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O’Connor se dio la vuelta y con un tono comprensivo que intentaba transmitir preocupación le preguntó:

– Es tu primer chapuzón en aguas polares, ¿a que sí?

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– A lo mejor la experiencia te ha superado. Le ha pasado a mucha gente, no sólo a ti. La temperatura del agua, la capa de hielo en la superficie, un montón de bichos desconocidos… y como tú mismo dijiste, ese encuentro tan cercano con una foca de Weddell.

– ¿Me estás diciendo a la cara que he confundido una foca con una mujer enterrada en el hielo?

El jefe O’Connor no contestó de inmediato para permitir que las aguas volvieran a su cauce.

– No. -Efectuó otra pausa-. Pero quizá se te fue el santo al cielo con la hora o bajaron los niveles de oxígeno. Has oído hablar del arrebato de las profundidades, estoy seguro, esa narcosis aparece cuando se bucea a muchos metros… Quizá te haya dado un principio de anestesia de esa… Hubo un tipo que juraba haber visto un submarino y al final resultó ser una válvula de alivio de presión muy grandota. Y en cuanto a ti -prosiguió, volviéndose hacia Hirsch-, deberías haber estado más al loro de él. Erais compañeros de inmersión, y eso implica mantener cierta proximidad y echaros un vistazo el uno al otro.

– Tú ganas -aceptó el biólogo con aspecto avergonzado-, pero el dato cierto sigue ahí: ha subido una botella de vino. Está derritiéndose en mi laboratorio. ¿No irás a negar la existencia de la botella?

– Existe una gran diferencia entre sacar del hielo una botella y ver metida dentro de un glaciar a una mujer, y encima cargada de cadenas.

– Y quizá no esté sola.

Michael odiaba tener que añadirlo, pero no tenía otro remedio.

– ¿Qué…? -estalló Murphy.

– Tal vez haya otra persona ahí helada junto a ella.

Darryl no había oído esa parte, y le vio vacilar.

– Y ahí acaba la cosa, ¿o va a estar saliendo gente de allí como si fuera un autobús? A lo mejor también hay un bus congelado dentro del glaciar…

Hubo una tregua temporal mientras Murphy sacaba un antiácido y se lo llevaba a la boca.

– ¿Tomaste fotos de la foca?

– Sí -contestó Michael, sabiendo adónde quería ir a parar.

– Entonces, ¿por qué no fotografiaste a la princesa de los hielos?

– Tenía demasiado miedo.

Las palabras le quemaron como brasas en los labios. Se hacía de cruces por que no hubiera hecho la foto clave de su carrera; aquello le mortificaba incluso mientras salía a la superficie en la cabaña de inmersión. La sorpresa y la acuciante necesidad de emerger habían sido muy fuertes, y ahora se sentía decepcionado de forma inconsolable consigo mismo por muy loables que fueran los motivos, tanto que no se le pasaría hasta que regresara ahí abajo.

– ¿Por qué no lo solucionamos del modo más fácil? Déjame regresar a la escena del crimen -sugirió Michael.

– No es tan sencillo.

– ¿Por qué no? -inquirió mientras Darryl se metía en la conversación añadiendo:

– Yo también iré.

Murphy miró a uno y luego al otro.

– Vosotros os creéis que estamos en medio de la nada sin ningún jefe que nos supervise, pero estáis muy equivocaditos. Debo redactar un informe y enviarlo a la NSF o a la Marina o a la guardia costera o a la NASA. ¿Veis eso? -prosiguió, señalando a una impresionante montaña de papeles e informes apilados sobre desbordadas bandejas de rejilla-. Va a llevarme una semana rellenar y archivar toda esa mierda, y debemos justificar cada dólar gastado. ¿Sabes cuánto ha costado taladrar dos agujeros en el hielo, montar la cabaña de inmersión y preparar todo el equipo?

– Estoy seguro de que un riñón -replicó Michael-, precisamente por eso hemos de hacerlo enseguida, ahora que todo está en su sitio. Puedo bajar mañana mismo e incluso podemos encontrar el modo de sacar el cuerpo del hielo con algo de ayuda de Calloway y el equipo adecuado. Jesús, éste podría ser un hallazgo sensacional.

– ¿No querrás decir más bien que es un reportaje sensacional para esa revista tuya? -replicó Murphy.

