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– ¿Y cuánto nos llevamos si gana esa yegua?

– Tal y como andan las apuestas, treinta guineas.

Moira estuvo a punto de derramar la limonada.

Un hombre corpulento engalanado con un frac de día cruzó la línea de salida a grandes zancadas para luego subir a la tablazón del juez de meta cubierta con unas telas de terciopelo rojo y dorado. La Union Jack flameó en lo alto de un astil elevado situado detrás de él.

– Damas y caballeros -anunció con tono estentóreo a través de una bocina-, es un honor para nosotros darles la bienvenida a la primera Copa de Oro de Su Majestad.

Eleanor y Moira se quedaron momentáneamente perplejas ante la salva de vítores y aplausos que acogió a aquellas palabras. Sinclair se inclinó hacia ellas y les explicó:

– Antes esta carrera se llamaba la Bandeja del Emperador en honor al zar Nicolás de Rusia. -Ellas lo entendieron de inmediato-. Este año se ha cambiado el nombre de la carrera, dada la situación en Crimea.

El clamor se apagó cuando se oyó otro toque de corneta. La fanfarria de notas llegó hasta las gradas más altas de la tribuna y los caballos se removían inquietos, como si estuvieran ansiosos por estirar las patas y echar a correr de una vez por todas. Los jinetes sujetaban la fusta debajo del hombro y se sostenían de pie sobre los estribos para no sobrecargar el lomo y se sostenían de pie sobre los estribos para no sobrecargar el lomo de las monturas con su peso hasta el último momento. La brisa vespertina hacía tremolar las mangas de seda de sus camisas. El hombre corpulento de la tablazón sacó una pistola de la faja del frac y la alzó mientras dos mozos de cuadra desanudaban los extremos de la cuerda y la dejaban caer de cualquier manera sobre la hierba. Cada jockey luchaba por controlar a su corcel y evitar que cruzase la línea de tiza trazada sobre el suelo.

– Jinetes… ¡Preparados! -voceó el juez de salida-. A la de tres. Uno… dos…

Disparó el arma en vez de decir ‹tres›. Entre tropezones y empellones por abrirse paso, las monturas salieron disparadas hacia la pista, ahora expedita. Durante unos instantes, mientras caballos y jinetes porfiaban por obtener una buena posición, se produjeron algunos rifirrafes; luego, echaron a galopar.

– ¿Cuál es la nuestra? -preguntó Moira a voz en grito sin dejar de pegar saltos cerca de la barandilla-. ¿Cuál es Canción de ruiseñor?

Sinclair le indicó una potra de color canela que en ese momento corría en el medio del pelotón.

– La del pelaje alazán.

– Pues no está ganando -gritó Moira con una desesperación que provocó una sonrisa en el joven oficial.

– No han recorrido ni el primer estadio -le informó Sinclair-, y la carrera consta de ocho. Hay tiempo de sobra para la remontada.

Eleanor dio un sorbo a la limonada. Confiaba en ofrecer una imagen recatada, pero en el fondo estaba tan entusiasmada como Moira. Ella no había apostado nada en su vida, ni siquiera aunque fuera con dinero ajeno, y hasta ese momento no tenía ni idea de las sensaciones que eso podía provocar. La cabeza le daba vueltas ante la sola idea de que hubiera en juego treinta guineas, que pensaba devolver a Sinclair, su legítimo dueño, en caso de que ganara la potra.

Intuyó de nuevo que el teniente había adivinado su entusiasmo. La muchacha notó cómo vibraba el suelo bajo el atronador golpeteo de los cascos. Desde las gradas le llegaba un torrente de gritos de júbilo y ánimo, así como instrucciones a voz en grito que ningún jockey llegaría a oír:

– ¡Pégate a la barandilla!

– ¡Usa la maldita fusta!

– ¿A qué estás esperando, caballito?

– El circuito de Ascot es muy exigente -le confió Sinclair a Eleanor.

– ¿Ah, sí? -A la muchacha le parecía una pista ovalada amplia y propicia, con un centro de abundante hierba verde-. ¿Y cómo es eso?

