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– ¿Cómo puedes estar tan seguro? -inquirió Charlotte.

– He consultado una fuente incuestionable, un pequeño tomo titulado Peces del océano Antártico, y ahí no figura. La morfología de su cabeza no se parece a nada que haya visto antes. Tiene una protuberancia que se bifurca sobre los ojos y una cresta púrpura.

– Eso es estupendo -exclamó Michael-. ¿Cómo le vas a llamar?

– De momento he pensado en llamarle Cryothenia, que como ya sabéis significa ‘procedente del frío’, hirschii.

– Vaya, don Modesto -comentó Charlotte entre risas.

– ¿Cómo que don Modesto? -replicó Darryl-. Los científicos llevan toda la vida poniéndoles sus nombres a las cosas, y seguro que le va a sentar como una patada en el culo a un tal doctor Edgar Montgomery, allá en Woods Hole.

– Pues entonces genial -le felicitó Michael.

– Lo que quiero hacer ahora -continuó Darryl-, y de forma inmediata, es ir a por unos cuantos ejemplares más. Debe de haber toda una colonia en las cercanías. Necesito diseccionar el que me he traído, y sería estupendo contar con unos cuantos más para conservarlos intactos.

– A lo mejor tienes suerte -sugirió Michael.

– Murphy nos ha ordenado a todos permanecer en la base hasta que amaine la tormenta, pero espero obtener permiso para llegar por lo menos hasta la caseta de inmersión, donde quiero poner algunas redes y trampas más. Seréis bienvenidos los dos. Les podréis contar a vuestros nietos que estuvisteis presentes allí donde se fraguó la Historia.

Charlotte mojó un poco más de pan en el huevo y añadió:

– Pues la verdad es que me encantaría helarme el culo pescando por ahí, pero creo que en vez de eso me voy a echar una estupenda siestecita, y bien larga.

Pero Michael, que aprovechaba como fuera cualquier oportunidad que surgiera de salir de la base, especialmente ahora que Eleanor estaba fuera de su alcance, repuso:

– Estoy listo, ¿cuándo quieres que vayamos?

Una hora más tarde cruzaron la llanura helada en una motonieve. Michael ejercía de piloto y Darryl iba detrás. El periodista había conducido ese tipo de vehículos durante años y la experiencia solía resultarle de lo más estimulante, pero hacerlo en la Antártida tenía un factor añadido. El aire era tan frío que quemaba y cada centímetro de piel expuesta ardía como si le hubieran prendido fuego, y luego, al cabo de unos segundos, se quedaba totalmente insensible. Por ello mantuvo la cabeza abatida, pegada al manillar, cubierta por el pasamontañas, con los ojos tapados con gafas protectoras y una capucha de piel bien ajustada alrededor.

El paseo hacia la cabina de inmersión, alzada sobre unas patas de hormigón, se les hizo tremendamente corto. Michael dejó que el vehículo se deslizara lentamente hasta alcanzar el pie de la rampa, que moría en la puerta. En el mismo momento en que apagó el motor, el rugido del viento lo inundó todo y les envolvió por completo, hasta el punto de casi derribar a Darryl. El periodista le agarró por el hombro para estabilizarle y después le ayudó a trasladar el equipo al interior. Cerrar la puerta fue una lucha tremenda, ya que el viento racheado amenazaba con arrancarla de las bisagras.

– Jesús -exclamó Michael, y se dejó caer sobre el banco de madera, apartándose la capucha con los mitones.

La temperatura de la caseta no era más agradable que la del exterior a causa del agujero practicado en el suelo, por donde se colaba el frío, pero al menos estaban protegidos del viento. Hirsch encendió los pesados calefactores y durante un par de minutos se limitaron a quedarse allí sentados sin intentar siquiera decir una palabra.

Poco a poco se notó el efecto de los calefactores y la diferencia de temperatura propició la formación de una fina bruma que pendía como un sudario sobre el agujero de inmersión.

– Hay un montón de hielo obstruyendo el agujero -observó Michael-. Vamos a tener que romperlo o no podremos bajar nada.