Michael fue lo bastante listo como para no decir nada, y Darryl hizo otro tanto.

La botella de vino descansaba dentro de un pequeño tanque de agua marina tibia sobre la encimera del laboratorio de biología marina. La etiqueta salió a la luz cuando desapareció la capa de hielo, pero la tinta se había difuminado tanto que la marca no pasaba de ser un borrón. Hirsch echaba un vistazo de vez en cuando con la esperanza de ver algún espécimen vivo mientras Michael paseaba de un lado para otro, devanándose los sesos para averiguar qué otro argumento podría utilizar para convencer a Murphy.

– Dale un respiro -le aconsejó Darryl-. Es un burócrata, pero no tiene un pelo de tonto. Acabará convenciéndose, si no lo ha hecho ya.

– ¿Y si no es así?

– Que sí, que lo hará, confía en mí. -Hirsch volvió a sentarse en el taburete y miró al periodista-. Voy a decir que debo bajar otra vez a recoger más muestras. No puede negarse a la petición de un probeta, y llegados a ese punto, ¿qué más le da autorizarte a ti también?

Michael lo estuvo sopesando, pero temía que ese ardid tardara demasiado teniendo en cuenta su impaciencia.

– ¿Y si se ha ido entretanto…?

– ¿Ido…? -repitió Darryl sin dar crédito a sus oídos.

– Me explico… ¿Y si no logro encontrarla otra vez?

– Un pedazo de glaciar como ése no se va así como así, muy deprisa -replicó el científico-, y recuerdo perfectamente tu posición. Puedo ubicarla sin problemas entre los agujeros de inmersión y de seguridad.

El reportero pensaba lo mismo en su fuero interno. Algo le decía que iba a ser capaz de encontrarla de nuevo sin importar las dificultades.

Regresó junto a la mesa y estudió la botella del tanque.

– ¿Cuándo crees que podremos descorcharla?

– ¿Qué…? ¿Te apetece tomar un trago?

Michael se echó a reír.

– No tengo esa clase de sed. En tu opinión, ¿qué contiene ese frasco?

– Pienso que es vino.

– Ya, pero ¿jerez u oporto? ¿Y de qué procedencia? ¿Francia, Italia, España? ¿Y de qué época? ¿Del siglo XX o del XIX?

El científico se lo pensó antes de responder:

– Si logramos subir el arcón, nos será de gran ayuda para datarla. -Hizo una pausa-. Y la chica también podría sernos útil.

A pesar de la amistad existente entre ambos, o tal vez por ella, Michael se vio obligado a hacer la pregunta.

– Tú me crees, ¿verdad?

El interpelado asintió.

– Soy ese tipo que ha estudiado esponjas de mil años, peces que no se congelan en aguas heladas y parásitos que hacen enloquecer a sus anfitriones a propósito. Si no te creo yo, ¿quién va a hacerlo?

Michael aceptó todas las muestras de apoyo de Darryl, y también las de Charlotte, quien le aseguró que le redactaría un certificado de salud mental si hacía falta, pero pese a todo, la noche se le hizo muy larga.

Cenó alubias negras con arroz y pollo hasta saciarse. Daba la impresión de que nunca ingería suficientes calorías como para desterrar el frío que el océano polar le había metido en los huesos. Después intentó distraerse en la sala de juegos, donde franklin estuvo aporreando las teclas con una canción pop del grupo Captain & Tennille hasta que Betty y Tina se cansaron de su partido de ping pong de todas las noches y se pusieron a ver Love Actually en la pantalla grande de televisión a pesar de las quejas de un par de administrativos de la base que estaban echando una partida de gim rummy en un rincón.

Él salió al exterior y se fue al almacén de muestras para ver cómo le iban las cosas al pequeño Ollie. Una masa de nubarrones cubría el cielo, tenuemente iluminado, y el cielo soplaba con especial saña.

Se vio obligado a alejarse un tanto del cajón hasta encontrar a la cría de págalo. Charlotte tenía razón, lo sabía, en eso de que si llevaba dentro al polluelo, jamás volvería a adaptarse a su entorno natural, pero se le hacía muy duro dejarle allí fuera ahora que la temperatura alcanzaba casi los diez grados bajo cero. Sacó del bolsillo la servilleta donde le había guardado de tapadillo unos restos de pollo y una gran bola de arroz. Los depositó en el cajón, sobre las virutas de madera.

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