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Entonces sirvieron una bandeja de quesos y luego otra de dulces, junto con la que debía ser la tercera o la cuarta botella de champán. Eleanor apenas recodaba haber oído descorcharlas en el transcurso de la cena, pero cuando Sinclair se ofreció a llenarle el vaso de nuevo, ella lo cubrió con la mano.

– No gracias. Creo que ya se me ha subido un poco a la cabeza.

– ¿No le gustaría tomar un poco el aire?

– Sí, probablemente, eso sería de lo más aconsejable.

Pero cuando se disculparon y salieron al pórtico de la entrada, descubrieron que al fin había empezado a gotear. El pavimento húmedo refulgía a la luz de las lámparas de gas. Mientras la joven contemplaba la lluvia, dos caballeros de sombreros altos y capas negras descendieron de un hermoso carruaje para luego subir la lujosa escalinata de un club situado en la otra acera de la calle.

– Estas casa son preciosas -observó ella mientras echaba hacia atrás la cabeza para ver la fachada de Longchamps. Había grandes columnas redondeadas hechas con piedra caliza de color crema y un bajorrelieve exquisitamente tallado de una deidad griega, o tal vez un emperador, encima de la imponente puerta de doble hoja.

– Tienes razón, supongo -convino Sinclair con fingida indiferencia-; estoy tan acostumbrado que ya apenas lo noto.

– Pero los demás sí.

Él encendió un cigarrillo y observó el aguacero, mientras en la calle sonaba el chacoloteo de un fatigado caballo gris que tiraba de un carromato lleno de barriles de cerveza cuyas ruedas traqueteaban sobre los empapados adoquines.

– ¿Le gustaría ver algo más? -inquirió en un arranque de inspiración.

Eleanor vaciló, no muy segura de la naturaleza de esa propuesta.

– No he traído paraguas, pero si…

– No; me refiero a otras dependencias del club.

Eso no estaba permitido, y ella lo sabía.

– En el hall principal hay un tapiz tejido al modo de lo Gobelinos realmente maravilloso, y el salón de billar es el mejor de Pall Mall. -El teniente esbozó una sonrisa maliciosa y se acercó hacia ella al verla vacilar-. Entiendo tus reticencias. Sí, el acceso a las damas está más que prohibido, pero por eso es tan divertido.

¿Seguía en el mundo real? Ella tenía la sensación de haber cruzado al otro lado del espejo, como Alicia, y haber pasado allí todo el día, moviéndose en un reino cuyas normas no terminaba de comprender, y esa propuesta era otra muestra más.

– Vamos -dijo él, tomándola de la mano con un gesto infantil de invitarla a jugar a otra cosa-. Conozco un camino.

Habían entrado de nuevo en el club y habían vuelto al pasillo del salón de invitados antes de que ella se diera cuenta. Subieron a hurtadillas por unas escaleras traseras. Eleanor sospechó que estaban reservadas para uso exclusivo de la servidumbre. Una vez arriba, el teniente Copley entreabrió una puerta con todo el sigilo del mundo y se llevó el dedo a los labios en petición de silencio cuando pasaron cerca de allí dos hombres con lazos blancos en el cuello y una copita de brandy en la mano.

– ¿Ni siquiera si te lo ordena el almirantazgo…? -preguntó uno.

– Sobre todo si es cosa del almirantazgo.

Ambos se echaron a reír.

Sinclair abrió un poco más la puerta en cuanto se hubieron marchado los dos caballeros y acompañó a Eleanor mientras se colaban dentro. Ella se quedó mirando un extremo de la estrecha entreplanta, dominada por un vasto hall de entrada en donde se alternaban planchas de mármol blancas y negras. Una escalera doble conducía al piso superior, un tramo por cada lado, y en lo alto de la misma colgaba un gran tapiz antiguo donde se representaba la caza de un venado. Los años habían apagado la vivacidad de la escena, pero en su tiempo debieron de ser púrpuras y dorados muy brillantes. Una orla de oro bordeaba el contorno de la representación.

– Es belga -susurró Sinclair-, y muy antiguo.