– La tierra del suelo está apelmazada y eso exige mucho al caballo, más que el derbi de Epsom Downs, en Surrey, o la carrera de Newmarket, en Suffolk.

Eleanor no había oído hablar de esas carreras, pero a diferencia de éstas, Ascot tenía el sello real. Al cruzar las imponentes verjas negras de la entrada había visto en lo alto la divisa real en relieve dorado. Se había sentido como si hubiera penetrado en el mismísimo palacio de Buckingham. Había muchos puestos ambulantes dentro del recinto, donde se vendía de todo, desde vasos de rico hordiate a manzanas de caramelo, y donde había gente de toda clase y condición, desde caballeros elegantemente ataviados que iban del brazo de sus señoras, acompañándolas, hasta rapaces desaliñados en sus puestos de tahúres con sus compinches haciendo de cebo, y alguna ocasión habría jurado que los había visto robar carteras a los transeúntes y mercancía en los tenderetes. Llevando a una de cada brazo, Sinclair las había guiado a través del gentío sin vacilación alguna hasta llegar a aquel lugar concreto, el mejor sitio desde el cual ver la carrera, según les había garantizado.

La joven enfermera tenía la impresión de que era verdad. Entonces doblaron la primera curva los corceles: todos juntos formaban un lienzo de pinceladas blancas, grises y negras al cual aportaban color las sedas y atavíos del los jinetes. Eleanor debió tomar el programa de las carreras comprado por Sinclair y abanicarse con fuerza para aliviar el calor provocado por aquel sol de justicia y espantar a las insistentes moscas. El oficial permanecía cerca, muy cerca, más de lo que solía estar ningún hombre, aunque esa cercanía parecía en parte consecuencia directa de los empujones de la multitud. Moira estaba recostada en la valla y tenía medio cuerpo fuera, apoyando sus brazos rollizos en el otro lado mientras animaba a gritos a Canción de ruiseñor.

– ¡Tira p’alante, mueve el culo!

Eleanor pilló a Sinclair mirándola, y ambos compartieron una sonrisa privada. Moira se volvió, avergonzada.

– Discúlpeme, señor. Me he dejado llevar.

– Está bien, no se inquiete. No va a ser la primera vez que la emoción le puede a alguien en el hipódromo.

La señorita Ames había oído cosas bastante peores; el trabajo en el hospital, incluso en uno dedicado exclusivamente a mujeres pudientes, le había endurecido el corazón ante los gemidos más espantosos y las mayores blasfemias. Había visto consumidas por la ira y la violencia a personas perfectamente correctas y respetables en el curso normal de sus vidas. Había aprendido que la angustia física, y a veces la perturbación mental, podían agriar el carácter de una persona hasta resultar prácticamente irreconocible: una tranquila costurera había aullado y peleado hasta el punto que fue necesario el uso de vendas para atarle las manos a los postes de la cama; una institutriz empleada en una de las mejores casas de la ciudad le había arrancado los botones del uniforme y le había tirado un orinal lleno; después de que le hubieran extraído un tumor, una modista le había clavado sus afiladas uñas hasta arañarle en los brazos y le había hecho objeto de algunas perlas que Eleanor pensaba que sólo podían usar los marineros. La muchacha había aprendido que el sufrimiento provocaba una transformación. A veces elevaba el espíritu, también había visto algunos casos de esos, pero lo habitual era que sacase lo peor de las indefensas víctimas, que pasaban pisoteando cuanto se pusiera en su camino.

La señorita Nightingale le había enseñado esa lección con hechos y palabras.

– No es ella misma, eso es todo -decía la superintendente cada vez que tenía lugar alguno de aquellos altercados.

– ¡Mira, mira, Ellie! -chilló Moira-. ¡Va a ganar, la yegua va a ganar!

La interpelada clavó la vista en la carrera y, sí, pudo ver cómo tomaba la delantera del pelotón una parpadeante marcha bermeja, minúscula como la llama de una vela. Sólo un par de corceles, uno blanco y otro negro, corrían por delante de ella. Incluso Sinclair parecía entusiasmado con el sesgo tomado por los acontecimientos.

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