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A esa hora, el comedor era un hervidero de probetas y reclutas, y no faltaba ni Ackerley, alias el Gnomo, quien solía tomar una botella de leche y una caja de cereales para volverse de inmediato al laboratorio botánico; podía vérsele sentado con sus colegas en una de esas mesas plegables parecidas a las usadas cuando se va de picnic. El personal de cocina, encabezado por un tipo entrecano, un cocinero veterano en los fogones de la Marina que insistía en hacerse llamar tío Barney, se las arreglaba para conseguir que los platos parecieran recién hechos a pesar de que en Point Adélie no era posible aplicar a rajatabla un horario para las comidas, pues no habría nadie capaz de cumplirlo. Nadie en toda la base, ni siquiera Murphy O´Connor, había logrado averiguar dónde estaba el truco para semejante prodigio.

Michael se adelantó a Charlotte a la hora de localizar a Darryl, prácticamente oculto ante el montón de platos llenos a rebosar de judías con arroz. El biólogo no apartaba la nariz de unos informes de laboratorio. Wilde se abrió paso hacia él y con la doctora a su lado.

Hirsch levantó la vista mientras se secaba los labios con una servilleta de papel.

– Hacéis una pareja estupenda -les saludó; luego, golpeteó los informes con la mano-. Éste es el resultado de la analítica hecha a la muestra de sangre de la botella -dijo como si fuera lo que todos estuvieran esperando escuchar.

– ¿Y te lo has traído como lectura para la cena? -preguntó de sopetón Charlotte mientras extendía la servilleta.

– Es absolutamente fascinante -insistió Darryl mientras empezaba a entrar en detalles sobre el origen de la corrupción de la sangre.

Charlotte le metió en la boca un trozo de pan sin levadura para hacerle callar y le preguntó:

– A ti no te explicó tu madre que en la mesa no se habla de ciertos temas, ¿a que no?

Michael se echó a reír, y también Darryl, una vez que se sacó el trozo de pan.

– No os hacéis ni idea, de veras, no os creeríais el número de células sanguíneas -repuso, intentando retomar el tema.

La doctora se lo impidió al decir:

– ¿Por qué no nos cuentas que has hecho hoy Michael?

El biólogo dio su brazo a torcer, partió un buen trozo de pan caliente y lo untó de mantequilla mientras el periodista les contaba la visita a la factoría noruega y la experiencia de guiar el deslizador de vuelta al campamento.

– ¿Danzing te ha dejado llevar el trineo…?

Michael asintió mientras hacía un esfuerzo por tragar un bocado de estofado especialmente correoso.

– De hecho, creí haberte visto mientras volvías de la caseta de inmersión en una motonieve.

Darryl admitió haber estado allí.

– Pero esta vez no ha picado nada que mereciera la pena. Volveré a probar suerte mañana.

Comieron en silencio durante unos minutos, tomándose su tiempo, pues en el Polo Sur cada comida, cada interrupción en el quehacer cotidiano, era una especie de comunión, una forma de indicarle la hora al cuerpo. A menudo era necesario detenerse y pensar si uno se había sentado a la mesa para desayunar o comer, aunque el tío Barney intentaba facilitar la tarea al servir los platos fuertes: montañas de salchichas para el desayuno y cantidades ingentes de espaguetis y chili con carne para el almuerzo. Betty y Tina habían sugerido el uso de las velas durante las cenas, pero los reclutas habían reaccionado de forma desaforada contra esa propuesta y habían dejado la pizarra de comunicados de Murphy llena de mensajes escritos con un lenguaje de lo más subido de tono.

Michael había intentado mostrarse paciente, pero antes de que Darryl hubiera terminado el pastel de melocotón, empezó a decir:

– ¿Tienes pensado volver al laboratorio esta noche? -el interpelado asintió con la cabeza mientras daba caza a una esquiva rodaja de melocotón en almíbar. Consumido por la impaciencia, Wilde agregó-: Lo decía porque, si no te importa, siempre podía ir yo primero y…

Darryl cazó la rodaja, se la comió y se dispuso a contestar.

– No te embales, que ya voy. -Arrugó la servilleta y la lanzó sobre el plato-. Tengo tantas ganas como tú de ver qué tal va la cosa.

– Yo también me apunto -dijo Charlotte tras dar un último sorbo a su café con leche.

