– ¡Bravo! -gritó-. ¡Vamos, potrilla, vamos!
El joven estrechó el codo de Eleanor y ella notó una descarga no ya por el brazo, sino por todo el cuerpo. Apenas era capaz de concentrarse en la carrera, pues Sinclair dejó la mano donde estaba aunque sus ojos permanecían fijos en los caballos, que rodeaban el poste más lejano en aquel momento.
– La yegua blanca empieza a flaquear -anunció Moira, llena de júbilo.
– Y el caballo negro parece reventado -comentó Sinclair al tiempo que golpeaba la barandilla con el programa de carreras enrollado-. Venga, potrilla, venga, que tú puedes.
En ese momento, el arrebato de entusiasmo y el fino mostacho, casi transparente ahora que le daba de lleno el sol, conferían al joven un encanto casi juvenil. Eleanor no había dejado de advertir la atención suscitada por el teniente entre otras mujeres. Muchas damas habían girado los parasoles con el propósito de atraer la atención de Sinclair mientras atravesaba el atestado prado hasta llegar a aquel lugar, y una joven que iba del brazo de un caballero entrado en años había dejado caer el pañuelo; el teniente lo había recogido y se lo había devuelto con una media sonrisa sin dejar de avanzar. Poco a poco, la señorita Ames había cobrado conciencia de su propio atuendo, y le entraron deseos de haber tenido otro vestido más colorido y elegante, pero llevaba puesto su único traje bueno, de un tono verde boscoso con ribetes de tafetán y una manga de pernil abombada a la altura del hombro, ya pasada de moda, que se abotonaba hasta el cuello, aunque un día caluroso, especialmente uno como aquél, habría deseado no tener cubiertos los hombros y el cuello.
Moira se desabrochó el cuello de su vestido, una prenda de color amelocotonado a juego con el rojo de su pelo y su tez sonrosada, y colocó el vaso helado de la limonada en la base del cuello. Aún así, parecía al borde del desvanecimiento a causa de la creciente agitación.
Los caballos estaban llegando al lado más cercano de la pista ovalada y la yegua blanca daba síntomas de flaqueza: se retrasaba un poco más cada segundo que pasaba a pesar de que el jinete la fustigaba sin misericordia. El fogoso potro negro, por el contrario, mantenía constante su galope a cuatro tiempos, el propio de un caballo de carreras, con la esperanza de llegar a la meta sin necesidad de hacer un esfuerzo mayor. Sin embargo, Canción de ruiseñor no estaba agotada, antes bien el contrario, se esforzaba al máximo para ganar metros. Eleanor vio los músculos y los nervios de las patas cuando la potra estaba en pleno esfuerzo, subiendo y bajando la cabeza al ritmo del jockey, que permanecía inusualmente lejos de la cruz del caballo mientras le espoleaba. Las crines del cuello bailaban en el aire junto a su rostro.
– Por Dios, ¡lo va a conseguir! -gritó Sinclair.
– Es ella, ¿a que sí? -chilló Moira exultante-. Va a ganar.
Sin embargo, el corcel negro aún no se había rendido. El caballo vio por el rabillo del ojo cómo su rival le igualaba el paso y reaccionó como solía suceder en las carreras cuando una montura percibía que le ganaban: hizo acopio de sus últimas fuerzas y se lanzó hacia delante. Estaban en la octava y última parte de la milla y se hallaban virtualmente empatados, morro con morro, pero Canción de ruiseñor había reservado energías en previsión de un momento crítico como aquel, y apeló a esa energía, saliendo disparada como si le empujara una repentina racha de viento. La seda roja de los costados flameaba como lenguas de fuego cuando la yegua bañada en sudor cruzó la línea de meta como una exhalación y en lo alto de la tablazón el juez movió de un lado para otro una bandera dorada.
La multitud prorrumpió en un griterío donde se mezclaban los lamentos de desencanto de quienes habían apostado a caballos perdedores y algunos alaridos de júbilo y sorpresa. Eleanor llegó a la conclusión de que la yegua no figuraba entre los favoritos a la victoria, lo cual, hasta donde ella sabía, explicaba que su apuesta estuviera tan bien pagada. Estudió la cifra consignada en el papel mientras Moira daba saltitos. Sinclair tomó el resguardo de sus manos.
– ¿Me dais licencia para ir a recoger vuestras ganancias?
