Parecía impaciente hasta el capitán Rutherford, cuya flema era tan célebre como sus patillas de boca de hacha. Tras darle un buen tiento a su petaca, donde mezclaba ron y agua, se ladeó sobre la silla de montar y le confió a Sinclair:
– Hoy va a ser otro de esos días eternos.
Sinclair tomó el frasco y dio un largo trago. La guerra había sido un enorme e incesante aburrimiento desde que desembarcó el regimiento. El movido viaje por un mar encrespado se había saldado con la muerte de un buen número de caballos; después habían venido las interminables jornadas de marcha por los estrechos desfiladeros y las llanuras desiertas, por donde habían ido dejando un reguero de cadáveres sin enterrar para que se convirtieran en comida para los buitres, las alimañas y unas extrañas criaturas escurridizas a las cuales sólo era posible ver de noche. Iban y venían en sus merodeos hasta donde los soldados apostaban los puestos de guardia. Sinclair le había preguntado a uno de los exploradores turcos sobre la naturaleza de las mismas. El hombre escupió sobre el hombro izquierdo para combatir el mal agüero y luego le contestó en un murmullo:
– Kara-kondjiolos.
– ¿Y eso qué significa?
– Chupasangres -replicó el guía con desagrado-. Muerden a los muertos.
– ¿Como los chacales?
– Peor -repuso el hombre, e hizo un alto para pensar el término adecuado-, como los… malditos.
El teniente Copley había notado que cada vez que era localizada una de esas siluetas, los reclutas católicos se santiguaban de forma ostensible y todos los demás, con independencia de cuál fuera su religión, se acercaban más a las hogueras del campamento. Las criaturas nunca pasaban de ser unas figuras encorvadas que siempre permanecían al amparo de las sombras o se desplazaban casi a rastras.
Supo eso mientras viajaba por unas tierras muy distintas a las campiñas de su Inglaterra natal, y aunque no había visto un paisaje tan conmovedor desde hacía mucho tiempo, nada le hacía olvidar los pendones, las banderitas, los orfeones y los pañuelos al viento que despedían al ejército, ni siquiera la villa de Balaclava que antaño había sido un idílico puerto deportivo y ahora resultaba irreconocible. Antes de la llegada de las tropas británicas el pueblo había sido el lugar predilecto de esparcimiento de los habitantes de Sebastopol. Sus casas solariegas habían sido famosas por los tejados de tejas verdes y los cuidados jardines. Al decir de todos, cada casita y cada poste estaban engalanados con rosas, clemátides, madreselvas y vides de moscatel cuyos granos eran de un color verde claro y bastaba alargar la mano para tomarlos. Las orquídeas alfombraban las laderas de las colinas y las aguas prístinas de la bahía centelleaban como el cristal.
Eso cambió en cuanto atracó en su puerto el Agamemnon, el barco de guerra más poderoso de la armada británica, y el ejército convirtió el pueblo en su teatro de operaciones. Sólo en ese muelle desembarcaron veinticinco mil militares. Una plaga uniformada atestó las casas, marchó sobre los jardines hasta reducirlos a una masa fangosa y pisoteó las vides. La llegada de tantos soldados mareados o enfermos de cólera convirtió el pequeño y coqueto puerto sin salida al mar en una gigantesca y maloliente letrina de basura y heces.
Lord Cardigan no tenía un pelo de tonto: permaneció a varias millas de distancia, disfrutando de las comodidades de su barco privado, el Dryad, a bordo del cual saboreaba las comidas preparadas por su cocinero francés. Una riada de ordenanzas y ayudantes de campo iba y venía hasta agotar a sus caballos para llevar sus despachos. Las tropas no tardaron en apodarle «el Regatita», y usaban ese mote cuando ningún oficial podía escucharles.
– ¿Se sabe algo de Frenchie? -preguntó Rutherford.
Sinclair meneó la cabeza. En el frente no se recibía el correo ni tenían noticias del hospital de campaña desde hacía semanas. Él había visto cómo había quedado la pierna de su amigo tras la tremenda caída y sabía que jamás volvería a ser el mismo de siempre, y eso si vivía para contarlo.
