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Detectó algo más al aguzar el oído: un sonido acuoso, similar a un resuello ahogado. Cuando su acompañante traspasó la entrada, el periodista actuó de forma instintiva y le hizo una señal para que guardara silencio. Lawson pareció quedarse confuso, pero Michael le indicó mediante señas que no se moviera de su posición, junto a la puerta. Luego, y sin soltar los bastones de esquiar, comenzó a abrirse paso por el dédalo de armarios. «¿Cómo va a estar aquí otro de los perros?», se preguntó. «¿Y si es más de uno? ¿Debo dar media vuelta y avisar al jefe O´Connor para que envíe refuerzos?». También sopesó la posibilidad de que Ackerley estuviera metido en algún lío y necesitase ayuda de forma inmediata.

El volumen de la música iba en aumento conforme se acercaba, pero además seguía ese extraño sonido tan similar al que se oye cuando alguien bebe a lengüetazos, o mejor aún, sorbe la sopa o los cereales con mucha leche. ¿Y si era eso? ¿Y si Ackerley se estaba comiendo unos Corn Flakes mientras se pegaba un bailoteo?

Michael se hallaba entre dos armarios imponentes. Uno estaba etiquetado como «Morrena glaciar, cuadrante SO», y en el rótulo del otro podía leerse: «Especímenes de Stromviken». Escuchó desde esa posición. Alguien masticaba, y desde luego no eran cereales. Por el sonido, parecía un estofado. Pero ¿por qué comerse una porquería recalentada en el laboratorio cuando el tío Barney servía una cena estupenda en honor al difunto?

Echó un vistazo a través de los estantes y alcanzó a ver una gran mesa de laboratorio no muy diferente a la de Darryl: un par de fregaderos, un microscopio y varias botellas de productos químicos. Sin embargo, no había nadie sentado en el taburete.

Volvió a mirar, y entonces descubrió volcadas un par de macetas; es más, una de ellas se había hecho añicos al estrellarse contra el suelo. Un iPod descansaba encima de un anaquel, acunado entre sus minúsculos altavoces. Michael salió de entre los armarios y se acercó a la mesa del laboratorio. Los sonidos de masticar y sorber procedían de algún otro sitio, y a menos altura, cerca del suelo. Vio las puntas de las botas de goma con los cierres abiertos nada más doblar la esquina. Aferró los bastones con más fuerza.

El ruido de succión se transformó en otro de desgarro, como cuando se despedaza la carne. Siguió avanzando hasta dar toda la vuelta a la mesa. Lo primero de todo vio unos hombros enormes cubiertos por una camisa de franela a punto de reventar. Un hombrón permanecía inclinado sobre un cuerpo. Estaba muy atareado. Michael habría pensado que se trataba de Danzing en ese primer momento de no haber estado bien seguro de…

… que éste había muerto.

Alzó uno de los bastones puntiagudos.

– Eh, tú, deja ya eso… -gritó, pues no tenía mejor forma describir ese comportamiento.

Aunque no tardó en averiguar qué mantenía tan atareado a ese sujeto.

El hombre acuclillado volvió la cabeza con sobresalto. La barba estaba tan ensangrentada que parecía que se la habían pintado de rojo con una brocha. También tenía los ojos inyectados en sangre y parpadeaba sin cesar.

Michael retrocedió a causa de la sorpresa mientras el hombre soltaba un gruñido y se abalanzaba sobre él de un salto. Uno de los bastones salió volando e impactó contra un armario.

– ¿Qué pasa ahí? -chilló Lawson, y empezó a abrirse paso por el laberinto de estantes, dándose golpes contra ellos.

El hombre sujetó a Wilde por el cuello casi como si quisiera algo. «Pero ¿qué quiere? ¿Ayuda?», dijo Michael para sus adentros. Entonces, soltó por la boca una vaharada de olor a sangre y a putrefacción. Y lo peor de todo era que el agresor que rasgaba la tela de la camisa de Michael era Danzing: muerto, helado, con la garganta destrozada por los colmillos de Kodiak.

