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– En el club siempre había preparada una licorera con el más fino oporto para los invitados.

– Ahora no hay de eso, se lo aseguro. La cerveza es más corriente.

Sinclair se encogió de hombros de forma amigable.

– No rehusaría una cerveza.

El periodista miró a su alrededor. La mayoría de las cajas contenían comida enlatada y vajilla, pero por alguna parte debían de estar los cajones de cerveza.

– No te vayas a ninguna parte, que ahora mismo vuelvo -bromeó Wilde.

Se puso en pie y se fue al siguiente pasillo, donde Ackerley había dejado una mancha de sangre sobre el suelo de hormigón. Intentó no pensar en ello mientras daba vueltas por allí cerca.

Al final, encontró un cajón de Sam Adams y rompió los precintos para sacar dos botellas. Usó su navaja suiza para abrirlas. Entonces regresó y entregó una a Sinclair. Entrechocó su cerveza su cerveza con la del preso y regresó a su asiento.

Copley echó la cabeza hacia atrás y dio un largo trago a la cerveza antes de estudiar la etiqueta, donde posaba un tipo de peluca.

– ¿Sabe…? Una vez se lió un escándalo por una botella como ésta.

– ¿Un escándalo?

– Resultó no ser cerveza, sino una botella negra de Mosela de tamaño similar a ésta que alguien había dejado en la mesa durante un banquete.

– ¿Y a santo de qué vino el problema?

– Lord Cardigan era un hombre puntilloso en esos temas y en su mesa sólo podía servirse champán.

– ¿Y cuándo fue eso?

– En 1840, si la memoria no me falla. Durante una comida del regimiento.

Mientras Sinclair le relataba la anécdota, Michael se descubrió pensando que esa conversación era cada vez más surrealista.

– … y eso fue todo. Deberá entender que es una historia de dominio público, pero no la viví en primera persona. Estaba en Eton esos años.

El periodista se obligó a tomar en cuenta que Ames y Copley habían vivido en una era y un mundo desaparecido hacía mucho. Esa anécdota era historia para él y un cotilleo del día para Sinclair.

El preso tomó un nuevo trago de cerveza con los ojos cerrados y luego entreabrió los párpados muy despacio.

¿Estaba ajustando la visión?

– Es una cerveza de poco cuerpo.

– ¿Ah, sí? Bueno, supongo que en el ejército tomarían algo más fuerte.

Sinclair estudió fijamente a Michael, evaluándole, y no despegó los labios. Vació la botella y la puso sobre el suelo, junto al tobillo encadenado.

– De todos modos, gracias.

– No hay de qué.

Michael se estrujó las meninges sobre cómo reconducir la conversación hacia donde a él le interesaba, pero entonces Copley dio un golpe de timón y preguntó:

– ¿Qué habéis hecho con Eleanor?

Ése no era precisamente el tema adonde él quería ir a parar, pero le respondió que se encontraba bien y descansando, una respuesta de lo más inocua.

– No le he preguntado eso. -El tono del teniente había cambiado-. ¿Dónde está? ¿Puedo verla? -Michael miró sin querer la cadena que le mantenía sujeto a la tubería de la pared-. ¿Por qué no nos permiten vernos?

– Porque así es como el jefe de operaciones quiere que sean las cosas.

Sinclair bufó, burlón.

– Parece un soldado de leva, reducido al simple cumplimiento de órdenes. -Respiró hondo y espiró con fuerza-. Y yo he visto adónde conduce eso.

– Veré qué puedo hacer -repuso Michael.

– Sólo somos marido y mujer, dos personas que han recorrido juntas un largo trayecto -continuó Copley, probando otra táctica, y de nuevo con tono conciliador-: ¿Qué daño puede haber en que nos veamos?

¿Marido y mujer? Michael no sabía eso y estaba seguro de que si Eleanor le hubiera hablado de su esposo, lo recordaría. Sinclair bizqueó otra vez y Michael se percató de que al prisionero parecía faltarle el aliento.

– ¿Le sorprende que ella sea mi esposa o es que ella no lo ha mencionado?

– No recuerdo que haya salido el tema.

– ¿Qué no haya salido…? -Tosió, y sacudió la cabeza con incredulidad-. ¿No ha salido o no quería saberlo?

– ¿De qué me habla?

– No soy tonto, así que no me haga pasar por tal.

