– Te veo mañana -se despidió del avecita, que no le perdía de vista.
Y se fue a su habitación.
Su compañero ya se había dormido cuando él llegó y había echado las cortinas de la litera de abajo. Buscó una caja de Lunesta y en cuanto se tomó el somnífero se dispuso a acostarse. Le costaba muchísimo conciliar el sueño en circunstancias normales, y la presente situación era cualquier cosa menos corriente. No quería convertirse en uno de esos tipos que deambulaban por la base haciendo eses como un zombi bajo los efectos del Gran Ojo. Apagó la luz y se encaramó a la litera superior, donde se metió en calzoncillos y con una camiseta de manga larga. Echó un vistazo al reloj fluorescente y vio que apenas eran las diez antes de correr las cortinas de su lecho e intentar relajarse lo suficiente como para que el somnífero le hiciera efecto.
Pero no le resultó tan fácil. Mientras yacía en la oscuridad con las cortinas haciendo las veces de una tapa de ataúd, sólo era capaz de pensar en la inmersión y la joven del hielo. Su rostro le acosaba. Dio un par de vueltas en la cama y pegó más de un golpazo a la almohada para acomodarla y estar más a gusto. Darryl roncaba suavemente en la litera de abajo. Cerró los ojos e intentó concentrarse en el ritmo de su propia respiración para permitir la relajación de sus músculos. Procuró pensar en otra cosa, en algo más feliz, y al final, por supuesto, acabó pensando en Kristin, en Kristin antes del accidente. Se acordó de la vez que ganaron el primer premio en aquel concurso sólo para parejas consistente en comer chiles con carne, o cuando un policía los pilló haciéndolo en un coche aparcado y los amenazó con multarles, o de cuando volcaron el kayak tres veces en otros tantos minutos mientras bajaban por el cauce del río Willamette, en el noroeste de Oregón. A veces parecía como si siempre hubieran andado por la vida en busca de desafíos o de meterse en algún lío, juntos, siempre juntos, porque ellos habían sido amigos además de amantes, y por eso perderla había abierto un vacío tan enorme y doloroso en su corazón.
Los desencadenantes de la catástrofe eran tan ínfimos y se habían producido en tal progresión que no dejaba de pensar que el desenlace habría sido otro muy diferente sólo con haber cambiado un detalle o haber hecho algo de forma diferente. Habrían planeado la expedición mejor si no hubieran dado por hecho que la escalada al monte Washington era coser y cantar. No habrían necesitado ponerse manos a la obra tan deprisa de haber establecido un horario en vez de haber llegado más tarde de lo esperado al comienzo del camino. No habrían tomado una ruta tan traicionera para subir la pared de la montaña si hubieran estudiado los gráficos de todas las rutas posibles, y encima cuando estaba a punto de hacerse de noche. Y nada de eso habría pasado sólo con que él hubiera logrado refrenarla en la caída, aunque fuera un poquito.
Pero él odiaba atarla en corto y ella no le habría dejado si lo hubiera intentado alguna vez.
Se habían puesto ropa ligera para practicar el alpinismo y habían llevado el equipo mínimo, lo justo para pasar una noche en la montaña. Kristin creía haber localizado un lugar perfecto para pernoctar, un saliente plano que sobresalía como una mesa de casino a unos cincuenta metros por encima de sus cabezas. Él se ofreció a colocar las fijaciones, y de ese modo ella ocuparía la posición de segundo escalador, asegurando la cuerda, pero ella adujo que sería más seguro que él actuara como secundo escalador de la cordada.
Michael adivinó de inmediato la mentira. Kristin era de las que siempre quería llegar primero y plantar la bandera para que otros aspirasen, como mucho, a llegar donde ella los había precedido.
