Se había repuesto después de esa fatídica noche en que Sinclair acudió a ella y dejó de tener fiebre al día siguiente. Moira estaba exultante a su lado u la señorita Nightingale en persona puso una silla junto a su cama y le trajo un cuenco con cereales y té.
– Tu ausencia se ha notado en las salas del hospital. Los soldados se alegrarán de volverte a ver -le aseguró Florence Nightingale.
– Y yo de verles a ellos.
– Y a uno de ellos en particular, ¿verdad? -puntualizó la superintendente. La muchacha se sonrojó-. ¿No es ése el hombre que se las arregló para colarse en nuestro hospital de Londres para que se le suturase una herida?
– Sí, señorita, es él.
Ella asintió y no habló hasta que Eleanor hubo terminado de comer casi todo el cuenco de cereales.
– ¿Existe una relación entre vosotros desde entonces?
– Sí -admitió la joven.
– Mi mayor temor cuando recluto enfermeras es que puedan tomar afecto a algún soldado confiado a su cuidado. Eso afectaría mucho a la calidad de la asistencia y, lo que es más importante, podría en tela de juicio toda nuestra misión. Tenemos muchos detractores tanto aquí como en casa, ¿los sabes, no? Claro que lo sabes…
– Sí.
– ¿Sabes cuánta gente con estrechez de miras cree que nuestras enfermeras no son más que unas oportunistas o algo peor?
Nightingale le ofreció otra cucharada de cereales. Eleanor no había recobrado aún el apetito, pero no se atrevió a rechazarla.
– Por eso debo pedirte que no hagas nada, absolutamente nada, y nunca lo repetiré lo suficiente, nada que suponga un descrédito para nuestro trabajo en este hospital.
Eleanor dijo que sí con un leve asentimiento de cabeza.
– Bien, entonces creo que nos entendemos -concluyó la superintendente, que se levantó y dejó el cuenco sobre el asiento de madera-. Confío en que tu juicio haga honor a tu palabra. -Y dicho esto se marchó hacia la puerta, donde Moira había permanecido a la espera de que terminaran de conversar, y añadió-: Ha habido otro derramamiento de sangre en la carretera de Woronzoff. Mañana a primera hora voy a necesitaros a las dos listas para el servicio.
Entonces se marchó de verdad y Eleanor dejó caer la cabeza sobre la almohada, y quedó en reposo hasta la llegada de la noche, y con ella apareció Sinclair.
Él estudió el semblante de la joven a la luz de la vela como si estuviera buscando pistas de algo, pero lo que veía parecía hacerle muy feliz.
– Estás mejor -concluyó él tras llevarle la mano a la frente-. Ha desaparecido la fiebre.
– Sí -contestó ella, y apoyó la mejilla sobre la palma abierta del teniente.
– Mañana podremos irnos de este lugar maldito.
– ¿Irnos? -Eleanor no entendió a qué se refería. Sinclair estaba en el ejército y ella debía volver al trabajo al día siguiente.
– No podemos quedarnos aquí como si tal cosa, ¿verdad? Ya no.
Ella se quedó perpleja. ¿Por qué no? ¿Qué había cambiado, salvo el hecho de que los dos se habían recuperado?
– Me las compondré para hacerme con dos caballos -prosiguió él-, aunque quizá podamos apañarnos con uno.
– Pero, Sinclair, ¿qué estás diciendo? -inquirió ella, preocupada ante la posibilidad de que le hubiera vuelto la fiebre y el pobre delirase otra vez-. ¿Adónde vamos a ir?
– Adonde queramos. Todo este puñetero país es un campo de batalla. Vayamos donde vayamos, no habrá problema en encontrar lo que necesitamos.
– ¿Y qué necesitamos?
Entonces fue cuando él le buscó los ojos con su mirada y la observó fijamente y tomó el rostro entre sus manos antes de empezar a hablar, arrodillado junto a la cama.
Y le contó toda la historia entre cuchicheos, una narración tan terrible que ella no creyó ni una sola palabra. La historia de Sinclair versaba sobre las criaturas que acechaban en las noches de Crimea para alimentarse de los muertos.
– No podría describir a esa cosa aunque la veo en sueños todas las noches -admitió.
