Copley se volvió al sargento para darle una palmada en la espalda, pero se detuvo en seco al verle el semblante.
A diferencia de cuantos le rodeaban, Hatch no estaba exultante. Tampoco tenía aspecto de estar asustado ni renuente en modo alguno, pero no parecía alegrarse lo más mínimo. Una media sonrisa en los labios había sobrevivido al pandemónium circundante, pero había una expresión distante en sus ojos serios. Era casi como si pudiera ver con el ojo de la mente el destino del regimiento y tal vez incluso la suerte de cada uno de ellos. La alegría de Sinclair se moderó de forma considerable, pero aun así, dijo:
– Es un gran día, ¿verdad, sargento Hatch?
Éste asintió.
– Nunca lo olvidará -contestó con voz más solemne que jubilosa mientras le ponía la mano en el hombro.
– Britons -continuaron cantando Frenchie y su coro- never, never, never shall be slaves.
Otra mano tomó al teniente por el codo; cuando éste se volvió, vio a Rutherford. Las patillas se le habían erizado de emoción al oír las noticias y tenía el rostro acalorado de tanto gritar; sólo fue capaz de sacudir a Sinclair con alegría.
– Por Dios -barbotó al fin-, por Dios que vamos a enseñarles un par de cositas a los rusos.
Sinclair se decantó de inmediato a favor de ese estado de euforia. Se alejó del sargento Hatch y se sumergió en la locura colectiva. Era un momento para la celebración y la camaradería, y él no quería saber nada de avisos ni de presagios. El suboficial le había hecho recordar el comienzo de un poema de ese tal Coleridge, donde un viejo marinero hechiza con su ojo al invitado de una boda, pues está empeñado en contarle un cuento premonitorio, y él no quería escuchar premonición alguna, quería la promesa de la gloria, una oportunidad para demostrar su valor, y al parecer, por fin iba a tener ambas.
Pero faltaban sólo dos días para el diez de agosto y había mucho trabajo pendiente para el poco tiempo disponible. Sin duda, iban a tener que organizar, pulir y limpiar los uniformes, los arreos y las armas para que pasaran la inspección, y también tendrían que preparar a los caballos para el largo viaje en las fragatas, a menos que el ejército los enviase a bordo de los nuevos vapores para hacer el viaje en menos tiempo, y también habría que zanjar los asuntos pendientes en Londres.
Y eso implicaba pensarse muy bien cómo darle la noticia a Eleanor. Debía ir a su pensión esa misma tarde. Había prometido llevarla a Hyde Park, donde hacía tan poco tiempo se había construido el Palacio de Cristal. Había confiado en acudir dando un paseo bajo los olmos señoriales del parque, pero si no andaba muy equivocado, toda la brigada iba a quedar confinada en los barracones hasta el momento de su marcha. Por tanto, debía aprovechar el caos reinante y salir de inmediato con la esperanza de poder regresar al cuartel antes de que nadie notara su ausencia.
Condujo a Áyax hasta su compartimento en el establo, donde se aseguró de que le dieran doble ración de heno y avena.
– ¿Nos cubriremos de gloria? -le preguntó mientras le acariciaba la gran mancha blanca del hocico.
El animal agachó su cabeza zaina como si asintiera. Sinclair tomó un trapo para secarle el sudor del cuello fuerte y bien musculado. Después abandonó los establos por la puerta de atrás, donde había más posibilidades de escabullirse sin ser visto.
Le habría gustado poderse cambiar de camisa o al menos haber tenido tiempo de adecentarse un poco, pero el riesgo de que le detuvieran era demasiado grande. Acudió a toda prisa al hotel Savoy, donde sabía que iba a encontrar uno o dos coches a la espera de clientes. Contrató al primero que halló y le gritó la calle de destino cuando todavía no se había sentado en el asiento. El cochero hizo chasquear el látigo y el vehículo cruzó a buen paso por las calles sucias y bulliciosas de la ciudad. El teniente se tomó un respiro por vez primera desde que se había enterado de su marcha a Crimea y ahora cavilaba sobre el mejor modo de contárselo a Eleanor, máxime cuando él mismo apenas había tenido tiempo de asimilarlo.
