En verdad se trataba de una era de prodigios.
Tenía un dolor persistente en la coronilla, allí donde el fragmento de la bala le había hecho un rasguño en el cuero cabelludo, pero por lo demás estaba de una pieza. En torno al tobillo izquierdo llevaba unos grilletes improvisados consistentes en una cadena enganchada a la tubería de la pared y fijada con un candado.
Había una gran mancha rojiza en un lateral de la estancia atestada de cajas. Sólo podía ser sangre. ¿Solían interrogar allí a los prisioneros o hacían algo aún peor?
Trató de entablar conversación con el guardia, pero aparte de sonsacarle su nombre, Franklin, sus intentos habían resultado estériles. Llevaba puestas en los oídos unas cosas conectadas a unos cordelitos y resguardaba la cabeza detrás de una revista con una chica medio desnuda en la portada. Sinclair tenía la impresión de que Franklin temía a su prisionero, lo cual era de lo más lógico, ya puestos, y también que le habían ordenado no dirigirle la palabra, pero iba a ser un gran placer saldar la cuenta por lo del chichón de la cabeza si se le presentaba la ocasión.
El tiempo transcurrió despacio.
Desde su posición veía sus ropas, pulcramente apiladas en un cajón propiedad de un tal Dr. Pepper, [19] fuera quien fuese el fulano, ya que le habían privado de su atuendo a favor de un pijama de franela ridículo y un montón de mantas.
Se moría de ganas por levantarse, apoderarse de sus ropas e ir en busca de Eleanor. Ella se hallaba en algún lugar de ese campamento, y él tenía la intención de encontrarla.
Pero ¿y qué harían después? Era correr hacia un callejón sin salida. ¿Cuáles eran sus posibilidades, allí, abandonados en el confín de la tierra? ¿Adónde iban a huir? ¿Y por cuánto tiempo lograrían seguir libres?
Recordó haber visto barcos en la factoría ballenera. Uno de ellos, el albatros, era muy grande, y jamás podría botarlo y dirigirlo por sí solo, pero también los había más pequeños, como los botes de madera destinados a la caza de ballenas; tal vez estuvieran en condiciones de navegar después de haber efectuado unas cuantas reparaciones, pero claro, Sinclair no era marinero y estaban rodeados por el más peligroso de los océanos. Su única oportunidad consistía en hacerse a la mar cuando hiciera buen tiempo y confiar en que los encontrara y los rescatara algún barco con el que se cruzaran.
Daba la impresión de existir algún comercio, por lo que si él y Eleanor conseguían hacerse con ropas modernas y urdir alguna explicación plausible, podrían conseguir abordar otro barco y ser llevados de nuevo a la civilización, donde se perderían entre la gente que no los conocía ni llegaría a saber jamás su terrible secreto.
Sinclair confiaba en que su astucia natural les permitiría salir adelante una vez llegados a ese punto. La necesidad había hecho de él un virtuoso de la improvisación.
El metal chirrió al rozar sobre el hielo cuando se abrió la puerta exterior y un golpe de aire frío se coló en el interior, refrescando el calor sofocante generado por los pequeños calefactores. El preso reconoció al recién llegado en cuanto hubo terminado de quitarse los abrigos, los guantes y las gafas. Sinclair conocía a ese hombre, Michael Wilde, tras su encuentro de la herrería. Le había parecido un tipo bastante razonable, pero él seguía resuelto a no confiar en nadie.
Traía en la mano un libro encuadernado con tapas de cuero negro ribeteadas de dorado.
– Se me ocurrió que le gustaría recuperarlo -dijo Michael.
Pero Franklin saltó como un resorte para interceptarlo.
– El jefe ha dicho que no le demos nada. No sabes qué puede y qué no puede usar.
– Sólo es un libro de poesía -le explicó Wilde, dejando que lo examinara.
Franklin frunció el ceño.
– Parece muy antiguo -observó, pasando las páginas.
– Lo más probable es que sea una primera edición -admitió Michael, que lanzó una mirada a Sinclair mientras se lo entregaba.
– Es obra de un hombre llamado Samuel Taylor Coleridge -dijo Sinclair, aceptando el tomo con torpeza, al tener las muñecas engrilletadas-, y hasta donde sé, el libro jamás ha hecho daño a nadie.
