– Nosotros le llamamos el Gran Ojo -le informaron a Michael en el transcurso de la primera comida en el comedor. El Gran Ojo. El aire colegial típico de un patio de recreo escolar se había extendido al modo de referirse a las cosas.
El hombre de la parka respondía al nombre de Murphy O´Connor y resultó ser el jefe de operaciones de la base. Comió con los recién llegados para tener la oportunidad de ponerles al tanto de las reglas y hábitos de la estación, entre otras cosas.
– Pierdes la noción del tiempo si te quemas las pestañas por trabajar demasiado, y antes de darte cuenta has empezado a bailar el Gran Ojo.
Metió para dentro los carillos y puso ojos saltones con el fin de parecerse a un tipo demacrado y chiflado.
Charlotte sonrió y Darryl se echó a reír mientras se llenaba el plato de judías estofadas.
– Pillar eso no tiene pinta de ser nada divertido.
El biólogo hundió otra vez la cuchara de servir en las judías.
– Con lo pequeño que eres, seguro que puedes cavar un agujero y esconderte dentro.
Michael se preguntó si ese comentario no ofendería a Hirsch, pero Murphy había hablado en todo momento de forma clara y campechana y se había desenvuelto con tanta liberalidad que al biólogo no pareció importarle lo más mínimo.
– Bueno -continuó Murphy-, haced lo posible por seguir un horario mientras estéis por aquí. Confeccionadlo a vuestro gusto, pero intentad respetarlo. La cocina está siempre abierta, de modo que siempre podéis prepararos un bocadillo, pero no tenemos una sala de psicología por si se os va la olla, a menos que la doctora Barnes planee abrir una -agregó, mirándola de refilón.
– No, si puedo evitarlo.
Entonces, él procedió a facilitarles una serie de consejos prácticos sobre Point Adélie, incluyendo el más importante de todos:
– Jamás salgáis solos de la base -dijo, y miró fijamente a cada uno de ellos para enfatizar la importancia de ese punto con esos ojos castaños que había protegido antes con las gafas de estilo aviador, cuyos bordes le llegaban casi a la barba y le cubrían las mejillas y el mentón-. Hará cosa de un año estuvo aquí un geólogo de Kansas, un tipo con una idea fija: salir y tomar varias muestras rápidas. Se marchó solo sin decir adónde iba y tardamos tres días en encontrarle.
– ¿Qué le había pasado? -quiso saber el periodista.
– Se cayó a una zanja y murió congelado. -O´Connor sacudió la cabeza con tristeza y tomó un sorbo de café de un tazón decorado con la imagen de pingüino-. A veces, es imposible ver las grietas por culpa de la porquería. -Señaló a su espalda, en dirección a su oficina-. La pizarra negra de la entrada está pensada para ese fin: escribid quiénes vais, adónde os dirigís y cuándo tenéis planeado regresar si salís de la base.
Michael se había fijado ya en ella. La última entrada mencionaba algo de una exploración sobre el terreno en Valle Seco I.
– Y a la vuelta me escribís en la pizarra que habéis regresado sanos y salvos. No me hace ni pizca de gracia tener que echarle un vistazo a vuestras camas a ver si estáis arropaditos, ¿vale? -hizo una pausa y pensó en algo que le hizo sonreír-. Os sorprendería la de cosas que es posible encontrar.
El periodista no podía imaginar nada subidito de tono después de echar un vistazo al comedor, donde ahora apenas había gente. En un par de mesas asignadas al personal de servicio se sentaban unos jovencillos de uniforme azul, y en otras dos se concentraban casi todos los científicos. Identificarlos resultaba tan fácil como reconocer a Darryl en el aeropuerto de Santiago. Era un grupo dado a las excentricidades. Uno llevaba una larga cola de caballo y unas gafas SeaSpecs con montura de alambre, y esas dos robustas mujeres de rubios cabellos y hombros amplios tenían aspecto de salir de alguna antigua leyenda noruega. Murphy debió de seguir la dirección de su mirada, ya que comentó:
– A los científicos les llamamos probetas.
Michael cazó al vuelo la razón del mote. Probetas, como los instrumentos de laboratorio.
– No les importa. Ellos nos llaman reclutas.
