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Se agachó detrás del parabrisas para evitar el frío cortante del aire, aunque el casco aerodinámico también ayudaba lo suyo, pues le cubría las mejillas y el mentón, y tenía un cubrenucas para amortiguar el rugido del motor, además de un sistema de doble respiración para expulsar el aliento hacia fuera y mantener limpio el campo de visión. Le recordaba mucho al traje de buceo de profundidad que llevaba cuando liberó a Eleanor del glaciar.

En la mente de sus compañeros Eleanor había pasado de ser la Bella Durmiente a la condición de novia del conde Drácula. ¿Cuánto tiempo podía conservarse el secreto de su presencia en Point Adélie? ¿Cuánto tardaría en ser un problema público o incluso algo peor? El permiso de la NSF finalizaba el 31 de diciembre, dentro de nueve días, fecha para la cual estaba prevista la llegada de un avión con provisiones, y él tenía muy claro que debía subir en él. ¿Qué sería de ella entonces? ¿A quién debería contarle la historia? Y sobre todo, ¿en quién podía confiar? Michael depositaba una gran confianza en Charlotte, pero ella era la doctora Barnes, la médico de toda la base, y no se le podía pedir que hiciera de niñera. Bueno, también estaba Darryl, pero no era exactamente la clase de tipo en quien se podía confiar algo así: poca atención iba a prestarte si no eras un pez para diseccionar y al que efectuarle estudios hematológicos.

¿Y qué ocurriría si Sinclair Copley jamás aparecía? Lawson había logrado que sonara poco probable, pero cuanto más lo pensaba, más sola y aislada veía a Eleanor, en una prisión no mucho mayor que el bloque de hielo.

A menos que…

El vehículo chocó con una elevación rocosa que surgía del suelo y voló por los aires para caer con un ruido sordo y coleó mientras seguía su avance.

«Concéntrate», dijo para sus adentros, «o vas a romperte el cuello y habrás perdido todas las posibilidades». Sacudió la cabeza para soltar los grumos de nieve adheridos al visor del casco y aferró el manillar con más fuerza, pero sus pensamientos no cambiaron de dirección, y siguieron centrados en el día no tan lejano en que tuviera que abandonar la base… y a Eleanor.

Pero ¿y si conseguía llevarla con él? Se maravillaba de que no hubiera considerado todavía esa posibilidad. ¿Y si lograba hacerla subir también a ese avión? La idea era un despropósito de tal calibre que apenas si daba crédito a que perdiera el tiempo considerándola siquiera, pero todo serían ventajas para el jefe O´Connor si se llevara a cabo y él podía usar todo el peso de su considerable influencia sobre los miembros de la estación científica que estaban al tanto de la situación, podía comprar su silencio, pues en manos de Murphy estaba el hacer que sus vidas fueran fáciles o difíciles, según quisiera él.

Aun así, ¿cómo podía llevar a cabo ese plan? ¿Cómo podía hacer Eleanor todo el trayecto de regreso a Estados Unidos, sobre todo tratándose de alguien como ella? Eleanor Ames jamás había visto un avión ni un automóvil, y ya puestos, ni un reproductor de CD. Tampoco tenía ciudadanía alguna, a menos que estuviera por ahí cerca la reina Victoria para confirmarla, claro, y desde luego carecía de pasaporte.

Además de todas las dificultades manifiestas propias de semejante viaje en sí, luego estaba la otra cuestión: ¿cómo podía él cuidar de alguien con su insólita condición? «¿A qué distancia está el banco de sangre más próximo en Tacoma?», se preguntó.

A un kilómetro de su posición, Michael vio el manojo arracimado de chimeneas, almacenes, cobertizos y allí, en lo alto de la colina, el campanario de la iglesia. Se alegró de llegar a tiempo para ver cómo Murphy y Franklin continuaban a la derecha, tal y como estaba planeado, en dirección a la playa sembrada de huesos blanqueados y presidida por el Albatros. ¿Qué podían hacer con Sinclair si le hallaban vivo en la factoría noruega? ¿Lo encerraban también en la enfermería? Existían muchas posibilidades de que estuviera atrincherado en la iglesia, en la sala situada tras el altar, y Michael quería ser el primero en encontrarlo para aplacar sus temores e intentar razonar con él. Si estaba vivo, iba a mostrarse receloso, suspicaz e incluso hostil. Y tenía todos los motivos del mundo, vistas las cosas desde su perspectiva.