Michael admitía la necesidad de todas esas precauciones, pero al mismo tiempo le avergonzaban.
– Eso me ha parecido -repuso Michael, y recitó los versos de la primera estrofa que recordaba haber estudiado en el colegio-: El Kublay Kahn en Xanadú / un altivo palacio para su deleite mandó alzar / por donde el río sagrado Alfa / cavernas inalcanzables para el hombre cruzaba / camino de un mar donde no hay sol. -Luego, dijo-: Me temo que eso es cuanto recuerdo de la poesía.
Eso no dejó menos perplejo a Sinclair.
– ¿Se conoce esta obra? ¿Incluso en esta época?
– Ya lo creo -replicó Michael, encantado de poder responderle-. Los poetas románticos como Wordsworth, Coleridge y Keats se enseñan tanto en el colegio como en la universidad, pero me temo que aún no sé qué significa el título de este libro… ¿Hojas sibilinas?
El prisionero acarició la cubierta del volumen como si se tratara de la cabeza de un perro de pelaje lustroso.
– Las sibilas griegas eran videntes… escribían sus profecías en el reverso de las hojas de los árboles.
Michael asintió, vivamente impresionado porque Sinclair tuviera tal respecto y aprecio a ese libro. Lo había incluido en el equipaje guardado junto a la puerta de la iglesia.
– Incluye La balada del viejo marinero, por lo que pude ver. Aún es un poema célebre.
Copley bajó la mirada y fijó los ojos en el tomo, para luego, sin abrirlo, declamar:
– Como quien recorre con miedo y espanto un camino solitario y vuelve la vista atrás una vez, sólo una, y sigue adelante pues…
Franklin le miró manifiestamente perplejo.
– … sabe que le va pisando los talones un demonio terrible.
Reinó un silencio sepulcral en el cobertizo cuando el cautivo acabó el último verso. Michael sintió que se le había helado hasta el tuétano. ‹¿Es así como percibe Sinclair su fuga, como un viaje solitario donde los perros le hostigan a cada paso que da?›, se preguntó. El aspecto obsesionado de su semblante, el vacío de su mirada, los labios agrietados, el pelo apelmazado y pegado a la cabeza como si hubiera ahogado… Todo ratificaba que era así.
Franklin pareció temer una posible continuación del recital, ya que le preguntó a Michael:
– ¿Te importa si me tomo un respiro?
– Adelante, ve.
Arrojó la revista sobre el cajón de embalaje y se marchó.
Sinclair apartó el libro en cuanto él se fue y recostó la espalda sobre la pared. Wilde retiró la manoseada copia de Maxim de donde la había dejado Franklin y se sentó.
– No tendrá por un casual algo para fumar, ¿verdad? -preguntó Sinclair con el tono despreocupado con que un caballero en el pleno sentido del término le pide a otro mientras holgazanea en su club.
– No, me temo que no.
– El guardián tampoco. ¿Me veo privado de tabaco por alguna razón especial o es que ya no fuman los hombres?
El periodista no fue capaz de contener una sonrisa.
– Lo más probable es que Murphy le ordenara no darte nada como un pitillo o un puro. Quizá se te ocurriera prenderle fuego a este lugar.
– ¿Conmigo dentro?
– No sería nada inteligente, eso he de concedérselo -repuso Michael-. Por lo demás, los hombres siguen fumando, pero mucho menos que antes. Resulta que provoca cáncer.
Sinclair le dedicó una mirada de incredulidad absoluta, como si hubiera sugerido que la luna estaba hecha de queso verde.
– Bueno, entonces, ¿beben por lo menos?
– Sin duda, y más aquí.
Sinclair aguardó a la expectativa mientras Michael decidía qué hacer. Violaba las órdenes expresas del jefe O’Connor si le daba una bebida y los más probable es que Charlotte también respaldara la tesis de que era una mala idea. Qué rayos, ya sabía que era desaconsejable, pero el hombre parecía tan sereno y tan racional, y sería la mejor forma de hacerle hablar para ganarse su confianza y sonsacarle acerca de su viaje, largo y lleno de incidentes. Aún no lograba imaginarse cómo Sinclair y Eleanor habían acabado en el fondo del mar cargados de cadenas.