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Tal vez había oído el ruido de las motonieves o quizá le habían pillado con la guardia baja. El equipo acumulado junto a la puerta sugería que estaba planeando una misión propia, pero si hubiera querido esconderse, ¿por qué no lo había hecho, y punto? En esos patios y almacenes de ahí abajo debía haber algo que él quería.

Y a Michael sólo se le ocurría una cosa que pudiera querer: armas.

Al llegar al pie de la colina, atisbó una mancha roja pasando como una exhalación entre dos galpones y Michael le siguió. Por suerte, no se veía a Lawson por ninguna parte y los motores de los vehículos de Murphy y su compañero se oían lejos, junto a la costa. Bien. Lo último que Michael quería era una interferencia. Si podía echarle el guante a Sinclair, sería todo para él, al menos durante un tiempo.

Se acordó en ese momento de los estantes llenos de herrumbrosos arpones en lo que debió de ser una herrería, pero ¿dónde estaba la tienda? Wilde se detuvo un segundo para recobrar el aliento y orientarse, pues había visto ese local durante su visita anterior. Se sintió capaz de localizarla otra vez, ya que se acordaba de la posición, estaba más adelante y a su derecha, y tenía un distintivo inconfundible: junto a la puerta había una enorme ancla comida por la herrumbre.

Avanzó hacia allí con el fusil lanzaarpones bien sujeto y apuntando hacia el suelo, pues temía que aquel maldito trasto se le disparase si llegaba a tropezar y caerse.

Pasó delante de un edificio vacío tras otro y se fue parando ante cada uno para echar un vistazo al interior, donde vio cadenas colgantes, poleas congeladas, enormes mesas de trabajo llenas de melladuras, sierras de arco para metales y calderos de muchos diámetros y poca altura descansando sobre sus regordetas patas metálicas.

Los establecimientos parecían estar dispuestos al azar y de cualquier manera, pero poco a poco entendió que su posición respondía a un plan concreto. Todavía era posible ver el entrecruce de los raíles de las vagonetas. Todo estaba organizado como una primitiva cadena de montaje, o de desmontaje para ser más precisos. Los locales estaban ubicados en función de lo que fueran a obtener en el despiece de la ballena, empezando por la piel y terminando en los cartílagos.

Los huesos y los dientes de cetáceo, así como los ojos congelados -del tamaño de una pelota medicinal-, se acumulaban por doquier en grandes pilas apoyadas sobre las paredes.

Llegó a una intersección. Había veredas o callejones en todas las direcciones, lo cual le obligó a recordar su primera entrada en el pueblo fantasma, cuando había venido desde el suroeste, lo cual significaba que probablemente había cruzado un gran patio azotado por el viento para luego torcer a la derecha. Siguió dicho patio y para su gran alivio acabó por ver el ancla reclinada junto a una entrada baja y en penumbra.

Aminoró el paso conforme se aproximaba, pues en el interior de la herrería no se oía ruido alguno ni había el menor indicio de vida. Tal vez su pálpito era erróneo.

Agachó la cabeza para poder meterse dentro, donde recorrió la estancia con la vista hasta descubrir al fondo otra puerta, bloqueada en parte por media docena de barriles anillados con flejes metálicos. Escudriñaba por si había algo detrás de esa abertura cuando algo pasó volando junto a su mejilla y se hundió en la pared a un palmo. El arpón se quedó clavado en la madera y el astil vibrante continuó zumbando junto a su oído.

– No dé un paso más -ordenó una voz procedente de la oscuridad de la desordenada tienda. Michael siguió sin poder ver a su adversario cuando éste añadió-: Y suelte el arma.

Michael dejó caer el fusil lanzaarpones, que resonó al golpear sobre el suelo de ladrillo. El fuste de la enorme chimenea se alzaba en el centro de la habitación -debía de haber sido la forja-. Era de ladrillo rojo y no estaba empotrada en la pared. Una figura salió de detrás de la chimenea. El fugitivo se había quitado la parka y ahora lucía sólo la casaca escarlata de la caballería. Mantenía el sable envainado a un costado, pero tenía otro arpón preparado en la mano.

