Hatch se le echaba encima con la satisfacción del veterano que va a enseñarle unas cuantas cosas sobre el viril arte de la guerra a un novato con pantalones de montar color cereza y un galón dorado.
– ¡Hurra! -gritó cuando los caballos estaban a punto de chocar, y blandió el sable en el aire.
El teniente Copley acudió a su encuentro y detuvo el golpe rival, pero éste era tan fuerte que le vibraron la espada y el brazo hasta el hombro. El entrechocar de las armas de madera provocó relinchos e hizo dar sacudidas a las asustadas monturas, pero el teniente logró controlar a Áyax con la presión de las piernas y un buen uso de las riendas. El corcel de Hatch enseñó los dientes, como si también él fuera a dar unas cuantas lecciones a Áyax, que se echó hacia atrás para hurtarle el cuerpo. Entretanto, el sargento se sentó sobre la silla y lanzó otro espadazo. En esta ocasión el arma recorrió toda la longitud del sable de Sinclair hasta detenerse en la guarda de la empuñadura.
Los ijares de los caballos chocaron como los costados de dos barcos mecidos por el oleaje y se separaron, pero Hatch se revolvió sobre la silla de montar y lanzó un sablazo contra Sinclair cuando éste aún se estaba dando la vuelta. Aun así, agachó la cabeza para esquivar el golpe, que alcanzó la punta del casco. La correa se le clavó en el mentón y el penacho acabó cayéndose en medio de la melé de cascos. El caballo de Hatch trotó delante de Áyax y su jinete se mofó de Sinclair dándole con la punta del arma un toquecito en el tahalí, del que pendía la vaina vacía de Sinclair.
– Baila, osito ruso, baila -dijo Hatch, fingiendo dispensarle el mismo trato que a un enemigo extranjero.
Pero Copley no estaba de humor para bromas ni para ser ridiculizado. Mientras que a su alrededor todos los soldados daban vueltas e intercambiaban sablazos, el teniente Copley rozó los flacos de Áyax y éste salió hacia delante. Sinclair veía mejor sin el penacho y cuando Hatch se apresuró a reaccionar, esperando a su adversario por la derecha, el teniente cambió el curso de la acometida con un suave tirón de las riendas antes de lanzar un fuerte tajo contra el veterano, que estuvo en un tris de no poder pararlo, y sin solución de continuidad le asestó otro espadazo, que rebotó en el filo del sable de Hatch y estuvo a punto de desnarigar a éste. El bayo del sargento relinchó de terror mientras perdía terreno y su jinete se echó hacia atrás, permaneciendo prácticamente de pie sobre los estribos a fin de ponerse fuera del alcance del siguiente sablazo, y cuando Sinclair hubo pasado, Hatch azuzó a su corcel directo contra el flanco de Áyax al tiempo que enrollaba las riendas en torno a la perilla de la silla de montar y extendiendo la mano ahora libre hacia el novato antes de que éste consiguiera sujetarse mejor o lograra hacer dar la vuelta a su montura, le aferró por el cuello de la pelliza y le arrastró hasta descabalgarle. Sinclair se deslizó sobre el costado de su caballo entre el tintineo de todo el equipo y el sonsonete de las charreteras, que se le cayeron de los hombros, y se dio un buen trompazo contra el suelo cuarteado, donde se escabulló lo más deprisa posible de las coces que se repartían por allí a diestro y siniestro. Tenía la boca llena de polvo y el resto del casco estaba de lo más abollado.
El corneta tocó la orden de poner fin al combate y los soldados se separaron; algunos se carcajeaban y otros fingían lamerse heridas imaginarias. Sinclair miró hacia su alrededor. Tres o cuatro hombres habían mordido el polvo como él. Uno sangraba por la nariz -debía de tenerla rota- y otro tenía un buen desgarrón en el pantalón, que se le había enganchado a alguna espuela. Todos parecían muy poco complacidos. Forcejeó para ponerse a cuatro patas -acababa de descubrir en sus pantalones de color cereza un agujero a la altura de la rodilla- cuando vio acercarse un par de botas negras y una nudosa manaza morena tendida.