– ¿Y no os importa? -inquirió Charlotte.
– Segurísimo -replicó Murphy, simulando estar enfadado-, pero aquí nos cuesta tomárnoslo a mal. -Luego, ya con tono más serio, agregó-: En la base dependemos unos de otros, y todos lo sabemos. Los científicos no serían capaces de dar una a derechas sin los reclutas; éstos llevan el lugar, mantienen en funcionamiento los generadores diesel y las luces, y quitan y ponen los U-barrel, los bidones de orina que veréis pintados en negro o amarillo… Por cierto, la orina, como todos los demás residuos humanos, deben guardarse en contenedores para sacarlos de la Antártida. Y sin los probetas… -O´Connor hizo una pausa, no muy seguro de cómo terminar el pensamiento-, bueno, sin ellos, los demás no estaríamos aquí, donde Cristo perdió las zapatillas.
– Si quiere saberlo, a mí me parece un buen arreglo -observó Darryl.
– Así habla un probeta de verdad -replicó el jefe de la base-. Ahora, instalaos en vuestros cuartos para pasar la noche. Mañana os espera un día muy largo en la Escuela de nieve.
Charlotte, Darryl y Michael intercambiaron miradas sorprendidas.
– Y no olvidéis traer vuestras manoplas.
O´Connor se marchó para sentarse en la mesa de los reclutas, varios de los cuales se habían girado para tener una mejor visión de los recién llegados, mientras ellos tres se quedaron desconcertados, como chicos nuevos en la cafetería del instituto. Los probetas estaban absortos en sus propias conversaciones o comían sin apartar la mirada de los platos de judías con salchichas y pan de maíz. Uno de ellos había desplegado delante de él un buen fajo de papeles impresos.
– ¿A que es raro? -inquirió Michael, señalando a los científicos-. Ahora estamos en un mundo donde ellos son lo guay.
Darryl se echó a reír y dijo:
– Llevo esperando esto toda la vida -repuso, y se levantó-. Si me disculpáis, me parece haber oído la palabra «isóptero» por ahí.
Ante la mirada de Charlotte y Michael, el pelirrojo cruzó el suelo de linóleo sin manifestar muestra alguna de miedo y se sentó junto a una de esas mesas de estilo similar a las usadas en cualquier picnic campestre, donde una de las mujeres rubias con la camisa de franela por fuera de los pantalones opinaba sobre algo. La conversación se detuvo durante unos instantes y Michael empezó a preguntarse si no debería acudir en rescate del pelirrojo, pero entonces éste comentó varias cosas que él no descifró y vio cómo tenía lugar la ceremonia del apretón de manos después de que Darryl hubiera presentado en voz alta sus credenciales. El biólogo fue admitido inmediatamente en el club. Era como si hubiera pasado algún secreto rito iniciático. Michael y Charlotte le concedieron un cuarto de hora para que entablara lazos de amistad con sus nuevos amigos, luego se levantaron para colocar en su sitio las bandejas usadas. Michael atrajo la atención de Hirsch. Éste se apresuró a terminar una entretenida anécdota sobre un nematodo, que provocó grandes risas, y se reunió con ellos.
– Es un buen grupo -comentó Darryl mientras los tres se abotonaban la ropa para realizar el corto trecho hasta sus dormitorios.
– Parece que has triunfado -contestó Michael.
– Era una audiencia nueva -replicó Darryl con un encogimiento de hombros-, me bastaba con soltarles lo mejor de mi repertorio.
Tras salir del módulo de los comedores -donde se hallaba también la oficina del jefe O´Connor- debían recorrer a la intemperie los quince metros de una pasarela de madera. Los módulos de la base se asemejaban a los vagones de un tren: estaban dispuestos en forma de cuadrado y unidos entre sí por cuerdas de nailon a ambos lados de las pasarelas que los intercomunicaban. Michael sabía que las cuerdas estaban allí como ayuda para mantener el equilibrio. Además, en caso de que la luminosidad de la nieve cegara a alguien, como le había pasado a él, proporcionaba la única forma de hallar el camino a la salvación, pues aunque el refugio se hallase a un par de pasos por delante, podía no saberlo. Muchos hombres habían muerto en esos climas polares helados a escasos metros de sus tiendas por no haber podido verlas.