Por ese motivo debía estar a solas con él cuando lo encontraran, si es que lo hacían, claro está.

Alcanzó a Lawson en el patio de despiece. Éste se había detenido allí porque los raíles de las vagonetas podían destrozar las motonieves por debajo. Michael apagó el motor en cuanto llegó a su lado. El silencio era sepulcral. Alzó el visor y recibió una bofetada de frío en la cara.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Lawson.

Michael quería librarse de él a toda costa, así que le contestó:

– ¿Por qué no empiezas por echar un vistazo por esos patios de ahí y por los alrededores? Yo subiré a la iglesia e iré peinando el terreno mientras voy bajando.

Lawson colgó el casco sobre el manillar, echó mano al fusil lanzaarpones y asintió en ademán de haberle entendido antes de marcharse.

El periodista guardó su casco y se encaminó a la iglesia. Observó las lápidas ladeadas mientras subía la ladera y enseguida las hojas cerradas de la entrada. Un indicio interesante, sobre todo cuando debía haber una batiente abierta y un buen montón de nieve delante. «Tal vez haya alguien en casa», pensó.

Tenía casi encima el sol del solsticio mientras subía los escalones, razón por la cual su cuerpo apenas proyectaba sombra sobre los tablones de madera y era tan poca que prácticamente la pisaba con los pies.

Tras abrir la chirriante puerta de un empellón, entró en la iglesia, donde fue recibido por los perros del trineo, que corrieron hacia él enseguida. Apoyó una rodilla en el suelo y dejó que le lamieran los guantes y el rostro mientras giraban a su alrededor. Sin embargo, Michael recorría la estancia con la mirada. Junto a la puerta había una pila de alimentos y pertrechos, como si alguien tuviera planeado salir en breve.

Vio una vela y una botella de vino negra sobre el altar.

No sabía si pegar gritos para anunciar su presencia o si arrastrarse en silencio para pillar desprevenida a su presa.

Pero entonces se formuló una pregunta clave: ¿estaba ahí para rescatar a Sinclair o para capturarlo?

Avanzó por el pasillo central con sigilo y dio un rodeo para evitar el altar mayor a fin de acercarse a la habitación de detrás, cuya puerta estaba entornada. La empujó hasta abrirla del todo y miró en el interior. Alguien había dormido en la cama, pero el fuego de la estufa se había apagado, dejando un olor a cenizas frías y lana húmeda. El golpeteo de los postigos le atrajo hasta el ventanuco y desde él pudo atisbar cómo una figura se escabullía entre las lápidas del cementerio, eligiendo un trayecto por la parte posterior de la iglesia.

Y no era ninguno de los integrantes del grupo de búsqueda.

El fugitivo llevaba la cabeza descubierta, lo cual permitía ver su melena de color rubio castaño, igual que el bigote, y vestía una parka roja con una cruz blanca en la espalda. Michael la identificó enseguida como una de las que Danzing solía tener colgadas en la percha del cobertizo de los perros.

De modo que ése era Sinclair, el amado de Eleanor. Después de todo, seguía vivo.

Michael notó una punzada extraña, pero desapareció casi antes de que la hubiera percibido.

Salió de la habitación a la carrera. Las pisadas hicieron mucho ruido y estuvo a punto de resbalar sobre el suelo de piedra. Los perros saltaron con sus juegos, interponiéndose en su camino.

– ¡Ahora no! -gritó, apartando sus cabezas peludas.

Cuando él llegó a la puerta de la entrada, Sinclair había bajado la ladera, a veces corriendo, a veces dejándose caer y deslizándose con los brazos abiertos. Debajo de la parka entrevió el destello de un galón dorado sobre una casaca y la vaina de un sable tintineando a un lado. Entonces, el fugitivo desapareció por un callejón estrecho que discurría entre dos grandes edificios destartalados. Michael intentó bajar deprisa la helada pendiente, pero sin soltar el arma, y eso le exigía ir con más cuidado, y además, durante el descenso se iba devanando los sesos sobre el posible destino del tal Copley.

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