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En el siguiente módulo, donde se hallaba emplazada la enfermería, Charlotte tenía asignado un cuarto individual, algo poco habitual, aunque tampoco era merecedor de tal nombre, pues era un cubículo de dos metros y medio de ancho por tres de largo con aspecto de haber estado ocupado hasta que aterrizó el helicóptero por el anterior médico residente, un fan de la navegación, el surf y Jessica Alba a juzgar por los pósteres de la pared. Ahora, estaba de vuelta al mundo en el rompehielos de la guardia costera. Los bártulos de Charlotte se quedaron en la litera.

– Mira, si hasta la tienes decorada y todo -observó Michael, asomando la cabeza.

– Jamás se me ocurrió traerme mis propios pósteres.

– Ya lo sabes para el próximo turno -le pinchó Darryl.

– No estaré aquí para entonces -replicó ella.

Michael y Darryl se alojaban en el módulo situado al otro lado, reservado a los probetas y otro personal provisional. Ambos se vieron obligados a compartir un espacio no muy superior al del cuarto de su compañera. Había un ventanuco, en realidad era más una rejilla de ventilación, y una litera de doble altura; cada una estaba aislada por unas endebles cortinas opacas. Cubría el suelo del habitáculo una moqueta granate y amarilla, similar a las alfombras del salón de banquetes de los hoteles: capaz de resistir el efecto de un detergente industrial muy fuerte. Había una puerta de rejilla imposible de mantener cerrada y detrás de la misma se hallaba situado el único armario de la estancia, donde encontraron una recompensa inesperada.

– Ahí va, dale una miradita a esto.

Darryl le echó un vistazo.

– Alguno de los inquilinos anteriores nos ha dejado unos regalitos…

– Eso, o la NSF se ha asegurado de que nos equipemos como Dios manda. -Darryl tiró de la manga de un anorak naranja, uno de los que colgaban de la percha-. Y yo sin dejar de preguntarme por qué insistían tanto en saber mis medidas…

Además de los dos abrigos con capuchas forradas con piel de coyote, había dos chaquetones acolchados, camisetas de lana y pantalones de chándal con bolsillos suficientes para llevar encima una tienda de hardware. Michael rebuscó en la balda superior, donde encontró ropa interior de polipropileno, diseñada para repeler el sudor y mantener seco el cuerpo, manoplas de piel lo bastante grandes como para llevar puestos debajo los mitones, guantes de cuero, varios calcetines de lana y botines de neopreno y, por último, pasamontañas de lana para proteger la cabeza, el cuello y la mayor parte del rostro. Lo bajó todo y se lo entregó a Hirsch, quien tras examinarlas prendas exclamó:

– ¡Como si fuera Navidad!

– Y aún no hemos terminado.

En el suelo había un buen surtido de pares de botas perfectamente alineados y colocados por el número. Había unas bunny boots, como llamaban en el ejército a esas botas de goma con colchón de aire en la suela, suaves mukluks al más puro estilo esquimal, de hormas amplias y caña ancha, y altas botas negras de bombero, ideales para trabajar en el agua y el barro.

– Han pensado en todo, ¿verdad?

– Sí -convino el periodista mientras examinaba el alijo-.empiezo a preguntarme dónde estarán aparcadas nuestras motonieves.

El cuarto de baño común se encontraba en el rincón más alejado del módulo y por suerte estaba desocupado cuando Michael se dio una ducha de agua caliente -«No más de tres minutos», rezaba el cartel- y regresó al salón, cubierto por la misma moqueta que el dormitorio. Algún hotel de la cadena Holiday Inn debía de haber cerrado y los de la base habían comprado rollos de alfombra en la liquidación posterior.

Cerró la puerta en cuanto llegó a su dormitorio. Del otro lado de la cortina llegaban los suaves ronquidos de Darryl, tendido en la litera inferior. Las nuevas ropas de ambos ocupaban el suelo. Michael ajustó el estor negro para cubrir la abertura que hacía las veces de ventana, apagó la luz y se subió a su cama, donde reposó la cabeza sobre la alfombra de relleno de espuma de la cabecera. Un sesgado rayo del frío sol se colaba todavía en la habitación. Ajustó las cortinas y ya estaba medio grogui para cuando volvió a reclinar la cabeza sobre la almohada. Ocho horas después se despertó en la misma posición que se había dormido y por vez primera en ocho meses no fue capaz de recordar ni una sola de sus pesadillas. Se sintió profundamente aliviado.