El periodista retrocedió a trompicones hasta impactar contra otro montón de baldas. Él y su agresor cayeron al suelo en medio de una lluvia de tierra y semillas. Michael le cruzó la cara con el mango del bastón, deseando tener a mano algo más contundente con lo que poner fin a un forcejeo que acabó con el rostro de Danzing sobre el suyo, lo cual le permitió ver sus dientes manchados de sangre y unos ojos negros llenos de rabia y también de un pesar infinito, aunque eso Michael lo aquilató más tarde, cuando tuvo tiempo para darle vueltas a toda la escena.

De pronto, otro bastón de esquiar pasó zumbando junto a la mejilla de Michael tras abrirle un agujero en el hombro a Danzing. Éste se revolvió hacia atrás y nada más ver a Lawson se precipitó contra él, pero resbaló al pisar las semillas diseminadas por el piso. Michael aprovechó la ocasión para rodar sobre sí mismo e incorporarse a duras penas. Entretanto, Danzing tiró al suelo a Lawson de un empellón para quitárselo de encima. Éste quedó despatarrado sobre el suelo, desde donde se defendió como gato panza arriba, agitando los bastones como un poseso.

En lugar de reanudar el ataque, el musher se alejó a trompicones y se puso a mover los brazos como un simio mientras derribaba cuantas baldas se encontró en su camino en medio de una nube de tierra, semillas y arenilla. A su paso dejó un reguero de colgadores y estantes tirados.

Michael trepó por encima de los restos y se abrió camino hasta llegar a las cortinas de plástico y luego traspasó la puerta, desde donde sólo fue capaz de atisbar un manchón de sangre en la rampa y una figura oscura que cruzaba a tientas por delante de la celosía de madera y se perdía en la vorágine de la tormenta.

15 de diciembre, 22:30 horas

– ¿Qué puñetas me estáis diciendo? -les espetó el jefe O´Connor a Michael y Lawson cuando le arrinconaron en la cocina. El tío Barney estaba terminando de freír la cena no muy lejos de allí, y podía oírlos-. ¡Danzing está muerto, por el amor de Dios!

– No lo está -repitió Michael en voz baja y sin perder la templanza-. Eso es lo que intento decirte.

– ¿Tú también le viste? -inquirió Murphy a Lawson en busca de que le confirmase lo imposible.

– Sí, yo también.

Lawson lanzó una mirada a Michael, urgiéndole a continuar. Aquél añadió:

– Y ha matado a Ackerley. -Murphy se quedó pálido como la cal y por un momento dio la impresión de que iba a tragarse la lengua-. Encontramos a Ackerley en su laboratorio. Ya estaba muerto para entonces. Danzing se estaba ensañando con el cuerpo. De hecho, ahora mismo está en algún lugar de ahí fuera.

Murphy apoyó la espalda contra un frigorífico, incapaz de procesar cuanto le estaban contando, y Michael no podía culparle por ello. Tampoco él lo creería fácilmente de no haberlo visto con sus propios ojos, de no haber sido él quien hubiera sufrido el ataque del musher.

– Así pues, no está en la bolsa de cadáveres -observó Murphy, pensando en voz alta- ni en el almacén de muestras donde le dejamos.

– No, no está ahí -respondió Lawson.

– Y Ackerley está muerto -repitió el jefe O´Connor, como si todavía intentase digerir la terrible noticia.

– Muy cierto -le confirmó Michael-. Tal vez deberíamos ir a por Danzing antes de que se aleje demasiado.

– Pero si se ha vuelto loco como una cabra y se queda ahí fuera, se quedará tieso como un pajarito, ¿no? -apuntó Murphy, como si se aferrara al último rayo de esperanza.

Michael no supo qué contestar a eso. El razonamiento parecía perfectamente lógico. Un demente sin llevar siquiera un sombrero de protección debía morir expuesto a semejantes temperaturas, o por caerse en alguna grieta. El problema era que ya nada tenía sentido. Él había estado presente en la enfermería mientras expiraba y había visto a Charlotte escribir la hora de la defunción. Quienquiera que anduviera en la tempestad no tenía por qué ser Danzing necesariamente, aun cuando él no sabía qué nombre darle.

– ¿Qué hicisteis con el cuerpo de Ackerley? -inquirió Murphy mientras hacía todo lo posible por recobrar la serenidad.

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