Se ataron el uno al otro. Michael ya había fijado un par de anclajes empotrables, o nueces y levas, en una grieta de contornos dentados que zigzagueaba junto al camino de subida hasta el saliente. El libro de ruta del alpinista mencionaba esa grieta, pero su ojo clínico le reveló que era menos directa de lo allí indicado y además, para su consternación, la roca parecía a punto de desmenuzarse: había soltado gleba y polvillo volcánico nada más dar un par de martillazos con la maza de escalada. La pared se desmigajaba demasiado deprisa y con excesiva facilidad, y así se lo avisó a Kristin, quien ya se movía como una araña risco arriba; ella hizo oídos sordos y pasó olímpicamente de la advertencia. Ése era uno de los hechos que a él le habría gustado ser capaz de cambiar.
Nunca habían gozado de una vista tan buena a pesar de que el día llegaba a su fin. Se habían puesto a subir nada más llegar, pero sólo les había dado tiempo de cruzar el anillo de árboles formado por el pinar y ascender fatigosamente las laderas de pumita, pues la nieve acumulada había ocultado los hitos de piedra indicadores del camino y habían pasado un par de horas largas rebuscando en pos de asideros en la piedra donde poder apoyar los pies y los dedos de las manos, así como fisuras lo bastante amplias donde demorarse unos segundos y recobrar el aliento.
El aire era frío a pesar de que la temperatura seguía siendo tibia y el sol vespertino doraba los conos de las cimas vecinas del monte Jefferson y Jack Tres Dedos. Lejos, a muchos metros de altura, se hallaban el lago y el aparcamiento donde habían dejado el jeep.
Michael alzó la cabeza y puso una mano a modo de visera para escudar los ojos al oír el tableteo de unas piedras desprendidas mientras caían por la pared del risco. Vio las piernas de Kristin y los pantalones cortos elásticos mientras buscaba un asidero. Entonces, apoyó el pie en una minúscula protuberancia de lo más aparente. Las ascensiones culminadas con éxito se hacían gracias a esos pequeños golpes de suerte.
– ¿Estás bien? -inquirió a voz en grito.
– Sí.
Entonces, escuchó cómo martillaba un anclaje con la maza para fijarlo a la pared.
Michael ajustó los diez metros y medio de cuerda alrededor del hombro y mordisqueó una barrita energética. Aún podía oír la voz de su madre censurándole que las chuches le quitaban el apetito.
– Aquí está la grieta, y alguien ha dejado puesta alguna hex -gritó ella. No había nada más sencillo que encontrarse con un anclaje natural o un anclaje artificial ya clavado.
– ¿Te parecen seguras?
La hex, abreviatura de Hexentrix, era una nuez hexadiagonal. La vio tirar de una de ellas para verificarlo.
– Sí, aguanta bien. Debieron de dejarlas por eso.
Las alarmas saltaron una vez más. Michael siempre hacía hincapié en lo mismo: ‹No confíes en el trabajo de nadie, sobre todo cuando no le conoces›. Él las desoyó, no insistió en que Kristin las reemplazara porque también él tenía prisa por alcanzar el saliente de arriba y preparar el campamento nocturno. Prometía ser un crepúsculo de lo más romántico.
Ella puso una de sus fijaciones en la sinuosa pared y empezó a auparse otra vez. La vio tantear la roca en busca de un asidero, y entonces todo se torció.
– ¡Maldita sea! -la oyó murmurar.
Unos momentos después se produjo un desprendimiento aún mayor de rocas; éstas rodaron hacia abajo y algunas golpearon a Michael en el casco mientras el polvo le emborronaba la vista. Antes de que recuperase la visión o pudiera hacer algo la cuerda se soltó y resonó un estruendo metálico, el de nueces, levas y hexes soltándose de la pared, y Kristin chilló cuando cayó volando por los aires.
Él reaccionó de inmediato y echó mano a la cuerda para contrarrestar el peligro, pero la caída de la mujer era mucho más rápida y las fijaciones que él había sujetado a la pared se soltaron de un tirón en un periquete y la cordada se cerró sobre su hombro como un torniquete antes de mandarle lejos. A pesar de estar medio ciego, logró verla bracear mientras caía de cabeza hacia el precipicio como una pelota pinchada. Sus gritos cesaron de forma abrupta.