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Pero la caballería en general, y el regimiento de lanceros en particular, no había hecho nada. Lord Raglan, el comandante en jefe de la expedición, había dado orden de no moverse, la caballería era una chistera que no debía «salir del sombrerero». Las palabras habían circulado enseguida entre las filas. La caballería debía proteger los cañones y tal vez ayudar en el sitio de la fortaleza de Sebastopol, si es que el ejército llegaba allí alguna vez.

La campaña se había convertido para Sinclair en una sucesión de humillaciones y dilaciones, y por la noche, mientras vivaqueaban en algún claro y se convertían en pasto de los mosquitos que infestaban el país, apenas necesitaba conversar con Rutherford o Frenchie. Todos conocían la opinión de los demás y estaban demasiado cansados para hacer otra cosa que no fuera beberse su cupo de ron, comerse su ración de tocino crudo sin atragantarse y buscar con desesperación alguna corriente o estanque donde poder abrevar a los caballos y rellenar las cantimploras.

Los hombres que habían enfermado durante la noche eran llevados a los carromatos de transporte a primera hora de la mañana, después, eso sí, de haberse librado de los cadáveres, a los que enterraban a toda prisa en grandes fosas comunes. El hedor de la muerte acompañaba a las tropas británicas allá donde fueran y el teniente Copley llegó a pensar que jamás lograría sacárselo de encima.

– Sinclair -le llamó su compañera de aventura, que se había vuelto hacia él-. Veo algo ahí delante. -Alzó el brazo sin apenas energía y señaló en dirección noroeste-. ¿Lo ves?

Él también pudo distinguir a lo lejos el manojo de edificios renegridos y el barco varado en la playa, un vapor a juzgar por el aspecto. ¿Estaba habitado ese lugar? ¿Por quién? ¿Serían amigos o enemigos?

Dio un tirón a las riendas con el propósito de aminorar la velocidad y acercarse más despacio, aunque ganaba en confianza a medida que se acercaba al asentamiento. No salía humo por ninguna chimenea, los haces de las lámparas no se colaban por las contraventanas y no se escuchaba el golpeteo de cacerolas ni ollas. En suma, no se veía indicio alguno de vida, a pesar de que los huskies estaban muy habituados a moverse por ese lugar y trotaban por el laberinto de oscuros callejones helados con total aplomo. Condujeron el deslizador hasta un patio absolutamente desolado, momento en que el nuevo perro guía, un animal gris con una amplia franja blanca alrededor del cuello muy similar a una bufanda, se volvió hacia Sinclair a la espera de nuevas instrucciones.

Copley se bajó del trineo.

Distinguió un artilugio provisto de tenazas entre los rieles de la vía y se apresuró a acudir caminando pesadamente. Se acuclilló para examinar sus extremos, hundidos en el suelo helado y cubiertos en parte por la nieve. Una aguda punzada de dolor le subió por la pierna al hacer ese gesto, recordándole el mordisco recibido. Los colmillos de Kodiak le habían rasgado la bota de montar, dejando suelto un buen trozo de cuero.

Eleanor se removió en el vehículo y con voz tan funesta como los alrededores preguntó:

– ¿Adónde hemos venido?

Sinclair miró en derredor y observó los almacenes y un cobertizo abierto donde había maquinaria abandonada; también pudo ver unos gigantescos peroles de hierro donde era posible cocer un hato entero de bueyes; y una telaraña de poleas y cadenas herrumbrosas. Podían verse por todo el patio rieles de tren que se entrecruzaban sin cesar y carretillas todavía más grandes de las que había visto en las minas de carbón de Newcastle.

Habían construido todo aquello con un fin específico, y no era vivir allí de forma tranquila ni cómoda. Sólo podía haber una razón: el dinero. En el Polo Sur únicamente había tres maneras de hacer caja: la pesca, la caza de ballenas o la matanza de focas, y a gran escala, además.

Al final de la vía herrumbrosa había un motor renegrido de locomotora cubierto por una fina capa de hielo de gran semejanza al glaseado del mazapán.