– No pretendo…

– Soy un oficial al servicio de Su Majestad, en el 17º de lanceros -dijo con un tono acelerado en la voz, ahora más firme. Alzó las manos engrilletadas e hizo sonar las cadenas que le sujetaban a la pared antes de añadir-: Y no tardaría en arrepentirse de intentar jugar conmigo si no estuviera en desventaja.

Wilde se puso en pie, sorprendido ante el súbito cambio de tono. ¿Era efecto de la cerveza? ¿Ejercía el alcohol un efecto imprevisible a causa de su condición o esos cambios bruscos de humor eran parte de su forma de ser? Michael retrocedió un par de pasos a pesar de las cadenas.

– ¿Va a llamar al centinela? -se burló el preso.

– Quien debería examinarle es la doctora -precisó el periodista.

– ¿Qué…? ¿Otra vez la negra?

– La doctora Barnes.

– Los barriles de cerveza se acabarían enseguida si las taberneras tirasen la bebida con la misma generosidad con que me ha sangrado esa zorra.

¿Qué sucedía allí? ¿Qué había ido mal? Copley había pasado de la calma al paroxismo en un pispás y los ojos inyectados en sangre le brillaban enloquecidos.

Franklin entró con sus andares de pato y el bigote cubierto por el hielo.

– ¿Todavía siguen leyendo poesía?

Entonces, reparó en que Wilde estaba de pie y el aspecto de su cara reflejaba que algo se le había ido de las manos.

– ¿Va todo bien? -preguntó a Michael, y cuando éste no le respondió de inmediato, inquirió-: ¿Qué quiere que haga?

– Deberías ir en busca de Charlotte. Y tal vez convendría que trajeras también a Murphy y a Lawson.

Franklin miró con prevención a Sinclair y salió disparado al exterior.

Michael no había perdido de vista en ningún momento a Copley. Éste, sentado al borde del catre, le devolvía la mirada con los ojos enrojecidos.

Y de pronto, recobrando la misma voz mesurada con que había recitado los primeros versos, el inglés declamó:

– La maldición de un huérfano arrastraría a un espíritu desde lo alto a las honduras del infierno, pero, oh, la maldición de los ojos de un muerto es aún más terrible. -La mirada de sus ojos era instinto homicida puro-. ¿Conoce esos versos?

– No.

– Pues ahora ya los conoce -replicó Sinclair mientras golpeteaba con los nudillos la tapa del viejo libro, y riendo entre dientes de forma ominosa, añadió-: Luego, no diga que no está advertido.

CAPÍTULO CUARENTA Y NUEVE

24 de diciembre, 8:15 horas

ELEANOR NO TARDÓ EN saber que habían descubierto su secreto a pesar de todos sus esfuerzos por ocultar la bolsa vacía. Nadie le censuró nada, pero retiraron todas las demás de la enfermería y la doctora Barnes la miraba con precaución.

La necesidad de sangre avergonzaba a Eleanor, si debía ser sincera, la mortificaba, pero también la asustaba. ¿Qué iba a hacer la próxima vez que esa sed devoradora se apoderase de ella? En realidad, lo sabía. A veces, era capaz de pasar sin beber varios días, incluso una semana, pero el ansia era mayor cuanto más esperaba y más fuerte era la fuerza que la empujaba a saciar su necesidad.

¿Cómo podía confesar semejante deseo? ¿En quién podía confiar?

Miró por la ventana de su cuartito al patio de la bandera, donde permanecía de pie un hombre embozado con capucha y un abrigo voluminoso. Tenía la mirada fija en ese cielo de color peltre y sostenía algo en la mano enguantada, algo con aspecto de ser tiras de beicon.

A pesar de lo difícil que resultaba identificar a nadie debajo de tanta ropa, gorros y botas, el instinto le dijo que era Michael.

Sin dejar de mirar al cielo, le oyó silbar con fuerza para hacerse oír por encima del viento ululante. Un ave apareció al cabo de pocos segundos, tan pocos que le llevaron a pensar que tal vez estaba apostado en el tejado de la enfermería, y pasó muy cerca de la cabeza del hombre, que se agachó entre risas. Era un pájaro de plumaje gris y pico ganchudo. Esas carcajadas… Era el sonido más extraño y agradable que había oído en mucho tiempo. Le entraron ganas de salir corriendo al exterior, entre la nieve y el hielo, para reunirse con él y reírse por el revoloteo del pájaro merodeador y levantar el rostro para sentir en los párpados los rayos del sol, aunque fueran los de ese sol austral.

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