– ¿Quién es usted?

– Michael, Michael Wilde.

– ¿Qué hace aquí?

– He venido a buscarle.

Se hizo un silencio incómodo, roto sólo por el quejido del viento, que había encontrado el camino para bajar por la chimenea y helar la forja. En el ambiente flotaba un ligero olor a carbón.

– Usted debe de ser el teniente Copley -aventuró Wilde.

El comentario sorprendió al inglés, pero se recobró enseguida.

– Si sabe eso, entonces Eleanor ha de estar con ustedes.

– Sí, está a salvo con nosotros -le aseguró Michael-. Nos estamos haciendo cargo de ella.

Una chispa de odio llameó en los ojos del desconocido y Michael lamentó de inmediato haberlo expresado de esa forma. Seguramente, Sinclair pensaba que nadie salvo él podía realizar esa tarea.

– Está en la base, en Point Adélie -prosiguió Michael.

– ¿Así es como se llama el sitio?

Sinclair tenía el aspecto y el acento de un verdadero aristócrata inglés, como algunos que Michael había visto en las películas, pero el destello de sus ojos dejaba entrever una locura impredecible, lo cual tampoco debía sorprenderle en exceso, aunque ahora lo único que Michael deseaba era adivinar el modo de lograr que dejara de apuntarle con el arpón.

– No hemos venido para hacerle daño -dijo Michael-. Todo lo contrario. De hecho, podemos ayudarle.

El periodista se preguntó si debía seguir hablando o si convenía más permanecer callado.

– ¿De cuántos miembros consta vuestro grupo?

La respiración entrecortada del británico levantaba vaharadas de vapor. Michael pudo apreciar por vez primera que todo aquel esfuerzo le estaba pasando factura. El hombre seguía con actitud desafiante, pero le costaba mantenerse en pie.

– Cuatro hombres. Sólo hemos venido cuatro.

La punta del arpón osciló y los párpados se le cerraron lentamente, aunque Sinclair los abrió de pronto, alarmado.

¿Estaba a punto de desmayarse o simplemente «refrescaba la imagen», como hubiera dicho Ackerley? Michael se obligó a recordar que no tenía por qué estar enfrentándose necesariamente a un enemigo peligroso.

– Trabajamos aquí, en el Polo Sur -le informó Michael por iniciativa propia-. Somos norteamericanos.

La punta del arma bajó un poco más y Michael habría jurado haber visto el atisbo de una sonrisa en los labios del teniente.

– Hace mucho tiempo fantaseé con ir a América -repuso Sinclair entre toses-. Parecía el sitio perfecto: no conocía a nadie y nadie me conocía a mí.

Michael detectó un movimiento por el rabillo del ojo en la puerta trasera. Sinclair debió seguir la dirección de esa mirada, ya que se giró con el arpón en alto antes de darle tiempo a hacer nada, salvo gritar:

– ¡Alto!

Entretanto, Franklin se las había arreglado para franquear la puerta obstaculizada por los toneles y estaba allí, fusil en mano.

Sinclair vaciló sólo una fracción de segundo, pero arrojó el arpón cuando vio subir la boca del lanzaarpones. Al mismo tiempo un arma de fuego resonó de forma atronadora y salieron volando trozos de ladrillo en todas las direcciones. El periodista notó una sensación muy similar al picotazo de un avispón cuando uno se le clavó en la mejilla; además, se le metió en el ojo una minúscula esquirla. Michael ladeó la cabeza para sacarse la mota del ojo y cuando volvió a mirar con los ojos entrecerrados, el arpón, clavado en el tonel, vibraba de forma ostensible y Franklin seguía con el arma dispuesta, pero apuntaba hacia abajo, hacia Sinclair, que se había desplomado sobre el yunque. Los brazos le colgaban flácidos a los costados y le temblaban los dedos.

Murphy acababa de irrumpir en la habitación con la pistola en alto.

– Pero ¿qué has hecho? ¿Qué has hecho? -clamó Michael.

– ¡Me lanzó un arpón! -se defendió Franklin, pero parecía alterado-. De todos modos, no le di a él, le di a la chimenea.

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