El oficial la guió hacia delante sin soltarle la mano. Eleanor seguía sin saber cómo reaccionar ante esa conducta, pues nadie le había cogido de la mano tanto tiempo ni de forma tan posesiva.

Él le permitió ver el salón de cartas, donde varios hombres estaban tan concentrados en el juego que ninguno alzó la mirada hacia la puerta; una suntuosa librería de tres metros y medio con baldas de madera satinada repletos de libros forrados en piel; una sala de trofeos con varias bandejas de plata, algunas copas y una auténtica colección de cabezas disecadas de animales salvajes cuyos ojos vidriosos mantenían la vista fija en la eternidad. En tres o cuatro ocasiones se vieron obligados a esconderse en alcobas y cerrar la puerta detrás para no ser vistos por algún socio del club o algún criado al pasar.

– Ese bufón barrigudo se llama Fitzroy -dijo él con un hilo de voz-. Una vez le di una paliza, pero me temo que voy a tener que darle otra.

El aludido sofocó el sonido de un eructo con el dorso de la mano y siguió adelante. Sinclair la sacó de su escondrijo otra vez.

– Sólo una estancia más… Por aquí.

Llegaron al tercer piso, donde ella escuchó un intermitente golpeteo seco que no logró identificar mientras su guía la llevaba por una estrecha escalera alfombrada en dirección a una entrada cubierta por un cortinaje de terciopelo. Copley se llevó un dedo a los labios y al fin le soltó la mano para separar unos centímetros los dos pliegues de la cortina.

Salieron a un pequeño balcón con una barandilla negra de hierro forjado muy elegante, debajo de la cual había una docena de mesas de billar que se extendían entre el revestimiento de madera de las paredes como una gran pradera. Uno de los jugadores acarició con el taco una bola blanca antes de hacerla rodar suavemente sobre el tapete hasta chocar con una roja y quedarse quieta muy pegada a la banda.

– Bien jugado -alabó su oponente.

– Ay, si la vida fuera una mesa de billar… -replicó el primero, haciendo una pausa para frotar un poco la punta del taco.

– Pero es que sí lo es, ¿o no se lo ha dicho nadie?

– Ese día debía estar de permiso.

– Como la mayoría -replicó el primero con una carcajada.

«¿Es así como hablan los hombres? ¿Así se comportan cuando están en privado?», se preguntó Eleanor. Estaba fascinada y avergonzada a partes iguales, pues se suponía que no debía estar allí, ni tampoco debía escuchar nada de eso. No se atrevía a hablar por miedo a atraer la atención de los jugadores, pero miró a Sinclair, quien a su vez también la observó. Y allí, en el reducido cofín del balcón y oculta detrás de la cortina entreabierta, notó toda la intensidad de su mirada. Ella bajó los ojos mientras se preguntaba por qué se había dado el gusto de tomar una segunda copa de champán. Aún notaba la cabeza más ligera de la cuenta. Sinclair puso en dedo en el mentón y lo alzó, y ella se lo permitió. Él se inclinó hacia ella, cuya atención se centraba en el bigotito, y entonces, aunque estaba segura de no haberle dado ninguna señal de aliento, los labios del oficial rozaron los suyos, y ella no se resistió, sino que cerró los ojos, aun sin saber el motivo, y durante unos segundos el tiempo pareció detenerse; de hecho, todo pareció suspenderse, y ella sólo se echó hacia atrás cuando uno de los jugadores profirió un gritó de júbilo.

– ¡Así se juega, Reynolds!

Eleanor sentía un hormigueo en los labios y el rostro se le encendió cuando miró de nuevo al joven teniente.

CAPÍTULO DIECISÉIS

8 de diciembre, 10:00 horas

– NO ES POSIBLE, NO es posible -repetía Murphy mientras cruzaba el pasillo dando grandes zancadas y entraba en su atestada oficina del módulo de la administración.

Michael le pisaba los talones, seguido de cerca por Darryl, que le apoyaba.

– No sólo es posible, es que lo vi con mis propios ojos. ¡Estaba delante de mis narices! -insistió el periodista una vez más.

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