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Tras unos minutos de intensa deliberación, lord Cardigan saludó no una, sino dos veces, y se aproximó a galope tendido hasta llegar a la posición ocupada por los lanceros. Ordenó a la brigada formar en dos líneas. La primera estaba compuesta por el 17º regimiento de lanceros, el 13º de dragones ligeros y el 11º de húsares. En la segunda marchaban casi todos los miembros del 8º regimiento de húsares y el 4º de dragones ligeros. Entretanto, la caballería pesada permanecía en la retaguardia y no se dio orden de adoptar formación de combate a la artillería montada, que en circunstancias normales debería haberlos seguido. Sinclair dedujo una posible explicación: una parte del valle estaba arado, y en consecuencia era muy difícil cruzarlo.

Si le hubieran pedido que calculara la distancia, Sinclair habría dicho que los cañones estaban a kilómetro y medio escaso. La caballería debía cruzar una llanura muy plana que no ofrecía ningún tipo de cobertura, y las fuerzas rusas controlaban los dos flancos y el frente.

Sinclair distinguió una docena de cañones y varios batallones de infantería al norte, en la cima de la colina de Fedyukhin, y al sur era peor: en la colina de la Calzada había unos treinta cañones y una batería de campaña conquistada por el enemigo al apoderarse de un baluarte el día anterior. Sin embargo, el mayor peligro de todos se hallaba al fondo del valle. Si la caballería ligera debía atacar ese punto, no sólo iban a tener que recorrer todo el camino bajo una lluvia de obuses, sino que además deberían cabalgar directamente hacia la boca de una docena de cañones, respaldados por varias filas nutridas de la caballería enemiga.

Sinclair tuvo por primera vez en su vida la premonición de que iba a morir. Esa convicción no le sobrevino con un estremecimiento ni estuvo acompañada por un deseo loco de salir huyendo, fue una certeza fría y desnuda. Se había considerado prácticamente invulnerable hasta ese momento, no había dudado de ello jamás, por mucho que otros hubieran perecido en el camino por efecto del cólera o las fiebres, o abatidos por los francotiradores de las colinas. Se había sentido inmune, pero esa ilusión se terminó cuando vio el calibre de los cañones fijados en el valle norte de Balaclava.

Sinclair se hallaba en primera línea, flanqueado por Rutherford a la izquierda y el joven Owens a la derecha. El sargento Hatch cabalgaba en la segunda fila.

– Cinco libras a que llego el primero a la batería enemiga -le apostó Sinclair a Rutherford.

– Vale, hecho -aceptó el capitán-, pero, Sinclair, ¿tú tienes cinco libras?

Copley rompió a reír. El asustado Owens se las arregló para esbozar una débil sonrisa al oírles cerrar el trato; ahora, mantenía el mentón siempre bajo y el rostro se le había descarnado. Estaba blanco como la cal y le temblaba ostensiblemente la mano de la lanza.

Sinclair y todos los jinetes de alrededor enmudecieron cuando sonó una corneta. Lord Cardigan se adelantó unos metros hasta situarse completamente solo delante de toda la compañía, desenfundó su sable y lo alzó.

– La brigada va a avanzar. Caminen… Marchen… Al trote…

El sonido de la corneta se apagó y sólo se escuchó el avance de la caballería, lanza en alto. Un silencio extraño se había apoderado de todo el valle, y Sinclair lo percibió. No oía las descargas de los rifles en las alturas ni cañonazos ni el susurro de la brisa sobre la hierba corta. Todo cuanto podía escucharse eran los crujidos de las sillas de cuero y el tintineo de las espuelas. Era como si el mundo entero hubiera contenido la respiración a la espera de ver cómo de desarrollaba semejante espectáculo.

Sinclair dejó sueltas las riendas, sabedor de que no tardaría en tener que cerrar los puños y tirar de ellas con fuerza, urgiendo a Áyax para que se lanzara a una vorágine de fuego. El corcel alzó la cabeza y resopló al aire fresco, satisfecho de trotar al fin sobre un suelo compacto y nivelado.

