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– Voy a darles de comer ahora -anunció el conductor-. Ésta es su parte favorita del viaje.

Los dos ruederos o perros de rueda, es decir, los situados justo delante del trineo, hicieron cabriolas y se relamieron cuando Danzing extrajo de debajo del pasamanos un saco de arpillera.

– Paso, no tengo hambre -dijo Michael cuando le vio saca varios nudosos tasajos de carne.

– No he dicho que fuera a ofrecerle nada -replicó el musher entre risas.

Eligió un camino junto a los herrumbrosos raíles y anduvo sobre el hielo y la tierra azotada por el viento gélido en medio de un silencio sepulcral, sólo roto por gañidos de los huskies y los graznidos de los págalos, atraídos sin duda por el alboroto de los perros y el olor de los tasajos. Aquél debía de ser el lugar más desolado en que había estado jamás, concluyó Wilde.

El témpano continuó deshelándose en el tanque y empezaron a desprenderse algunos trocitos de hielo mucho antes de lo esperado, daba casi la impresión de que alguien estaba empujando desde dentro.

Un fragmento del tamaño de una pelota de baloncesto y con un contorno aserrado se desprendió al pie del sillar y flotó en el agua, dejando un hueco a través del cual podía verse la puntera de la bota del hombre. La porción desprendida vagó a la deriva hasta ser atraída por la tubería encargada de drenar el agua del tanque y mantenerlo estable, y ahí se quedó alojada, obstruyéndola con obstinación.

El otro caño siguió abasteciendo de agua al tanque, y el nivel de ésta subió poco a poco; conforme esto ocurría, el líquido se iba colando por las fisuras y grietas de la parte superior del sillar helado, por las que se diseminaba como si fueran venas y capilares de un sistema circulatorio imposible de apreciar a simple vista. Cualquiera que hubiera pegado la oreja al hielo habría escuchado un sonido estático cuando aquél se resquebrajaba y se desmenuzaba, pero habría apreciado algo más: el chirrido de unos arañazos, similar al sonido de las uñas rascando sobre el vidrio.

Michael jamás había contemplado una playa similar a la de Stromviken: su arena era un osario gigantesco cubierto de calaveras, espinas dorsales y mandíbulas entreabiertas, todas ellas descoloridas por el sol austral y baqueteadas por un viento demoledor hasta adquirir un color blanco mortecino. Había restos de las ballenas troceadas en Stromviken: otras habían sido descuartizadas en los barcos factoría: habían arrojado los restos al mar y la marea los había empujado hasta la orilla. Una manda de focas elefante tomaba el sol y sesteaba entre los huesos y las rocas sin prestar mucha atención al hombre de la parka abultada y anteojos verdes que la enfocaba con una cámara, exactamente igual que habían hecho con todos los hombres que habían acudido hasta allí en años precedentes, que se habían ido después de matarlas de forma tan indiscriminada como las ballenas.

Sin embargo, los pinnípedos con su nariz en forma de trompa y sus ojos castaños inyectados en sangre habían resultado bastante más fáciles de cazar y matar que los cetáceos, pues en tierra eran torpes y se movían con suma lentitud. A los cazadores de focas les bastaba con acudir andando y golpearles en la probóscide; cuando los animales echaban hacia atrás las aletas, sorprendidos, les atravesaban el corazón. Aquellos enormes machos podían tardar casi una hora entera en morir desangrados. Los hombres actuaban de forma metódica y tras haberlos rodeado y cazado a todos iban a por las hembras, que seguían allí en defensa de las crías, y finalmente a por éstas también, a las cuales mataban a garrotazos si no eran demasiado pequeñas como para molestarse con ellas. El desuelle era la parte más dura. Se necesitaban cuatro o cinco hombres para despellejar por completo a un macho adulto y separar de la carne la espesa capa de grasa amarillenta que les permitía vivir cómodamente en tierras polares. Una vez hervida ésta, la mayoría de las focas, cazadas hasta su práctico exterminio, producían un par de barriles de aceite.