De hecho, ¿sobreviviría alguno de ellos?
Hacía un día precioso, claro y despejado. Áyax piafaba, deseoso de entrar en acción. Sinclair le acarició ese largo cuello castaño suyo y le tironeó con suavidad la larga crin.
– Pronto, muchacho, pronto… -le aseguró, mientras para sus adentros se resignaba a permanecer más y más horas escuchando los ecos de alguna escaramuza lejana o el retumbo distante de los cañones rusos.
Su papel en esa campaña se parecía mucho a la situación de quien se había quedado sin entrada para el teatro y permanecía en el exterior, escuchando el tumulto y las voces del interior, pero incapaz de franquear la puerta. Se preguntaba qué estaría haciendo Eleanor en esos momentos y si se encontraría bien, y si había llegado a Londres alguna de sus cartas.
El capitán Rutherford hizo un gesto con el mentón para guiar la atención de Sinclair hacia la derecha. Un ayudante de campo acababa de abandonar la posición del comandante y bajaba al galope por una ladera casi cortada a pico y donde apenas se veía rastro de un camino. El caballo estuvo a punto de perder pie en muchas ocasiones, pero el jinete siempre fue capaz de recobrar el control en el último segundo y continuar con aquel descenso suicida.
– Sólo conozco a un jinete capaz de montar así -observó el sargento Hatch.
– ¿Quién podrá ser? -se preguntó Rutherford.
– El capitán Nolan, por supuesto -intervino Sinclair.
El mismo oficial cuyas técnicas de equitación hacían furor en toda Europa.
El jinete prosiguió, dejando a sus espaldas una nube de piedrecillas, polvo y gravilla, hasta llegar a terreno llano, donde espoleó a su montura para ir todavía más deprisa.
Lord Lucan salió al trote para encontrarse con el ayudante de campo de lord Raglan y refrenó a su montura a no más de diez metros de Sinclair, en un punto donde lindaban las cerradas formaciones de la caballería ligera y pesada que estaban bajo su mando. El penacho blanco del casco siguió balanceándose.
Nolan subió el último repecho al galope. Su caballo chorreaba sudor por los ijares. El capitán sacó un despacho del portapliegos de su arzón y lo depositó con brusquedad en la mano de lord Lucan. Sinclair era muy consciente de la baja consideración que el capitán Nolan gozaba a los ojos de lord Lucan y la mayor parte de sus oficiales, pero aun así le sorprendió al ademán perentorio con que entregó el mensaje. Lucan era famoso por sus malas pulgas, y cualquier desliz en su presencia podía acabar con un arresto por insubordinación.
Lucan enrojeció de ira, desplegó el mensaje, lo leyó y alzó los ojos, fulminado con la mirada a Nolan, cuya montura seguía removiéndose, inquieta, y le dirigió algunas palabras desafiantes. Sinclair se perdió bastantes frases, pero oyó algo así como:
– ¿Atacar…? ¿Atacar qué cañones, señor? ¿Qué cañones?
Copley y Rutherford intercambiaron una mirada. ¿Otra vez iba a impedir lord Lucan, más conocido como «Don Mirón», que sus tropas participaran en la batalla?
El capitán Nolan repitió algo con urgencia mientras señalaba al documento con tanta energía que se le mecían los rizos negros desparramados sobre el rostro. Después, alargó un brazo en dirección a las baterías rusas emplazadas en un valle al norte de Balaclava, en el extremo opuesto a su actual posición.
– ¡He ahí vuestro enemigo, señor! ¡He ahí vuestros cañones! -clamó el ayudante de campo con tal fuerza que hasta Sinclair lo escuchó con toda claridad.
El teniente Copley esperaba presenciar un estallido de rabia por parte de lord Lucan ante esa nueva impertinencia y que diera la orden de arrestar al ayudante de campo allí mismo, pero en lugar de eso, se limitó a encogerse de hombros, dar media vuelta y marcharse al trote para consultar con su archienemigo, lord Cardigan. Dijera lo que dijera ese comunicado, parecía lo bastante importante como para que optara por no ignorarlo ni adoptara una decisión por su cuenta y riesgo.