Dispersos por la llanura debía de haber unos treinta edificios de ventanas rajadas y entradas sin puertas sobre los goznes. En la parte posterior, en lo alto de la colina, Sinclair pudo distinguir un chapitel coronado por una cruz.

Y por un momento se detuvo al verla, pero luego prendió en él una chispa de desafío.

Apoyó la pierna herida sobre la palanca del freno y logró liberarla al cabo de un par de intentos.

– ¡Adelante! -gritó a los canes.

Los huskies vacilaron en un primer momento, pero él gritó de nuevo y agitó las riendas hasta que ellos tiraron de sus arneses y el vehículo de deslizó hacia delante.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Eleanor.

– A la cima de la colina.

– ¿Por qué? -inquirió ella con voz dubitativa.

Él sabía lo que le rondaba por la cabeza a la muchacha.

– Porque está en alto y la altura siempre ofrece una posición estratégica -adujo, aunque supo que Eleanor sospechaba la existencia de otra razón.

El tiro se abrió paso hacia lo que tenía aspecto de haber sido una herrería, a juzgar por las forjas, yunques y lanzas casi tan largas como las que él había llevado a la batalla, y luego pasó delante de un comedor atestado de mesas de caballete, donde era posible advertir candelas cubiertas por el hielo todavía descansando sobre platitos de hojalata. «Quizá luego vuelva a por las velas», dijo él para sus adentros.

Los huskies tiraron con fuerza del deslizador mientras subían la ladera empinada. Mantenían gacha la cabeza y altas las paletillas. Eran criaturas fuertes y bien entrenadas, y en otras circunstancias le habría gustado tener la oportunidad de felicitar al propietario. Alguien había obrado con aquellos fabulosos canes tan magníficamente como el señor Nolan con los caballos.

Los perros ralentizaron el ritmo conforme se acercaban a la iglesia a fin de sortear la infinidad de piedras y gastadas cruces de madera señalizadoras de las tumbas del camposanto. Los enterramientos se habían hecho sin orden ni concierto y el viento pertinaz había castigado con saña las palabras cinceladas en las lápidas hasta convertirlas en un galimatías ilegible. Un ángel sin alas permanecía en lo alto de una losa y en otra mantenía el equilibrio la estatua de una mujer llorosa a la que le faltaba un brazo. Todas las lápidas estaban orientadas hacia el mar.

Sinclair volvió a pisar el freno cuando llegaron junto a la escalinata de madera que conducía al interior del templo. Se bajó de los patines y se situó junto a Eleanor para ayudarla a salir, pero ella se acurrucó dentro de la cesta y no le extendió la mano.

– Entremos. Tiene pinta de ser el mejor refugio que puede ofrecernos este campamento -observó.

Y pronto iban a necesitarlo, pues unos nubarrones negros cubrían ya el cielo y el viento soplaba aún con más fuerza. Ese tipo de tormentas se desencadenaba de la nada, era como la tempestad que se había cebado con la nave donde viajaban, arrastrándola cada vez más al sur.

Eleanor no se movió. Su rostro extremadamente pálido se había convertido en una máscara espectral.

– Sinclair, sabes por qué yo…

– Lo sé muy bien, y no quiero oír ni una palabra sobre el asunto -replicó él.

– Pero hay muchos otros sitios donde buscar cobijo. He visto un comedor a nuestra derecha mientras veníamos hacia aquí y…

– El comedor no tenía puertas y en el techo había un boquete del tamaño de la catedral de Saint Paul.

Sin querer, la palabra «catedral» recordó a ambos un poemilla que solían recitarse el uno al otro en tiempos más felices, uno que hablaba sobre unos cocoteros altos como la catedral de Saint Paul y arena blanca como la tiza de Dover. Sinclair desterró de su mente todos esos pensamientos y puso una mano en el codo de la muchacha, a la cual prácticamente sacó del trineo en volandas.

– Eso es una superstición, pura patraña.

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