El joven teniente hizo lo posible por mantener la vista al frente y no apartar los ojos de la esbelta figura del conde de Cardigan, que avanzaba erguido sobre la silla de montar. No le colgaba de los hombros una pelliza, tal y como tenía por costumbre, sino un sobretodo. Cardigan no volvió la vista atrás ni una sola vez, pues como era de todos sabido, eso hubiera sido interpretado como duda, y otra cosa no, pero el lord era un hombre muy seguro de sí mismo. Con independencia de lo que Sinclair y los demás pensaran de él en general, y por mucho que se mofaran de sus ropas lujosas y su insistencia en lo tocante al protocolo, ese día era una figura de lo más motivadora.

Fue entonces cuando el teniente vio al fondo del valle una nube de humo tan redonda y delicada como la roseta de la achicoria amarga, y luego otra, y otra, y otra más. La detonación de la andanada le llegó al cabo de dos segundos, y enseguida levantó géiseres de hierba y tierra. Los disparos se habían quedado cortos, mas él sabía que los artilleros rusos simplemente estaban calibrando el alcance. De pronto, y para sorpresa de Sinclair, el capitán Nolan rompió la formación y picó espuelas para dirigirse directamente tras los pasos de lord Cardigan cuando la primera línea apenas había avanzado cincuenta metros. El modo de cabalgar de Nolan era una flagrante falta de respeto a todas las usanzas militares: blandía la espada, se removía sobre el asiento y se dirigía a Cardigan a grito pelado, pero nadie escuchó sus palabras, ahogadas por el tronar de los cañones.

Copley llegó a pensar que el capitán había enloquecido, pero antes de que el conde pudiera siquiera reaccionar ante semejante numerito un obús ruso estalló en el suelo y un fragmento del mismo alcanzó a Nolan en el pecho, causándole un desgarrón tan brutal que Sinclair pudo ver cómo le latía el corazón entre las costillas. Entonces escuchó un alarido como no había oído otro igual en toda su vida y el caballo de Nolan retrocedió desbocado, llevando consigo el cuerpo ensangrentado todavía erguido sobre la silla y con el brazo inexplicablemente extendido, como si todavía intentase dirigir la carga. El aullido continuó hasta que el corcel se topó con el 4º de dragones ligeros, momento en que al fin el cuerpo de desplomó sobre el suelo.

– ¡Dios mío! -musitó Rutherford-. ¿Qué pretendía ese hombre?

Sinclair no tenía la menor idea, pero ver morir al jinete más capaz de toda la caballería británica a las primeras de cambio no presagiaba nada bueno.

La brigada trotó un poco más deprisa, aunque no mucho. El conde no se dio la vuelta para cerciorarse de cuál había sido el destino del capitán Nolan y siguió guiando a sus tropas en formación cerrada y con paso acompasado. Actuaba exactamente como si estuvieran en un desfile más que lanzando una carga hacia una verdadera catarata de fuego que causaba bajas sin cesar.

– ¡Más juntos! -gritó el sargento Hatch en la segunda fila, ordenando a los jinetes que se movieran para cubrir los huecos dejados por los hombres y las monturas derribadas-. ¡Juntaos, hacia el centro!

Áyax bajó el hocico castaño cuando se avivó el ritmo y condujo adelante a Sinclair. La espada y la escarcela le golpeteaban en los costados, la inclinación del yelmo le escudaba los ojos de los rayos del sol, el asta permanecía firme en su mano, a pesar de que se moría de ganas de recibir la orden de bajarla y sujetarla debajo del brazo. Imploró vivir lo suficiente para poder llegar a usarla.

La brigada debió soportar el fuego cruzado de fusilería y de artillería cuando llegó a la mitad del valle, pues los rusos los acribillaban desde lo alto de las colinas de Fedyukhin y de la Calzada. Las balas de mosquetes y los proyectiles y la metralla de los cañones pasaban silbando sin tregua entre las filas, hundiéndose en los costados de los caballos y derribando limpiamente a los jinetes. Los soldados no pudieron refrenar por más tiempo a los aterrados corceles, o tal vez ellos mismos no eran capaces de controlarse, pero lo cierto fue que las filas perdieron la formación inicial conforme avanzaban hacia el fondo del valle, desesperados por escapar con vida de aquella granizada de balazos. A Sinclair le resonó en los oídos una mezcolanza de plegarias y gritos de alivio, de alaridos de agonía y relinchos de caballos heridos.

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