La Escuela de la nieve era obligatoria para todos los novatos de la base. Estaba supervisada por un joven desgarbado llamado Bill Lawson. Se cubría la cabeza con un pañuelo de algodón al estilo de los bucaneros. Michael llegó a la conclusión de que el tipo había visto demasiadas veces Piratas del Caribe. Era un civil a sueldo de la Marina cuya manera de dar clase era todo un seminario de autoestima. Cuando Michael fue el primero en demostrar que era capaz de encender una fogata frotando dos piedras, dijo:

– Chachi, continúa por ese camino, Michael.

Luego, cuando Hirsch levantó una tienda de campaña en menos de diez minutos, Lawson se despachó con un «Dabuten, Darryl».

Hubo más de un «dabuten» cuando vio que éste era capaz de desmantelar y guardar el equipo sobre la cesta del trineo en menos tiempo aún.

Charlotte parecía cada vez más malhumorada, pues no ganaba ninguna de las pruebas de supervivencia. Estaba acostumbrada a ser la alumna estrella, eso resultaba obvio, y tampoco acogió de buen grado las lecciones sobre hipotermia y congelación, pues eran temas que ya dominaba ampliamente. Mientras Lawson hablaba, ella miraba fuera, a las planicies heladas que rodeaban la base por tres puntos cardinales y el dentado contorno de los picos de las Montañas Transantárticas. La cadena montañosa era de un color marrón turbio allí donde los vientos implacables se habían llevado la nieve. Pareció más desdichada todavía cuando Lawson anunció que iban a pasar la noche a la intemperie.

– ¿Dentro de una tienda…? No es que mi habitación sea gran cosa, la verdad, pero al menos, gracias a Dios, tengo una cama.

Lawson fingió tomárselo de buen humor, o tal vez, caviló Michael, el tipo era impermeable a cualquier brote de pesimismo.

– No, no. Nada de tiendas. Cada uno va a construir su propio iglú.

Wilde llegó a pensar por un segundo que Lawson iba a ponerse a dar palmas de alegría.

– Bueno, si es así como se hacen las cosas en el Polo Sur… -empezó a decir Darryl.

– Polo -le rectificó de inmediato Lawson-, Polo a secas.

Ninguno de los tres alumnos terminó de comprenderle.

– Aquí abajo nadie dice el Polo Sur, ni siquiera el Polo -les explicó-. Esa expresión os significa como turistas, como novatos. Por ejemplo, decid: «Vamos al Polo la semana próxima», y así pareceréis auténticos veteranos.

Mientras todos intentaban vocalizar la nueva locución, Lawson extrajo de su mochila cuatro dentadas sierras de nieve y procedió a entregárselas antes de hacer una demostración del modo en que se sacaban del suelo los bloques de hielo y nieve. Lo hacía como si estuviera cortando un pastel de boda. Luego, continuó con una demostración sobre el mejor modo de apilar los bloques uno sobre otro, aunque ligeramente en voladizo, a fin de conseguir algo similar a un tosco domo. Cuando terminó y se detuvo a admirar su pequeño Taj Mahal, Lawson sudaba copiosamente a pesar de que estaban bajo cero.

– ¿No se ha olvidado de algo? -preguntó Charlotte.

– La puerta, ¿no? -repuso Lawson con una sonrisa, dejando entrever unos dientes de tono perlado-. Sólo me estaba tomando un respiro.

Entonces se puso a escarbar en el suelo, como si fuera un castor, con la ayuda de una sierra, una pala y a menudo con las manos enguantadas. Conforme excavaba, echaba hacia atrás esquirlas de hielo, grumos de nieve y algún que otro guijarro a tal velocidad que parecía un astillador de madera. Bill Lawson construyó un túnel estrecho y poco profundo ante la mirada atónita de Michael. El pasaje discurría por debajo de la nieve y luego subía hasta desembocar dentro del iglú. Dejó a un lado la pala, se tendió de vientre y se metió en el túnel, donde su cuerpo desapareció por completo, botas incluidas, al cabo de un segundo. Wilde se acuclilló junto a la abertura del túnel y gritó:

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