– Técnicamente hablando eres un civil. Dejemos que las cosas sigan así.
El colchón se combaba en el centro, por lo cual colocó el cuerpo un poco más cerca de la pared. Daba igual la opinión de Murphy: alguien debía contarle a Eleanor lo de Sinclair. Su reacción era una incógnita y tal vez no fuera una pregunta menor. Ella iba a sentirse aliviada, por supuesto. ¿Y encantada? Sí, tal vez. ¿Iba a reaccionar de forma apasionada? ¿Insistiría en estar con él de forma inmediata?
Michael no sabía si confundía un deseo suyo con una percepción más profunda, pero albergaba la sospecha de que una parte de Eleanor temía a Sinclair. A juzgar por la historia oída de sus labios, un cuento de fantasía sin parangón, Copley la había arrastrado a una odisea salvaje y llena de peligros, una odisea cuyos capítulos seguían escribiéndose.
Por mucho que ella pudiera haberle amado, ¿seguía estando tan entregada a él como al principio del viaje?
Recordó el camafeo de la joven: Venus salía de entre la espuma del mar. Era de lo más apropiado, sin duda. Eleanor también se había alzado del océano, y era muy hermosa. Sintió una punzada de culpabilidad enseguida, se sintió desleal por tener ese pensamiento cuando apenas acababan de dar sepultura a Kristin.
Pero era eso, y no podía ni negarlo ni frenarlo.
El rostro de Eleanor le acechaba en sueños. Los ojos de color verde esmeralda rodeados por esas largas pestañas, el sedoso pelo castaño, incluso esa palidez extrema. Parecía venir de otro mundo, porque en realidad era así, y él temía por cómo efectuara la entrada en este nuevo universo. Quería protegerla, guiarla, salvarla.
La litera estaba tan silenciosa y a oscuras como un sepulcro.
Recordó la primera visión de Eleanor, atrapada en su tumba de hielo.
Y luego cuando la encontró en la iglesia abandonada, donde estaba sola y desconcertada, pero no se achantó a causa del miedo. La llama de la entereza no se había apagado en ella a pesar de todo cuanto había tenido que soportar.
¿Qué pieza tocaba en el salón de entretenimiento? Ah, sí, Barbara Allen, una antigua y melancólica balada. Las notas lastimeras empezaron a sonar en su cabeza.
Se movieron las cortinas situadas junto al pie de la cama.
Rememoró el rubor de sus mejillas y el frufrú de su vestido de mangas abullonadas cuando él se había sentado junto a ella en la banqueta del piano. Las puntas de los zapatos negros tocando los pedales.
El colchón se curvó un poco más, como si soportase otra carga.
Él se recreo en la voz de la mujer: suave, refinada, con aquel acento británico.
Y entonces, como salida del negro pozo de la noche, la oyó:
– Michael…
¿Eran figuraciones suyas…? Fuera, en el exterior, aullaba el viento. Entonces sintió un cálido aliento sobre la mejilla y una mano le rozó el pecho tan delicadamente como un pajarillo al posarse en una rama.
– No lo soporto más.
Él no movió ni un solo músculo.
– No aguanto tanta soledad.
Ella yacía encima de la manta, pero aun así, Michael podía percibir las curvas del cuerpo de Eleanor presionando contra él. ¿Cómo diablos había logrado…?
– Pronuncia mi nombre, Michael.
Él se humedeció los labios y dijo:
– Eleanor.
– Otra vez.
Michael lo repitió y escuchó un sollozo. El sonido estuvo a punto de romperle el corazón.
Se volvió hacia ella y alzó la mano, buscando su cara en la oscuridad. Le rozó el rostro bañado en sollozos. La piel era fría al tacto, las lágrimas, calientes, y él se las besó.
Ella se apretó un poco más y él pudo sentir la respiración agitada y entrecortada de Eleanor sobre su cuello.
– Querías que viniera, ¿verdad?
– Sí -admitió él-, sí quería…
Entonces se encontraron los labios de ambos; los de ella eran suaves y carnosos, pero estaban helados. El deseo de entibiarlos se apoderó de Michael, que la besó con más fuerza mientras la estrechaba contra él, reduciendo la distancia entre ellos.