Los fócidos no suponían amenaza alguna para él, y Wilde lo sabía, pero aun así se aproximó con precaución, pues no deseaba provocar demasiado alboroto. Su única pretensión era reflejar con un par de instantáneas un momento de holganza de esos animales, no alarmarlos, y además las criaturas hedían.

El macho dominante del grupo se distinguía al primer golpe de vista aunque fuera sólo por su enorme tamaño. Estaba mudando de piel y había restos de pelos y pelaje alfombrando el suelo circundante, pero era un tapiz horroroso, y las crías, que eructaban cerca de allí, no ofrecían un espectáculo mucho mejor. El fotógrafo subió hasta un canto rodado, una piedra a la que siglos de castigo por parte del viento marino le había dado forma de chistera, e hizo su primera fotografía a pesar de lo difícil que era mantener el equilibrada la cámara con aquellas ventoleras. Iba a tener que desplegar el trípode para hacerlo bien.

El macho bramó mientras él estaba hurgando en su bolsa y Michael tuvo ocasión de oler un aliento hediondo a pescado muerto.

– Madre del amor hermoso, lo de enjuagarse la boca no va contigo, ¿a que no, chavalote? -masculló mientras fijaba el trípode sobre una zona nivelada de la rocosa playa.

El agua del acuario comenzó a rebosar el borde y gotear sobre el suelo de hormigón, donde formó hilillos que corrieron hacia los sumideros. El laboratorio de biología marina, como todos los módulos, se sostenía sobre bloques de hormigón ligero, por lo cual el agua simplemente corrió por los conductos de metal y cayó sobre la tierra helada de debajo.

En algunas zonas concretas, el grosor del témpano no superaba al de un mazo de cartas y los cautivos del interior ya resultaban visibles, aunque fuera de una manera borrosa. La primera zona en ceder por completo fue la parte inferior del sillar, allí donde se había desprendido el trozo de hielo que había bloqueado la tubería de desagüe. La puntera de la bota de cuero sobresalía ahora brillante como la obsidiana.

El derretimiento continuó y no tardó en aparecer una considerable grieta en el área central. Los cuerpos atrapados dentro parecían ahora como el fallo de un diamante, la imperfección de un cristal gigantesco, y dio la impresión de que el propio témpano rechazaba esos cuerpos cuando la fisura fue a más y empezó a romperse y el hielo de ambas partes de la brecha se desprendió y el agua marina bañó los cuerpos de la joven y el soldado como si se tratara de un bautismo. Ambos quedaron expuestos al aire, bañados por la luz azul lavanda del laboratorio. Yacieron inmóviles uno junto al otro durante unos segundos, meciéndose en el agua.

El hielo y la sal del mar habían corroído durante siglos la cadena desconchada que hasta ese momento los había mantenido unidos por el cuello y los hombros. Se desintegró y los trozos se deslizaron hacia el fondo del tanque.

Sinclair fue el primero en respirar una bocanada de aire y agua, lo cual le provocó un ataque de tos.

Poco después, Eleanor también tosió, y un estremecimiento incontrolable le agitó el cuerpo de la cabeza a los pies.

Empezó a ceder el poco hielo restante que todavía los sujetaba. El militar buscó el fondo del tanque con la bota… y lo encontró.

Se mantuvo en pie tan inseguro como un borracho y rápidamente tomó la mano de Eleanor, quien chorreó agua cuando la sacó de entre los restos del témpano flotante. La joven tenía la mirada perdida y los ojos apagados. La melena castaña se le pegaba a la mejilla y a la frente.

«¿Dónde estamos?», se preguntó él.

Se hallaban en el interior de una especie de cuba llena con agua marina que les llegaba hasta las rodillas, y ésta estaba en un lugar para cuya definición no encontraba palabras. Allí no había nadie más, salvo unas extrañas criaturas nadando en grandes jarras de cristal, unas jarras que emitían un tenue fulgor purpúreo y un sonido siseante.

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