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– Devuélvemelo… -murmuró la voz.

A Michael se le heló la sangre en las venas. Esperó, dispuesto a bloquear de nuevo la puerta, cuando escuchó risas en el otro extremo del módulo, donde estaban los baños, y el restallido de un toallazo.

– ¡Madura! -exclamó alguien.

De pronto el picaporte dejó de moverse y la sombra que había bajo la puerta desapareció. Sonó un chapoteo apresurado, de unas botas mojadas pisando sobre la alfombra seca. Segundos después, Michael oyó un portazo en el extremo más alejado del módulo y la puerta del dormitorio empezó a abrirse. Michael, que seguí aferrando el pomo, oyó maldecir a Darryl:

– Esta mierda de llave…

Michael soltó el pomo, que terminó de girar por fin. El pelirrojo entró, vestido con albornoz y zapatillas y con una toalla enrollada al cuello. Al ver a Michael detrás de la puerta se sorprendió.

– ¿Qué pasa? ¿Ahora trabajas de portero?

Michael rodeó al biólogo y se asomó al pasillo.

– ¿Has visto a alguien?

– ¿Cómo? -dijo Darryl, secándose la cabeza con vigor-. Ah, sí, creo que alguien acaba de salir. -Dejó su llave sobre el tocador-. ¿Por qué? -Michael empujó la puerta y echó la cerradura. El gélido reguero de agua sobre la alfombra ya había empezado a secarse.

Al ver el portátil abierto, Darryl preguntó:

– ¿Estabas trabajando?

– Sí -respondió Michael mientras apagaba el ordenador-. Eso estaba haciendo.

– ¿Has encontrado algo interesante en Stromviken?

– No, nada nuevo -replicó el reportero, volviéndose para ocultar cualquier gesto que pudiera delatarlo.

– Creo que voy a tomar un trago de eso -observó el biólogo al ver la copa de licor escocés.

Mientras Michael le servía whisky en un vaso, Darryl tiró la toalla sobre la cómoda. La toalla cayó al suelo, y al hacerlo tiró un cepillo y unos cuantos objetos más.

– Lo siento. El tiro de tres nunca ha sido mi fuerte.

Darryl se agachó y recogió algunas cosas de la alfombra, pero después se quedó pensativo mientras sopesaba el último objeto en su mano.

Cuando Michael le tendió la copa, Darryl le entregó a cambio lo que acababa de recoger: un collar de dientes de morsa que se desenroscó en la mano de Michael como una serpiente.

– Podrías enviárselo por correo a su viuda cuando vuelvas al mundo exterior -sugirió el biólogo-. Seguro que le gustaría tenerlo.

16 de diciembre, 20:20 horas

Una vez que Michael salió de la enfermería -algo que Eleanor lamentó-, la doctora la llevó hasta el cuarto de baño, le enseñó cómo funcionaba la ducha de agua caliente y le dejó todo lo que necesitaba. Había, por ejemplo, un cilindro alargado y suave al tacto que soltaba una pasta para frotarse los dientes cuyo sabor le recordaba a la lima, y también un cepillo con cerdas muy finas y transparentes. Eleanor se preguntó de qué animal las habrían sacado.

– Si necesitas algo más, estoy en la puerta de al lado -dijo la doctora.

Y entonces Eleanor se quedó sola; sola en un cuarto de aseo que no se parecía a nada que hubiera visto antes, con ropa limpia para ponerse por primera vez en más de ciento cincuenta años y sin tener la menor idea de qué iba a ser de ella a continuación. O qué iba a ser de Sinclair, allá donde estuviese. ¿Seguiría de exploración? ¿Tal vez cazando? ¿Acaso una tormenta lo había sorprendido demasiado lejos de la iglesia y se había perdido en un paraje desconocido?

¿Y si había regresado, sólo para encontrar que habían descorrido el cerrojo de la puerta y que la habitación se hallaba vacía? En tal caso, Sinclair se daría cuenta de que alguien había perturbado su descanso. Eleanor sintió una punzada en su interior, la misma que habría experimentado si la situación de ambos hubiera sido la contraria…, si ella hubiese tenido razones para creer que le habían arrebatado a Sinclair y se lo habían llevado Dios sabe dónde. Desde el día en que él regresó del campo de batalla y Eleanor vio su nombre en la lista de los recién ingresados, ambos estaban unidos de una forma que ella nunca podría explicarle a nadie.

Pues nadie lo entendería.

