Sólo el sargento Hatch, el ‹indio› objeto de mofas por parte del alto mando y los oficiales, parecía sobrellevarlo todo sin problema alguno. Sinclair era consciente de que ese baldón social le manchaba a él también si confraternizaba con el suboficial, y de hecho, Rutherford había ido más lejos, le había prevenido de los peligros de tratar con alguien de tan baja extracción social, pero el joven teniente había descubierto que el trato con el sargento le daba cierta estabilidad. Hatch había aceptado hacía mucho tiempo cuál era su papel tanto en la vida como en el ejército. Sabía qué pensaban de él, qué se esperaba de él y cómo iba a hacerlo. El sargento jamás buscaba la compañía de Sinclair, consciente de la diferencia de rangos, pero parecía aceptarla siempre de buen grado, eso sí, a su manera, de forma reservada, en especial desde que descubrieron que ambos eran grandes admiradores del capitán Lewis Edward Nolan, cuyas teorías sobre el adiestramiento de las monturas habían empezado a ser objeto de una notable atención. Nolan conseguía con palabras amables, caricias y un par de terrones de azúcar lo que antes se obtenía con la fusta y las espuelas. Sus métodos habían sido desarrollados sobre todo en Austria, donde él había sido cadete y luego oficial en el ejército de Su Majestad por una cuestión de honor y ahora estaba destinado en el 15º regimiento de húsares, y al igual que ellos también viajaba rumbo al mar negro.
– Lo vi en persona una vez -comentó el sargento mientras daba de comer un poco de cebada a su corcel, Absulá. La flotilla se había hecho a la mar sin suficientes reservas de forraje para los caballos, como con casi todo lo demás, razón por la cual los animales debían pasar hambre además de sufrir otros tormentos-. Se acabó por ahora -le dijo al caballo cuando le lamió la mano con desesperación en busca de más alimento. Él le acarició el hocico-. No habrá más hasta mañana.
– ¿Es el mejor jinete que habéis visto? -quiso saber Sinclair-. Me han dicho que nadie le llega ni a la suela del zapato.
El veterano esbozó una sonrisa.
– Resulta difícil saberlo. Estaba realizando un simple reconocimiento del terreno con los ayudantes de campo de lord Raglan. -Sinclair se sintió como un chiquillo, como le ocurría a menudo en compañía de Hatch-. No obstante, sí, se comportaba de una forma muy natural con el caballo, y apenas movía los pies ni las manos. El animal parecía saber qué quería su jinete de él.
Abdulá estiró el cuello y empujó el hombro de su jinete con cierta fuerza. Éste se alejó un poco.
– Quizá convendría subir a cubierta -sugirió. La invitación era poco frecuente-. Este pobre va a intentar comerse mis charreteras si seguimos aquí abajo.
Lo dijo en tono de broma, pero ambos sabían que no lo era.
Debieron pasar por encima de varios soldados indispuestos mientras se dirigían a cubierta, pues la enfermería estaba hasta los topes desde hacía mucho tiempo. Se abrían paso con dificultad cuando se escuchó el sonoro plaf. Habían tirado por la borda otro cadáver envuelto en una lona. Unos cuantos músicos de la banda militar habían interpretado la Marcha fúnebre de Saúl, de Händel, cuando se produjeron las primeras bajas, pero los oficiales restringieron ese hábito conforme las muertes fueron en aumento y los entierros marinos se convirtieron en algo cotidiano. Sinclair había escuchado cómo el capitán del barco admitía ante uno de los oficiales:
– La moral ya está por los suelos, y voy a enloquecer si vuelvo a oír ese maldito oratorio. El sargento y el teniente hallaron unos pocos metros libres de cubierta donde pudieron sentarse con la espalda apoyada contra el mástil. Hatch llenó la cazoleta de la pipa de un tabaco de aroma dulce al cual se había aficionado en la India. Winslow acertó a pasar dando un paseo y miró de forma extraña a Sinclair, y éste le devolvió la mirada de igual modo.
El suboficial notó el intercambio de miradas.