Tras ponerse los abrigos, las gafas protectoras y los guantes apenas eran identificables, incluso entre sí. En el Antártico, la gente tendía a reconocer a los demás gracias a cosas muy simples como el color de la bufanda, un gorro con pompón en la punta o la forma de caminar, pues aparte de eso, todos parecían verdaderos ovillos de lana con rellenos de tela elástica.

Esa noche era inusualmente tranquila y velaba la luz del sol austral una capa de nubes tan tenue que recordaba una de esas cortinas de tela de poliéster que dejaba pasar la luz pero no el sol. Era un indicio serio del mal tiempo en ciernes.

Los tres amigos avanzaron hacia su destino haciendo crujir la nieve bajo las botas a cada paso que daban. Pudieron oír el zumbido de los taladros en el almacén de muestras cuando pasaron junto al laboratorio de glaciología, de camino hacia el cobertizo del trineo.

A lo lejos destellaban las luces del laboratorio de botánica, siempre encendidas. Parecían hacerles señales de modo que a Michael le recordaba la noche de Navidad cuando era niño, cuando sus padres le llevaban a la misa de medianoche y la expectativa flotaba en el aire. En aquel entonces, él ya sabía que un regalo le esperaba a la mañana siguiente, igual que ahora estaba convencido de que le aguardaba otro en ese laboratorio bajo y a oscuras a la vuelta de la esquina.

Darryl marchaba en la cabeza; subió al trote la rampa de acceso y esperó a sus compañeros en la entrada sin abrir la puerta, pues deseaba mantenerla abierta el menor tiempo posible. Nadie cerraba con llave los laboratorios por orden del jefe O´Connor, por lo cual en cuanto llegaron Michael y Charlotte traspasaron todos juntos el umbral sin demora.

Nada más entrar, antes incluso de haberse quitado el abrigo, Michael notó el agua desparramada por el suelo. Los vertidos y derrames eran moneda corriente en el laboratorio marino, de ahí que el piso fuera todo un bloque de hormigón y contase con sumideros de desagüe a intervalos regulares. Por todo ello, tanta humedad no era algo inusual. Sus botas de goma hicieron el típico ruido de succión cuando anduvo por el suelo encharcado hasta la encimera de la mesa de trabajo, donde estaban el monitor y el microscopio. Luego, siguió a Darryl hasta un lateral del tanque central.

El agua todavía goteaba por los bordes y hasta donde él era capaz de apreciar las tuberías de plástico seguían siendo operativas, pero en el tanque sólo había agua marina. Estaba vacío.

No había ningún trozo de hielo ni rastro alguno de los cuerpos flotando en el líquido elemento.

Quedaban trocitos de hielo, restos del témpano que flotaban sin rumbo fijo, al capricho del movimiento de las aguas. Un intenso olor salobre saturaba el aire del laboratorio, pero Michael estaba algo más que perplejo, se estaba encabronando bastante. ¿Ésa era la idea que Darryl tenía de lo que era una broma? Porque si era una broma, no tenía ni puta gracia. Debía haberle consultado, no, avisado mejor, si era necesario reubicar los cuerpos.

– Vale… ¿Qué es lo que se está cociendo aquí? -le preguntó a Hirsch-. ¿Has ordenado a alguien que los traslade a otro sitio?

Pero supo la respuesta sin necesidad de formular pregunta alguna al ver la cara de pasmo del biólogo.

– ¿Dónde están…? -preguntó inocentemente la doctora mientras se quitaba la larga bufanda del cuello.

– No… lo… sé… -contestó Darryl.

– ¿Qué significa eso de que no lo sabes? -insistió ella-. ¿Crees que Betty y Tina han recobrado el témpano?

– No lo sé -repitió Hirsch con un tono de voz que convenció a Charlotte de la sinceridad de aquél.

– Bueno, calma, no es como si los muertos se hubieran levantado y se hubieran marchado por su propio pie -repuso la doctora Barnes. Un pesado silencio acogió esa frase. Michael fue al otro lado del tanque y cerró las válvulas de entrada y salida. Reparó entonces en un taburete situado delante de un radiador y en otro, cerca de la puerta. ¿Qué razón podía haber tenido Darryl para mover los asientos de ese modo?, se preguntó.

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