collar de dientes de morsa colgado alrededor del cuello.

– Una vez que echemos a andar, lo conseguiremos -aseguró, pero claro, él creía a sus perros capaces casi de cualquier cosa, y siempre andaba buscando formas de demostrar que la tecnología moderna valía poco frente a los métodos fiables y anticuados que tan buen rendimiento habían dado a Roald Amundsen y Robert Falcon Scott.

Michael estuvo frotándose la muñeca afectada por las filtraciones de agua helada mientras Danzing se encargaba de desenganchar a los perros de un trineo y de alinearlos al otro. Le dolía como una distensión de las graves. Franklin y Calloway seguían contemplando boquiabiertos a la mujer atrapada en el hielo y cuando uno de ellos se rió e hizo un chiste grosero sobre despertar a la Bella Durmiente con un beso de tornillo que no iba a olvidar, Michael tomó una lona del trineo de los perros y cubrió con ella el témpano. Franklin le miró de un modo un tanto raro por interrumpir la diversión y Danzing le dirigió una mirada de complicidad mientras el periodista aseguraba la lona impermeabilizada con unos clavos.

– ¿Ha mencionado el jefe dónde quiere ponerla? -preguntó el conductor de trineos.

Su conducta recordaba algo a un director de funeral mientras preguntaba a un familiar del difunto sobre el recién fallecido.

– No ha dicho ni media palabra.

A Wilde le extrañó ser preguntado a ese respecto, pues no era un probeta, ni tan siquiera un recluta. Ocupaba una posición intermedia, una incómoda tierra de nadie, pero aun así, ya empezaba a ser reconocido como legítimo defensor de la mujer rescatada de las profundidades.

– Bueno, no deberíamos meterla bajo techo directamente -observó Danzing, pensando en voz alta-. Tal vez sufra algún deterioro si el deshielo es demasiado rápido. -Sí, Michael pudo ver la sensatez de la sugerencia. El hombretón prosiguió-: Quizá podríamos dejarla en el almacén de muestras, detrás del laboratorio de glaciología. Betty y Tina podrían usar alguna de sus herramientas para quitar el hielo sobrante.

– Seguro, parece una buena idea -contestó Michael, encantado de tener a alguien capaz de pensar con más claridad que él en esos momentos.

De pronto, se desató un gran alboroto entre los perros y Danzing se puso a pegar berridos y se marchó para sofocarlo. La manada de huskies tenía un carácter bravucón, Michael lo sabía tras haberlos visto en acción más de una vez, pero solían obedecer una orden enseguida, salvo en esta ocasión, pues varios de ellos pugnaban por soltarse de las traíllas para alejarse del sillar de hielo. Incluso el líder de la manada, Kodiak, un perrazo de ojos azules como el mármol, ladraba y gruñía. Danzing empleó un tono de voz firme y tranquilo al tiempo que hacía gestos con las manos para acallar a los canes, pero aquel conato de rebelión le sorprendía incluso a él.

– ¡Kodiak, abajo! -gritó al fin mientras sacudía la traílla del animal. El perro guía siguió a cuatro patas, ladrando de forma enloquecida-. ¡Túmbate, Kodiak, vamos, abajo!

El cuidador se vio obligado a poner la mano sobre el cuello del agitado animal y hacer fuerza para obligarle a tumbarse sobre la nieve, y una vez allí debió retenerle hasta imponerle su autoridad. El resto de la manada siguió aullando, pero al final imitó el ejemplo del líder y se calló. Danzing desenredó los arneses y las correas y luego se subió en la parte posterior del deslizador.

– ¡Tirad! -bramó.

Los perros avanzaron para arrastrar el trineo, pero ni éste pesaba lo de siempre ni ellos pusieron la entrega habitual. Dos o tres canes volvieron la vista atrás, como si temieran que algo se alzara y los alcanzara por la retaguardia. El cuidador tuvo que hacer chasquear las riendas y gritar las órdenes una y otra vez.