– No se hace usted ningún favor teniendo trato con los de mi clase, teniente -observó el sargento mientras encendía el tabaco.
– Yo converso con quien me place.
– No les gusta que se lo recuerden.
– ¿El qué…?
– Que no han derramado su sangre como yo en la batalla de Chillianwallah.
Dio una calada y el extraño aroma a hierba flotó en el aire. Incluso Sinclair sabía que el sargento Hatch había tomado parte en esa contienda, uno de los peores desastres de la caballería británica. Los posteriores informes sobre el escándalo evidenciaron que una brigada de caballería ligera había avanzado contra el poderoso ejército sij hasta llegar a los pies del Hilamaya sin haber tomado la precaución de enviar exploradores por delante para reconocer el terreno. De pronto, se encontraron frente a una nutrida formación enemiga. Los escuadrones del centro de la vanguardia rehusaron avanzar o recibieron órdenes de retroceder, nunca se esclareció ese punto, y volvieron grupas, sólo para chocar con las líneas siguientes. Los sij eran famosos por no dar cuartel y se lanzaron a la carga con los kirpans en alto en cuanto vieron el caos. Dos regimientos británicos y sus homólogos bengalíes dieron media vuelta y se fugaron, sacrificando así cientos de vidas y las insignias de tres regimientos. El recuerdo de la debacle todavía escocía a pesar de los cinco años transcurridos.
– Por esa razón llevo esto debajo de la camisa -dijo Hatch, alzando una cadena de la cual colgaba una dorada chapa militar con una inscripción que rezaba ‹Campaña de Punjab, 1848-49›. Volvió a esconderlo de las miradas-. Todos cuantos sobrevivimos a ese día buscamos la oportunidad de redimirnos.
El viento llevó hasta ellos el grito proferido por el vigía desde el nido del cuervo. Varios oficiales del barco lo oyeron y lo repitieron. Sinclair y Hatch se pusieron de pie enseguida y acudieron a la barandilla de estribor. Los hombres en condiciones de andar se abrieron paso a codazos hasta disponer de un sitio en cubierta, cuando se disipó el velo de la bruma, revelando la sinuosa costa de Crimea y una flotilla de navíos británicos anclados. El Henry Wilson se deslizó hacia las tranquilas aguas después de que la tripulación recogiera las velas de los juanetes y sobrejuanetes. Sinclair escuchó a lo lejos algún toque de corneta y atisbó el destello de las armas sobre la playa. Se le aceleró el pulso al comprender que el desembarco ya había comenzado. A juzgar por lo que podía discernir viendo los acantilados, Crimea era una tierra de vastas estepas, una planicie ondulada carente de árboles y arbustos, en suma, ideal para los movimientos de caballería. Le entraron ganas de subir a Áyax y llevarle hasta esas tierras, para que pudiera pastar en ellas y correr por esas colinas de apariencia bucólica.
La embarcación echó anclas cuando estuvo más cerca de la costa. Sólo entonces se percató Sinclair de la presencia de ciertos objetos flotantes que cabeceaban al ritmo de olas. Creyó en un primer momento que era alguna manifestación de vida acuática. El rítmico subibaja de esas formas recordaba al de las boyas. ¿Qué podría ser aquello? ¿Delfines tal vez? ¿podría haber focas en esas latitudes? Dejó de preguntárselo cuando una de las siluetas fue arrastrada hasta la proa del Henry Wilson y pasó junto al barco; entonces, pudo verlo: los remolinos del agua lo zarandeaban y se golpeó varias veces contra el casco de madera, pero luego giraba sobre sí mismo y se alejaba. De pronto, comprendió que eran la cabeza y los hombros de un soldado inglés aún vestido con la casaca roja. La cabeza inerte se ladeaba de un hombro a otro y tenía descarnadas las mejillas, pero los ojos vidriosos todavía mantenían fija la mirada. Enseguida se marchó, desapareciendo tras la popa, rumbo a alta mar.
Pero había muchas otras más, flotando como horrísonas manzanas rojas en un barril.
Un marino acodado cerca de Sinclair en la barandilla se santiguó.