– No puede esperar que su enemigo siempre juegue limpio en una pelea -le dijo el sargento Hatch mientras le ayudaba a levantarse del suelo. Se inclinó para recoger el casco de Sinclair, limpió ceremoniosamente lo que quedaba de él y se lo entregó-. Ahora se ha lucido como jinete. Refrenó muy bien a su caballo.
– Por lo que parece, eso no basta…
Hatch se echó a reír. Sinclair cayó en la cuenta de que ese hombre no le sacaba más de ocho o nueve años, y a pesar de eso, el rostro requemado del suboficial se llenó de surcos al carcajearse, con más arrugas que un mapa doblado.
– Nosotros, los «indios» -repuso, apropiándose con orgullo de un término considerado por todos como un insulto-, estamos tan acostumbrados a combatir contra esas sabandijas que hemos aprendido a luchar como ellas. -Hizo una pausa y la sonrisa abandonó su semblante-. Y eso es algo que usted deberá aprender también.
El joven oficial no salía de su asombro, pues a su alrededor únicamente se hablaba de la guerra en los términos más elevados, expuestos, eso sí, por los altos oficiales, procedentes de las filas de la aristocracia y con experiencia nula en el campo de batalla. Tal era así que el aviso del veterano estaba expresado en unos términos que parecían constituir casi un acto de traición. La guerra tenía la consideración de un juego cortés en el que todos los caballeros participaban siguiendo unas reglas unánimemente respetadas, cualesquiera que fuera el coste de las mismas. Pero ahora aparecía un curtido veterano y le decía que la batalla era un rifirrafe con gañanes más dispuestos a derribarle del caballo que a batirse en un duelo a espada como era debido.
Mientras conducían a sus caballos fuera del campo, el sargento Hatch le ofreció unas cuantas puntualizaciones prácticas sobre la clase de equitación impartida recientemente por el capitán Nolan del 15º de húsares:
– Si el caballo suelta coces cada vez que usted pica espuelas, eso es porque echa el peso de su cuerpo demasiado adelante. Si hace cabriolas, se está poniendo muy cerca de la grupa.
Estaban esperando en fila para cruzar por la puerta cuando llegó un jinete, el cabo Cobb. Su montura chorreaba sudor por los costados y saludaba a los lanceros agitando un legajo de papeles mientras subía hacia la valla.
– ¡Han llegado órdenes de la Secretaría de Guerra! -anunció a voz en grito mientras el corcel se le encabritaba, apoyándose sobre las patas traseras.
Todos se quedaron donde estaban.
El cabo recobró el control del noble bruto y se enderezó en la silla para ser visto y oído lo mejor posible mientras anunciaba:
– Por orden de lord Raglan, comandante en jefe del ejército británico en Oriente, el 17º regimiento de lanceros del duque de Cambridge deberá zarpar rumbo a Constantinopla el 10 de agosto a bordo de los buques de Su Majestad Neptune y Henry Wilson. Una vez allí, y bajo el mando del teniente general lord Lucan, deberán ayudar en el sitio de Sebastopol.
El anuncio no terminaba ahí, y Cobb continuó con la lectura, pero los vítores y gritos de júbilo de los dragones impidieron oír algo a Sinclair. Muchos lanzaron los sombreros al aire y otros blandieron las espadas de madera, y no pocos lanzaron salvas, asustando a las cabalgaduras. Sinclair también sintió cómo se le aceleraba el pulso. ¡Al fin había llegado la orden! Iba a ir a la guerra. Se habían acabado la instrucción, el entrenamiento, y el estar haciendo el tonto en los barracones. Se iban a Crimea en ayuda de los turcos para poner freno a las incursiones del zar.
Se acordó en ese momento del chiste de un periódico matutino donde se mostraba al león británico con un gorro de policía dando unos golpecitos con una porra en el hombro del oso ruso mientras decía: «Vale, ya está bien, no voy a tolerarlo más». Se escuchó a sí mismo gritando y vio a Frenchie sentado a horcajadas en la valla, marcando el ritmo del estribillo con voz estridente:
– Rule, Britannia! Britannia, rule the waves. Britons never, never, never shall be slaves. [13]