Siguió hablando de una maldición o de una bendición que desafiaba a la mismísima muerte, de una necesidad insaciable, y en lo que ella se había convertido: una esclava, al igual que él.
Ella no pudo creerlo, y no lo hizo.
Pero sentía una herida encima del pecho y tenía una cicatriz delatora. En palabras de Sinclair eso era la prueba.
Él la besó, arrepentido, pero a ella los ojos le escocieron y se le llenaron de lágrimas. Volvió el rostro hacia la pared y abrió la boca en busca de aire. La habitación tenía una gran ventana abierta por la que entraba la brisa del océano, pero de pronto sintió como si hubieran cerrado la estancia y el ambiente se convirtió en algo opresivo y agobiante.
Sinclair la tomó de la mano, pero ella la retiró también. ¿Qué le había hecho? ¿Qué les había hecho a los dos? Si mentía, eso era que estaba loco. Si decía la verdad, ambos estaban malditos y debían afrontar un destino peor que la muerte. Eleanor era anglicana y se había criado en el seno de la Iglesia de Inglaterra sin ser especialmente devota, eso se lo dejaba a su madre y a sus hermanas, pero la situación expuesta era un sacrilegio de tal magnitud a sus ojos que ella apenas podía soportarla ni llevar la clase de vida que iba a ser necesario llevar a partir de ese momento.
– No tenía otra forma de salvarte -dijo Sinclair-. Perdóname, Eleanor, di que me perdonas.
Pero no le resultó posible en ese momento, pues sólo era capaz de respirar el aire húmedo del Bósforo y considerar todo cuanto podía hacer…
Se le planteaba un dilema sin una salida fácil, incluso ahora, mientras iba y venía por la enfermería, ya que debía hacer un esfuerzo enorme por mantener la mente lejos de la caja blanca de metal situada enfrente de ella. Bastaba extender la mano, abrirla y tomar lo que necesitaba. Lo tenía justo ahí, tentándola.
Se obligó a desviar la mirada y acudió junto a la ventana.
El perenne sol austral emitía un brillo apagado que le hacía recordar el cielo avistado durante la aciaga travesía a bordo del Coventry, pero ella sabía que no iba a haber una noche propiamente dicha. Todo cuanto allí había era una pieza sin costura que iba deshilachándose y ella sabía que a los ojos de Dios se había llevado más días de los que le habían tocado en suerte.
Michael. Michael Wilde. Sus reflexiones eran menos sombrías cuando pensaba en él. Había sido muy amable con ella, y había parecido tan avergonzado cuando se había tomado la libertad de sentarse junto a ella frente al piano. Aunque él se había comportado de un modo inoportuno, Eleanor se daba cuenta de que estaba en un mundo nuevo, donde las costumbres habían cambiado, y le quedaba mucho por aprender. Unas cajitas negras interpretaban sinfonías enteras, las luces iban y venían dándole a un botón y las mujeres podían ejercer la medicina aunque fueran negras.
Entonces recordó lo sorprendida que se había quedado su madre ante la idea de su viaje a Londres, ella sola y sin un acompañante, para hacerse enfermera. Tal vez todo aquello que antes era chocante ahora se había convertido en rutinario. Tal vez el terrible peaje pagado en la guerra de Crimea había removido la conciencia de la humanidad y había puesto final a ese tipo de matanzas sin sentido. Quizá el mundo se había convertido en un lugar donde imperaba más la inteligencia, donde las cosas cotidianas eran mucho mejores y las naciones solucionaban sus diferencias elevando el tono de voz, pero sin apelar a las armas.
Se permitió disfrutar de un rayo de esperanza, una sensación a la que estaba muy poco acostumbrada.
Estar sentada al piano había sido una sensación tan estupenda, tan normal. Había disfrutado mucho acariciando las teclas con los dedos. Era como si hubiera recuperado todas las clases de piano impartidas por la mujer del reverendo, tocando en el salón con las ventanas abiertas de par en par mientras en cocker de la familia perseguía a algún conejo en el amplio prado circundante. La señora Musgrove hacía un pedido fijo a una tienda de música en Sheffield, y ésta le enviaba una selección de partituras populares dos veces al año. De ese modo Eleanor llegó a conocer y enamorarse de tantas y tantas baladas y canciones antiguas como The Banks of the River Tweed y Barbara Allen.