Eleanor asintió y Moira se limitó a sonreír.
Los apostantes perdedores rompieron en dos los boletos de las apuestas y los lanzaron al aire desde el graderío como si fueran confeti. Los papelitos revolotearon por encima de sus cabezas. Las dos jóvenes siguieron examinando la escena. Tres jinetes echaron pie a tierra y llevaron de las riendas a sus exhaustos corceles hasta un círculo próximo al altillo ocupado por el juez. Cada uno de ellos se desprendió de su colorida chaqueta y los mozos de cuadras las ataron con holgura a la cuerda del asta para luego alzarlas a la vista de todos: la amarilla debajo de la púrpura, situada en el medio, y en lo alto, dejando ver a la multitud quién había ganado, el color rojiblanco de Canción de ruiseñor. Parecía una sensación estúpida, y Eleanor lo sabía, pero no pudo reprimir un cierto orgullo al ver aquello. Entretanto, Moira no cabía en sí de gozo ante la perspectiva de aquellas nuevas ganancias.
– No le voy a contar a mi padre ni media palabra de todo eso o se viene desde el pueblo y me saca de aquí a palos.
La señorita Ames sabía que al menos su progenitor no haría nada parecido.
– Yo le diré a mi madre que he tenido un golpe de suerte y le enviaré un poco de dinero para hacerle la vida más llevadera. Dios sabe cuánto se lo merece.
Eleanor seguía resuelta a devolver su parte a Sinclair. Después de todo, ella no habría podido apostar más allá de la moneda de seis peniques que guardaba en su minúsculo y gastado bolso de terciopelo. El joven oficial regresó con un puñado de monedas y billetes, puso una parte en el bolso de Moira y luego esperó a que Eleanor abriera el suyo, pero ésta se negó.
– Pero es tuyo, vuestro caballo ganó y las apuestas eran muy propicias.
– No. Tú elegiste el caballo y tú pusiste el dinero.
Ames atisbó por el rabillo del ojo el gesto de su compañera de cuarto y supo que Moira no quería participar en un gesto tan noble. Lamentaba hacerle pasar un rato incómodo a su amiga. Sinclair vaciló, todavía con el dinero en la mano, y luego dijo:
– ¿Os sentiríais un poco mejor si os dijera que yo también he amasado un dinerito?
Eleanor vaciló. Él metió la mano en el bolsillo de los pantalones y sacó un fajo de billetes. Los agitó con alegría delante de ella.
– Vosotras dos sois mis amuletos de la suerte -dijo, incluyendo galantemente a Moira en el cumplido.
Eleanor se vio obligada a reír, y también Moira, y ya no tuvo motivo para oponerse, de modo que abrió el bolso y dejó que Sinclair deslizara sus ganancias en él. Jamás había tenido tanto dinero junto y estaba muy contenta de contar con la compañía del teniente para evitar un posible atraco.
Mientras cruzaban las altas verjas de la entrada, unos oscuros nubarrones asomaron por el oeste y empezaron a ensombrecer el deslumbrante sol. Acababan de salir cuando Eleanor oyó gritar a alguien:
– ¡Sinclair! ¿Qué, has ganado hoy?
Al darse la vuelta, vio a los dos hombres que habían llevado a Sinclair al hospital esa noche, sólo que ahora no lucían uniformes, sino elegantes atuendos de civil.
– ¡Por Júpiter que sí! -contestó el interpelado.
– Bueno, pues en tal caso -repuso el grandullón, el capitán Rutherford, mientras extendía la mano abierta-, no te importará ir saldando deudas, ¿a que no?
– ¿Estás seguro? ¿No preferirías considerar ese capital como una inversión y dejarla donde está a la espera de futuras ganancias…?
– Más vale pájaro en mano que ciento volando -replicó Rutherford con una sonrisa.
El teniente acudió con presteza, sacó del bolsillo una parte de los billetes y los depositó en la palma abierta.
– Discúlpeme, señorita -continuó Sinclair, y echó un paso atrás a fin de poderse presentar a la acompañante de Le Maitre, la señorita Dolly Wilson, cuyo rostro estaba oscurecido por un sombrero de ala ancha engalanado con flores de colores malva y burdeos. Ella asintió en dirección a Sinclair, que preguntó a continuación-: ¿Volvéis todos a la ciudad? Me disponía a alquilar un carruaje, aunque tal vez podamos hacer juntos el viaje.