Él la empujó y avanzó a tientas en busca de su cuerpo. Eleanor era delgada como un árbol joven, y sólo vestía una especie de braguitas, suaves como una sábana y tan manejables como ésta.
Dios, qué sensación tan grata para el tacto recorrer su cuerpo. Acarició el costado desnudo de la mujer una y otra vez. Ella se estremeció. Seguía estando helada, pero su piel era suave al tacto. Recorrió con los dedos la colina de la pelvis -la cumbre de su cintura-, la llanura de su vientre y los suaves promontorios de sus pechos. La piel de Eleanor temblaba bajo sus yemas y los pezones se endurecieron como botones.
– Michael… -dijo con un suspiro mientras recorría su garganta con los labios.
– Eleanor…
Él notó el pinchazo de los dientes en su cuello.
– Perdóname -susurró ella.
Antes de que él tuviera ocasión de preguntar la razón ella le clavó los dientes en la yugular, donde notó una sensación de humedad deslazándose cuello abajo. ¿Era su sangre? Wilde intentó gritar y le extrañó el sonido estrangulado y sofocado que emitió. Entonces se puso a dar patadas a diestro y siniestro para liberarse de la ropa de cama.
Le puso las manos encima y empezó a empujar.
Oyó un chirrido estridente de las cortinas al descorrerse…
… y percibió un fogonazo de luz en la cara.
Él le dio otro empujón para echarla de la litera…
– ¡Michael! -bramó una voz-. ¡Despierta, por el amor de Dios! ¡Michael, despierta!
Él siguió empujando con las manos, pero otras se le habían agarrado bien.
– ¡Soy yo, Darryl!
Se asomó fuera de la litera.
Las luces estaban encendidas y el pelirrojo le sujetaba las manos con fuerza.
– Estabas teniendo una pesadilla. -El pulso le martilleaba las sienes, pero al menos dejó de mover las manos-. La madre de todas las pesadillas, diría yo -añadió el biólogo mientras Michael empezaba a calmarse y a respirar con más sosiego.
Miró hacia abajo. Las sábanas y las mantas estaban enrolladas alrededor de sus piernas y la almohada había ido a parar al suelo. Se llevó la mano a un lado del cuello. Al retirarla, los dedos estaban pringosos, sí, pero no era sangre, sino sudor.
– Menuda potra has tenido de que haya vuelto -le advirtió el biólogo, echándose hacia atrás-. Podría haberte dado un infarto.
– Un mal sueño, supongo que sólo era una pesadilla -repuso Michael con voz ronca.
– No hablo en broma -replicó Darryl, soltando un prolongado suspiro; se quitó el reloj y lo dejó sobre la mesilla de noche-. ¿De qué rayos iba el sueño?
– No me acuerdo -mintió Wilde, que recordaba cada detalle.
– ¿Ya lo has olvidado?
El interpelado dejó caer la cabeza sobre la almohada y miró con aire ausente el techo.
– Sí.
– A propósito, me pareció oírte mencionar en nombre de Eleanor.
– Ajá.
– Pero no lo juraría. -Darryl tomó una toalla de detrás de la puerta y dijo-: Vuelvo en cinco minutos. No me importa cómo lo hagas, pero no te duermas.
Michael permaneció allí tendido, otra vez solo, a la espera de recuperar el ritmo normal de la respiración y de que se le pasaran las últimas secuelas del pánico.
Entretanto, en su mente, recreaba la larga melena de Eleanor cayendo sobre sus pechos níveos y sus rojos labios húmedos abiertos, pues aún querían más…
CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO
23 de diciembre, 22:30 horas
– TENGO SED -DIJO SINCLAIR en voz alta.
Franklin se levantó del cajón donde estaba sentado, tomó un vaso de papel con una pajita dentro y se lo tendió para que bebiera.
El cautivo esposado sorbió el líquido con verdadera ansia. Tenía la garganta reseca, pero no era agua lo que deseaba, bien lo sabía él.
Copley estaba sentado al borde del catre en un almacén, rodeado por ingenios mecánicos del tamaño de una caja de betún capaces de emitir ondas de calor esporádicamente incluso a pesar de que él no era capaz de detectar el carbón o gas que alimentase ese fuego.