Michael se preguntó si simplemente la carga no sería excesiva para las fuerzas de los huskies.

– ¡Tirad, tirad! -gritó Danzing.

Los canes saltaron hacia delante una vez más, y en esta ocasión consiguieron un leve avance de los patines. El deslizador ganó impulso cuando la docena de huskies empezaron a correr al unísono, y a partir de ese momento avanzó sin complicaciones. El témpano y su invitada cautiva en el hielo iniciaron el camino de regreso a la base. Michael sacó la motonieve de Franklin mientras Calloway cerraba la cabaña de inmersión y los dos recorrieron el camino de vuelta a la base detrás del trineo. Los perros no dejaron de ladrar.

Daba igual cuánto tiempo permaneciera allí, con la cabeza gacha y el agua caliente corriéndole sobre el pelo para luego bajar por todo el cuerpo. Una fibra muy honda de su ser todavía retenía frío suficiente para provocar otro par de tiritonas. Cerró el grifo del agua caliente sólo cuando el vapor concentrado en la ducha había alcanzado proporciones épicas y apenas era capaz de ver su mano al ponerla delante de los ojos. Se frotó enérgicamente con las toallas nuevas, de las que siempre había en abundancia, pero tuvo especial cuidado con su hombro, el que se dislocó en las Cascadas. Todavía le molestaba de vez en cuando y bucear en gélidas aguas polares no ayudaba en nada. Se sirvió de la toalla para limpiar el vaho de una franja del espejo empañado donde poder verse a la hora de peinar y desenredar su larga melena negra. Había procurado encargarse de todo antes de salir de Tacoma, pero no se le había ocurrido cortarse el pelo, por lo que llevaba más greñas de lo habitual. Alguien del personal de la estación estaría cualificado para hacer las veces de peluquero, o eso suponía él, pero no daba la impresión de que los habitantes de Point Adélie prestaran atención alguna a la imagen personal. Betty y Tina andaban por ahí con sus pisadas sargentonas, ropas hombrunas y las melenas rubias anudadas en coletas hechas a toda prisa y de cualquier manera, y en cuanto a los hombres, la mayoría parecían recién salidos de las cavernas. La práctica totalidad de ellos llevaba barba, mostacho y unas patillas espesas como no se habían visto desde la guerra de Secesión. Las coletas gozaban de una gran popularidad, en especial por parte de los probetas que se estaban quedando calvos, como Ackerley. Rara vez se le veía fuera de su laboratorio y por ese motivo el botánico se había ganado el apodo de «Gnomo».

En cuanto a Danzing, además de su collar de dientes de morsa, lucía un brazalete de huesos y un par de pantalones de piel de reno cosidos por él mismo. Michael recordaba la ingeniosa frase que le había oído decir a la única mujer que encontró en un bar mientras cubría un reportaje en Alaska.

– Las apuestas son excelentes -admitió, examinando a los parroquianos- y los apuestos, insuficientes.

Antes de acudir al comedor, y a pesar de lo bien que le iba a sentar una comida caliente, se introdujo en el locutorio por satélite y marcó el número particular de su editor. No tardó en descolgar. Se escuchó al fondo la transmisión de un partido de baloncesto, pero la emisión se cortó de raíz cuando Gillespie supo que era Michael y no un vendedor.

– ¿Estás bien? ¿Todo va bien? -inquirió.

El reportero se tomó un segundo para saborear lo que estaba a punto de decirle.

– Mejor que bien. ¿Estás sentado?

– No, y tampoco tenía intención de sentarme… ¿Por…?

Entonces, Michael se lo contó con tono pausado y toda la calma posible. No deseaba que su editor pensara que se le habían aflojado los tornillos en el Polo Sur. Le puso al corriente de que habían encontrado un cuerpo congelado dentro de un glaciar, tal vez fueran dos, y más aún, los había recobrado.

Gillespie no despegó los labios en ningún momento, ni tan siquiera cuando Michael terminó de referirle la totalidad de los hechos, por lo cual se vio obligado a preguntar:

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