– ¿Y por qué crees que te he traído? -respondió el biólogo, mientras intentaba atar sus trampas y redes a las largas cuerdas sin quitarse los gruesos guantes.

– Debería habérmelo imaginado -comentó el periodista.

Echó un vistazo al equipo y a los instrumentos colgados en las paredes y luego examinó las herramientas esparcidas por el suelo: sierras para el hielo, cables de acero, arpones. El instrumento más apropiado parecía ser una aguzada pica, aunque era imposible usarla sin quitarse las manoplas, lo cual hizo a desgana. A pesar de todo, tenía otros guantes debajo, pero al menos eran más delgados y le permitían cerrar los dedos en torno a la empuñadura.

Una fina película de hielo recién formado cubría el agua, que se hallaba a poco más de medio metro. El trabajo de hacer practicable el agujero consistía en hundir la punta de la pica hasta quebrar el hielo, y luego tirar del instrumento para tomar impulso y dar otro golpe.

El esfuerzo agotador acabó por recordarle a Michael sus años de niñez, cuando debía limpiar con una pala la entrada de la casa después de cada nevada. Su padre siempre le aconsejaba salir y hacerlo cuanto antes, pues, tal y como le decía, ‹no te resultará más fácil cuando la nieve haya tenido tiempo de helarse›. Recordaba bien aquel dolor peculiar que le subía por los brazos cuando hundía la pala en lo que parecía nieve suelta y luego resultaba ser hielo bien duro. El estremecimiento le recorría toda la columna vertebral y hacía que le dolieran hasta los dientes. Estaba reviviendo esa sensación una y otra vez y el hombro que se había dislocado en las Cascadas comenzó a quejarse con amargura.

Al fin, consiguió reducir el hielo del fondo hasta convertirlo en una papilla medio derretida, aunque sabía que comenzaría a fraguar de nuevo con rapidez.

– ¿Estás preparado? -le preguntó a Darryl, sintiendo cómo le corría el reguero de sudor por la espalda hasta llegarle a la cintura.

– Ya está… casi -respondió Darryl, probando la abrazadera de una trampa con forma de reloj de arena.

La cuerda tenía redes y cepos atados cada cierta distancia, lo cual le confería un aspecto similar al de la pulsera de un gigante. Hirsch, para sujetarla, la había enlazado y enrollado en torno a los enormes calentadores tipo rodapié de la cabaña. Darryl se arrastró de rodillas hacia el agujero y se inclinó justo en el borde para lanzar dentro del agua el extremo lastrado del cable.

– ¿Puedes hacer más hueco? -pidió.

Michael usó la pica para retirar ese puré de cubitos a un lado. Hirsch dejó caer la cuerda dentro del agujero y el lastre sujeto al otro extremo lo arrastró hacia dentro. El torno al que iba atada zumbó conforme iba soltando más cable, arrastrando los distintos artefactos del biólogo hacia las profundidades del océano polar.

Michael utilizó la pica para apartar los grumos de hielo hasta que el instrumento saltó de su mano de forma repentina e inexplicable, y cayó dando tumbos por el agujero de hielo como un tronco que se precipita por un barranco.

– ¿Qué demonios ha pasado?

Darryl se echó a reír y alzó la mirada antes de advertirle:

– Murphy te la va a cobrar.

Michael le acompañó en sus risas hasta ver a Darryl salir lanzado de cabeza hacia el agujero. ‹Se habrá enganchado al cable›, pensó en un primero momento para evitar que éste siguiera corriendo, pero el cable simplemente rozó con fuerza debajo de su bota de goma hasta que olió a quemado y continuó desenrollándose.

Y de todas formas, no había sido culpa del cable.

Una manaza de color azul cobalto había aferrado con fuerza a Darryl por el cuello de la parka y alguien intentaba abrirse camino por debajo de la tarima de la caseta. La situación del biólogo no era fácil, pues tenía medio cuerpo fuera y la cabeza y un brazo ya sumergidos en el agua; sin embargo, agitaba el otro como un poseso para repeler a su atacante.

Michael le cogió por las botas y dio un fuerte tirón con el propósito de subirle.

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