«Qué contento va a ponerse mi padre, el conde», pensó Sinclair. Ese destino le alejaba de las casas de juego, los teatros de variedades y demás costosos gastos en Londres, y si no le volaban la cabeza, regresaría a Inglaterra con reputación de soldado y no de gandul, pero el conde se estremecería de verdad si supiera adónde se dirigía su hijo en ese momento: a las humildes habitaciones que compartían dos enfermeras sin dinero en el último piso de una destartalada pensión. El díscolo joven lo sabía perfectamente y debía admitir que el hecho en sí le proporcionaba cierta satisfacción si era sincero consigo mismo. El conde se había pasado la vida haciendo desfilar a una feúcha dama aristocrática tras otra con la esperanza de que a su hijo le resultara atractiva alguna, pero Sinclair era uno de esos hombres que siempre obtenía lo que quería al instante, y a quien él quería era a Eleanor Ames.
Cuando el vehículo llegó a la calle donde vivía la enfermera, Sinclair indicó al cochero la pensión y le lanzó unas monedas mientras bajaba.
– El viaje de vuelta será suyo si me espera -aseguró en voz en grito.
Los escalones de la entrada estaban resquebrajados y la puerta del vestíbulo carecía de cerradura. Sinclair escuchó nada más entrar los ladridos lastimeros de un perro detrás de una puerta de lo más endeble y los berridos de un hombre al final del vestíbulo de la entrada. Las escaleras olían a humedad y a moho, y el hedor fue a más conforme ascendía, y como sólo había un pequeño ventanuco en cada piso, también iba empeorando la iluminación. Los tablones de las escaleras crujieron bajo sus botas. Un tenue rayo de luz se proyectó sobre el angosto pasillo cuando se acercó a la puerta de las habitaciones de Eleanor y Moira. Ésta había entreabierto la puerta una rendija para ver quién era, y alargó el cuello en cuanto estuvo segura de la identidad del visitante para ver si le acompañaba alguien.
– Buenas tardes -saludó con una nota manifiesta de desencanto en la voz-. Entonces, hoy ha venido usted solo, ¿verdad?
La muchacha esperaba que acudiera en compañía del capitán Rutherford. Sinclair estaba al tanto de que ambos se habían visto en varias ocasiones, aunque parecía que ella depositaba en esos encuentros más esperanzas que el militar.
– Eleanor está en el salón.
Sinclair sabía gracias a sus visitas anteriores que el salón era la reducidísima habitación con vistas a la calle, separada del resto de la pieza por una modestísima cortina tras la cual se ocultaba el dormitorio que compartían Moira y Eleanor. Ésta se hallaba junto a la ventana. ¿Había estado mirando a la calle esperando a que él llegara? Lucía el vestido amarillo claro que, tras algunas súplicas, él había conseguido que aceptara. En cada cita llevaba el mismo vestido verde y, a pesar de que le sentaba bien, él deseaba verla con una ropa más alegre y elegante. Copley lo ignoraba casi todo sobre la moda femenina, pero había apreciado que el corpiño de los nuevos vestidos era de corte más generoso, permitiendo atisbar el cuello y los hombros, y que las mangas no eran tan abombadas como para oscurecer la línea de los brazos. Una tarde que paseaban juntos por Marylebone Street vio cómo a ella se le iban los ojos detrás del cristal de una tienda y se prendaba de un vestido. Al día siguiente, él envió un mensajero para comprarlo y hacerle entrega del mismo en el hospital. La muchacha se volvió hacia el recién llegado, ruborizada pero contenta de dejar que la viera con sus mejores galas. Parecía radiante incluso a la luz de Londres, cuyo cielo estaba cubierto de hollín.
– No sé cómo lo supiste -dijo, mientras señalaba el vestido con un gesto. El ribete blanco le llegaba hasta el pecho como nieve recién caída.
– Apenas hemos tenido que ajustar unos centímetros -dijo Moira, marchándose detrás de las cortinas-. Los vestidos hechos en serie como éste se ajustan bien a su talla. -Reapareció al cabo de unos momentos con el chal sobre sus grandes hombros y una bolsa de rejilla en la mano-. Me voy al mercado -anunció-, y no volveré hasta dentro de media hora por lo menos.