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– Sé con qué celo defiendes tu intimidad, Darryl, pero dime, ¿ha estado trabajando alguien más contigo aquí dentro?

– No -contestó el interpelado en voz baja. No se había apartado del borde del tanque, seguía ahí parado, incapaz de digerir semejante desastre.

– Murphy ha de saber qué pasa aquí -sugirió Charlotte con optimismo-. Seguro que ha sido él quien ha ordenado el traslado de los cuerpos.

Dicho esto, la doctora se dirigió con mucha decisión al interfono situado a un lado de la entrada. Aun así, miró con perplejidad la extraña posición del taburete cuando se lo encontró en su camino.

Wilde siguió devanándose los sesos mientras cogía una fregona y la usaba para dirigir el agua hacia los sumideros. Entretanto, Hirsch miraba fijamente el tanque, como si los cuerpos fueran a reaparecer por arte de birlibirloque. Charlotte hablaba por el teléfono, pero Michael no fue capaz de distinguir más de alguna frase suelta. «No se encuentran aquí». «¿Estás seguro?». «Hemos mirado bien, por supuesto». Eso le bastó para saber que las noticias habían dejado a Murphy O´Connor tan confuso y sorprendido como al que más.

Darryl se retiró hasta la mesa de investigación, donde se dejó caer en la silla, delante del microscopio. Tenía el gesto pensativo y la frente surcada de arrugas. Michael se alejó del radiador, sin dejar de usar la mopa, y se dio cuenta de que el suelo estaba seco. El desbordamiento del tanque no había llegado tan lejos, y el charco de agua se concentraba alrededor del taburete. Daba la impresión de que alguien hubiera puesto algo a secar allí, y ese algo hubiera goteado en esa zona. Entonces, lanzó una mirada al otro asiento fuera de sitio y dejó la fregona apoyada sobre la pared para encaminarse enseguida hacia ese taburete.

Charlotte colgó el auricular en ese mismo momento y anunció que Murphy no tenía la menor pista sobre lo sucedido.

– Va a ponerse en contacto con Lawson y Franklin. Tal vez ellos sepan qué está pasando.

Michael estudió el suelo adyacente a la puerta, y en especial debajo del asiento. No había indicio alguno de humedad, pero de pronto sintió un chorro de aire helado entre los hombros y alzó la vista. Arriba había un ventanuco rectangular que corría por encima de la línea del tejado, aunque tenía más aspecto de ser un respiradero.

Se subió al escabel y desde allí estuvo en condiciones de apreciar que la hoja de la ventana estaba entreabierta. Los copos de nieve habían empezado a cuajar por la parte interior de la abertura, pero aun así, todavía era un buen observatorio de la explanada y se distinguían perfectamente las luces del cobertizo de la perrera, donde todo parecía estar tranquilo y en calma.

– ¿Has abierto tú ese respiradero, Darryl?

– ¿Qué…? -el biólogo alzó la mirada y vio al periodista, subido precariamente a la banqueta-. No, es más, dudo mucho que yo llegue ahí arriba.

Michael giró la manivela hasta cerrar la ventana y se bajó. Alguien la había abierto hacía poco tiempo con el propósito de mirar por el hueco.

– ¿Alguien quiere oír otra noticia? -preguntó el pelirrojo con resignación.

– ¿Es buena o mala?

– La botella de vino ha desaparecido.

– ¿Estaba en la mesa de trabajo? -inquirió Michael.

Darryl asintió.

– La dejé ahí mismo, junto al microscopio. -El biólogo tomó el portaobjetos-. Aún tengo la prueba de que esa maldita cosa ha existido: esto -continuó, alzando la lámina-, pero no hay ni rastro de la botella. Ni tampoco de los cuerpos, ya no.

«Eso me cuadra perfectamente», pensó Michael. «Quienquiera que se haya apoderado de los cuerpos ha arramblado también con la botella de vino». ¿Por qué? ¿Para qué? El panel corredizo del conducto de la ventilación debían de haberlo abierto para poder mirar. ¿Era obra de alguien que pretendía de verdad destruir todas las pruebas a fin de causar la sensación de que el hallazgo jamás se había producido? ¿Qué sentido podría tener eso?

