Michael era capaz de ver incluso desde su posición poco ventajosa la perfección con que el grupo tiraba del arnés y seguía a Kodiak, el perro guía. Le sorprendían la velocidad y la fuerza empleadas. A veces, el subibaja de los perros en plena carrera parecía a sus ojos una mancha borrosa de sus pelajes grises y blancos; otras, su esfuerzo recordaba el movimiento de ascenso y descenso de los caballitos pintarrajeados de un tiovivo.
Los canes sabían perfectamente adónde se dirigían incluso sin necesidad de las indicaciones ocasionales del musher: «yi» para indicar a la izquierda y «ja» a la derecha. El trineo se dirigía a la antigua estación ballenera noruega, situada a cinco kilómetros costa abajo. Danzing realizaba ese trayecto de forma habitual para ejercitar a los perros y le había sugerido que tal vez le apeteciera acompañarle a fotografiar el reducto abandonado «mientras se derrite la Bella Durmiente». Había visitado el laboratorio de biología a primera hora de la mañana, pero no había nada que fotografiar todavía, y Darryl le había asegurado que transcurrirían uno o dos días antes de que acaeciera algún cambio sustancial.
– Más vale lento pero seguro -había dicho el biólogo sobre la velocidad requerida por el proceso.
Michael se mostró de acuerdo, pero al cabo de poco rato, mientras contemplaba cómo se deshelaba el témpano, descubrió que eso era tan poco divertido como ver crecer la hierba.
Una espesa bruma cubría todo la última vez que intentó realizar el viaje a Stromviken, y le impidió tomar fotografía alguna. Hoy, por el contrario, el día era frío, cinco grados bajo cero, pero muy claro, y la luz constante y persistente confería al aire una inhabitual cualidad cristalina: cosas lejanas parecían estar mucho más cerca y las cercanas parecían verse bajo el cristal de una lupa. La atmósfera y la luz antárticas le permitían tomar fotografías nítidas, limpias y con una exposición adecuada. Suponían un reto muy superior al habitual.
El periodista permanecía con los brazos cruzados sobre el pecho con la cámara bien protegida debajo del chaquetón.
– ¿Qué le parece? ¿Le gusta? -gritó Danzing, inclinándose hacia él hasta rozar la capucha de Michael con el collar de dientes de morsa.
– ¡Seguro que este trineo es capaz de ganar a un autobús!
El musher le palmeó el hombro un par de veces y luego se echó hacia atrás. Le encantaba lucirse con sus perros, y todo le parecía poco en lo tocante a ellos. Ahora bien, si el deslizador iba a aventajar a un autobús no sería en visibilidad: Michael apenas podía mirar al frente, por lo cual la primera imagen que tuvo de la vieja estación ballenera fue el casco roñoso de un vapor noruego varado sobre la costa rocosa. Junto a él estaban los restos de un muelle desmoronado hacía mucho tiempo por efecto del flujo y reflujo de la banquisa.
El arpón ballenero, un invento noruego, apuntaba a tierra más que al mar. En el pasado había disparado proyectiles punzantes de casi dos metros y en los últimos años los habían cargado con explosivos. Si el arponero era diestro, alcanzaba al cetáceo a la fuga en el dorso, entre las escápulas, y detonaba el arpón explosivo cuando se sumergía para huir, desgarrándole el corazón y los pulmones. Y eso sólo ocurría cuando el animal tenía suerte.
La batalla podía prolongarse durante horas si el artillero no andaba fino o el disparo no era letal, y durante esa pugna el cetáceo recibía más arponazos, sufría heridas y sangraba por ellas y los aventadores, los orificios de respiración. Los balleneros utilizaban un gran cabestrante para tirar del animal y arrastrarlo más y más hasta debilitarlo y al final lo acercaban al barco y lo acuchillaban a voluntad hasta matarlo. Empezaron primero por las yubartas o ballenas jorobadas; luego, fueron a por la franca austral; y por último, comenzaron a desaparecer incluso las más difícil de capturar: las rorcuales.