Lo había encontrado en una de las salas destinadas a pacientes con fiebres altas. Unas sucias cortinas de muselina colgaban de barras combadas por el peso, y como muy pocos de los médicos o incluso de los camilleros se atrevían a arriesgarse a que los contagiaran, no había nadie a quien preguntar dónde habían puesto a Copley. Ignorando los patéticos gritos de los que pedían agua o auxilio, de los hombres que morían de sed o atrapados en terribles delirios febriles, Eleanor había recorrido la sala de la enfermería, mirando a todas partes…, hasta que descubrió una cabeza pelirroja sobre una almohada de paja en el suelo.

– ¡Sinclair! -había exclamado Eleanor, corriendo a su lado.

Él levantó la mirada, pero no dijo nada. Después sonrió. Era una sonrisa adormilada y, gracias a ella, la enfermera Ames supo que Sinclair no creía que Eleanor estuviera realmente allí. Era la expresión de un hombre que disfrutaba conscientemente de una visión aun sabiendo que se trataba de un ensueño.

– Sinclair, soy yo -dijo Eleanor, arrodillándose junto a su jergón y agarrando su mano flácida-. Estoy aquí. De verdad.

La sonrisa se borró, como si aquel contacto erosionara el frágil sueño de Sinclair en lugar de reforzarlo.

Ella apretó su mejilla contra el dorso de la mano de Sinclair.

– Estoy aquí y tú sigues vivo. Eso es lo único que importa.

Él retiró la mano, molesto por esa nueva intromisión.

A Eleanor se le llenaron los ojos de lágrimas, pero buscó en el dispensario hasta que encontró un cántaro de agua estancada -la única disponible-, y volvió para mojarle la cara y la frente. Tenía costras de sangre seca en el bigote, y también se las limpió.

Detrás de ella había un soldado tendido en el suelo, a juzgar por los andrajos de su uniforme, un escocés de las Tierras Altas, que le tiró de la falda para suplicarle un poco de agua. Eleanor se volvió y derramó unas gotas sobre sus labios agrietados. Era un hombre ya algo mayor, de treinta y tantos años, con los dientes rotos y la piel blanca como tiza. Eleanor pensó que no le quedaban muchas horas de vida.

– Gracias, señorita -murmuró-. Se lo advierto, no se acerque a él. -Se refería a Sinclair-. Es mala gente. -De pronto apartó su pálido rostro, presa de un ataque de tos.

Está delirando, pensó Eleanor antes de devolver su atención a Sinclair. Pero fue como si, en aquellos breves segundos, su mente se hubiera despejado un poco. Ahora la miraba de forma consciente.

– Dios mío -musitó-. Eres tú.

La rompió a llorar y se agachó para abrazarle. Podía sentir la piel y los huesos de Sinclair a través del fino camisón que le habían puesto, y se preguntó cuánto tardaría en conseguir unas gachas calientes de la cocina. O en encontrarle una cama como Dios manda.

Sinclair estaba débil y cansado, pero era capaz de pronunciar unas cuantas palabras seguidas de cada vez, y Eleanor se esforzaba por completar sus frases. No quería terminar de agotarle -y además sabía que tenía otros deberes que cumplir-, pero su sola presencia parecía devolverle las fuerzas, y además temía dejarle solo aunque fuesen unas horas nada más. Cuando, por fin, no le quedó más remedio que hacerlo, le prometió volver en cuanto tuviera oportunidad, y Sinclair la siguió con la mirada hasta que la enfermera Ames desapareció tras las cortinas de muselina que ondeaban como mortajas.

Mientras se miraba en la superficie lisa y sin manchas del espejo del cuarto de baño, Eleanor recordó perfectamente la expresión del rostro de Sinclair y lo vio con tanta claridad cómo se veía ahora a sí misma. Giró las manecillas de la ducha tal como la doctora le había enseñado y, tras dejar el resto de su ropa en una cesta de mimbre, se metió con cautela bajo el chorro caliente. El agua brotaba de un artefacto circular y parecía vibrar conforme caía sobre ella. Había una pastilla de jabón -entre todos los colores, ¿tenía que ser verde?- en una especie de hornacina entre las losas de la pared. Al igual que la pasta con que se había cepillado los dientes dejaba sabor a cítrico, el jabón tenía la fragancia de un bosque de coníferas. ¿Acaso en aquel nuevo y peculiar mundo todo poseía sabores y aromas extraños? Eleanor dejó que el cálido torrente de cayera sobre los brazos, y después sobre los hombros. Como no sabía cuánto duraría aquella milagrosa cascada, puso el rostro bajo el surtidor. Todo era tan raro y tan inesperado que se sentía como si hubiera vuelto a desembarcar en Crimea.

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