¿Y si alguien había tenido la ocurrencia de querer sacarle partido monetario a todo el asunto? Eso tenía aún menos sentido para él. Era una ocurrencia demasiado estúpida para venir de algún probeta, aunque siempre podía ser obra de un par de reclutas a quienes se les había pasado por la cabeza que podían llevar los cuerpos al mundo civilizado y ganarse una fortuna exhibiéndolos, ¿era eso?

¿Y si sólo formaba parte de una broma, pesada y muy poco divertida? El jefe O´Connor iba a arrancarles la piel a los guasones si terminaba por resultar que todo eso era una simple payasada. Michael estaba seguro de ello.

El periodista comprendió que intentaba agarrarse a un clavo ardiendo. Todas esas ideas eran una sandez. Se dijo a sí mismo que debía calmarse y pensar. Debía ser algo más sencillo. Probablemente, Tina y Betty se había llevado el témpano para reanudar su trabajo, y si no era eso, se trataría de algo por el estilo. Seguro que el misterio se resolvía antes de que se fueran a la cama.

– ¿No había más botellas en ese arcón que sacaron del mar? -preguntó Charlotte.

– Sí, claro que sí -contestó Darryl con ojos centelleantes-. ¿Dónde han metido el arcón, Michael?

– Danzing lo había bajado del trineo la última vez que lo vi. Lo había dejado al fondo de la perrera.

– ¿Por qué no os quedáis Charlotte y tú por aquí mientras yo voy a echar un vistazo al cobertizo del trineo? Aseguraos de que no ha desaparecido nada más.

Le consumían las ganas de examinarlo todo desde que había echado un vistazo por el ventanuco.

Subió la cremallera de la parka al salir y bajó la rampa despacio, buscando con atención marcas de ruedas de una plataforma rodante, pero las únicas huellas visibles eran de suelas de botas. Quienquiera que fuera el ladrón, ¿cómo se las habían arreglado para sacar el témpano del laboratorio?

Anduvo sobre la nieve hasta llegar al cobertizo de los huskies y descubrió que al menos el arcón estaba donde lo había dejado Danzing, pero aunque seguían allí unos cuantos cachivaches, como la copa de oro con las iniciales SAC grabadas y un fajín blanco amarilleando por el tiempo, habían desaparecido todas las botellas.

– ¡Eh!, ¿qué diablos pasa aquí?

Vio a Danzing con los brazos extendidos en señal de asombro al darse la vuelta.

– Imagino que ya te lo ha contado Murphy.

– ¿El qué debía decirme O´Connor?

– Ah, pues la desaparición de los cuerpos y del bloque de hielo.

– Los perros… ¡Por amor de Dios, yo estoy hablando de los perros! Se avecina una tormenta de tomo y lomo y he venido para asegurarme de que están bien instalados para pasar la noche. -Miró en derredor como si los echara a faltar-. ¿Dónde demonios están?

La desaparición de las botellas le había causado semejante impacto que Michael había pasado por alto un hecho aún más sorprendente, pero ahora vio las estacas en el suelo y los cuencos de comida vacíos y boca abajo sobre la paja.

– ¡También ha desaparecido el trineo! -observó Danzing-. ¿Qué coño pasa aquí?

Michael no podía creer que alguien hubiera tenido valor para meter en eso a los canes, y menos sin el permiso expreso del musher, que se negaría de plano, sin duda.

– Acabo de venir para comprobar si habían robado algo del cofre -dijo Michael, sintiendo que debía dar una explicación a su presencia en ese lugar-, como así ha sido.

– A mí me importan una mierda las botellas y ese par de chupachups helados. ¿Dónde están mis perros? -bramó Danzing mientras entraba en el cobertizo pisando fuerte-. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Acabo de entrar.

– ¡Maldición!

Dio una patada a un cuenco y lo envió al otro lado del cobertizo. Después de detuvo al pie de las escaleras y se quitó un guante para tocar con los dedos una mancha de un escalón. Cuando Michael le prestó atención, el musher se había llevado las yemas de los dedos a la nariz y las estaba olisqueando.

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