Esa estación ballenera en particular recibió el nombre de Stromviken y había operado de forma intermitente desde la última década del siglo XIX hasta su cierre definitivo en 1958. Al marcharse, los noruegos lo abandonaron todo: desde una locomotora a la leña. El transporte de los equipos de suministro hasta el Polo Sur había sido realmente caro, sí, pero también resultaba antieconómico llevárselos de nuevo. Ahora bien, Noruega ni siquiera había dejado de cazar ballenas y, al igual que Japón e Islandia, hacía uso de sus prerrogativas tradicionales para seguir capturando cetáceos. Cuando el hecho se mencionó de pasada una noche en el comedor, Charlotte tiró el tenedor con disgusto.
– Se acabó… Si tengo algo noruego, voy a deshacerme de ello -prometió. Darryl le había preguntado qué suponía eso exactamente, a lo cual la doctora, tras unos momentos de reflexión, le había contestado-: Voy a tener que tirar este jersey con el dibujo de un reno.
– Espera, espera, no tan deprisa -terció Michael, tirando de la etiqueta y rompiendo a reír-. ¿Lo ves? Está hecho en China.
Charlotte había suspirado con verdadero alivio.
– No veas lo que abriga.
Cuando los perros culminaron el ascenso de una pendiente helada Michael disfrutó de la primera imagen clara del campamento ballenero, que era mucho más deprimente que Point Adélie, por difícil que resultase de creer. Amplias rampas conducían desde el espigón donde atracaban los barcos de motores jadeantes con sus capturas colgando del casco, que a veces podían traer hasta veinte cetáceos, hasta una maraña de vías férreas semienterradas; la herrumbre había pintado de rojo y negro la locomotora encargada de conducir a los cetáceos desangrados hasta el lugar de faenado, un patio donde los troceaban con aguzados cuchillos y les arrancaban a tiras la enorme lengua, de cuyos músculos podían obtenerse litros y litros de aceite.
Danzing soltó un bramido y tiró de las riendas en cuanto el vehículo llegó hasta allí; luego, cuando el trineo se hubo detenido, saltó con agilidad de los deslizadores. Ahora que los patines no acuchillaban el hielo reinaba un curioso silencio; la sensación duró hasta que Wilde aguzó el oído y percibió tanto la vibración de las paredes de metal ondulado de los almacenes como la queja de las vigas de los edificios de madera y ladrillo, anteriores en el tiempo a los del metal; ambos sonidos estaban causados por el viento polar.
El conductor le tendió una mano para ayudarle a salir de la cesta del trineo cuando le vio forcejear, y Michael estuvo enseguida pisando el lodo helado de ese patio rodeado de edificios destartalados y oscuro propósito que ocupaban la cima del altozano. La factoría ballenera le recordaba a un pueblo fantasma que había fotografiado una vez en el suroeste y, bien pensado, no era de extrañar.
Sin embargo, en cierto modo, y no sabía exactamente cómo ni por qué, el establecimiento abandonado era mucho peor que aquello. Emanaba una sensación de matadero, antaño la sangre y las vísceras llegaban a los trabajadores hasta las rodillas y cubrían la tundra que ahora pisaban sus pies, y él lo sabía. Los raíles renegridos subían de forma tan empinada como los rieles de una montaña rusa, siguiendo un trayecto en línea recta, hasta alcanzar un edificio en ruinas situado a escasos cientos de metros colina arriba. Ése era el destino de las carretas mecanizadas repletas con las partes cotizadas de la ballena: la planta procesadora. El resto de los huesos y los demás despojos eran arrojados a pozos negros y a la costa, donde nubes de pájaros chillaban gozosos en medio del hedor y se lanzaban en picado sobre los restos aún humeantes.
Hacía demasiado frío para quitarse los guantes más de unos segundos, por lo cual Michael sacó con mucha torpeza el trípode y la bolsa impermeable del equipo. Entretanto, a fin de evitar que los perros arrastraran el vehículo, Danzing clavó un gancho en la nieve, o sea, echó el freno: éste consistía en un tablón de madera unido por un resorte a la cesta del trineo y un grampón o gancho metálico en el otro extremo. Como medida adicional ató el cable de frenado a una carretilla metálica de carga volcada del revés sobre la nieve a la que le faltaban dos ruedas. Kodiak se sentó sobre los cuartos traseros y fijó en él sus marmóreos ojos azules sin perderse ni un detalle de sus movimientos, permaneciendo a la espera.