Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

– Hola, Ackerley -saludó mientras sacudía los pies en la esterilla de goma-. ¡Necesito una guarnición de ensalada!

Pero la voz que le respondió no era la de Ackerley, sino la de Lawson, y procedía de algún lugar detrás de las mamparas metálicas. Darryl se sacó la parka con un encogimiento de hombros y también el gorro, los guantes y las gafas, dejándolas en un desvencijado perchero tallado en el hueso de una ballena, y se fue en busca de Lawson.

Lo encontró sobre una peldañera ocupándose de un racimo de rojas fresas maduras que colgaban de una tracería de tubos empañados de vaho. Alrededor de su cabeza lucía racimos de relucientes frutas húmedas y, sobre las mesas, contenedores transparentes en los cuales había toda una auténtica jungla de otras plantas, como tomates, rábanos, cogollos, rosas y, lo más maravilloso de todo, orquídeas. Lucían una docena de colores distintos, desde el blanco, pasando por el fucsia, hasta el amarillo dorado. Se alzaban sobre unos extraños tallos inclinados que parecían las patas de una grulla.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó Darryl-. ¿No es éste el trabajo de Ackerley?

– He venido a echar una mano -respondió Lawson, sin comprometerse.

– Esto es como Hawai -comentó Darryl, alzando el rostro hacia las luces cálidas y brillantes montadas en el techo por encima de los tubos-. No me extraña que Ackerley odie salir de aquí. -Le echó el ojo a una fresa particularmente suculenta y dijo-: ¿Crees que le importará si pruebo una?

Lawson le miró desde lo alto de la escalerilla y contestó:

– No. Cógela.

Hirsch alzó el brazo y tomó la más baja de las fresas colgantes y después se la introdujo en la boca. El tío Barney se las apañaba para cocinar una gran cantidad de comida rica, pero no había nada comparable al sabor de una fresa recién cogida del tallo.

– A propósito, ¿dónde está él?

Lawson se encogió de hombros.

– Pregúntale a Murphy.

Esto le resultó extraño. ¿Por qué tenía que preguntarle al jefe O´Connor? También era raro que hubiera alguien allí en ausencia de Ackerley. Se parecía mucho a él, no quería que nadie extraño anduviera por su laboratorio sin estar presente.

Pero ahora que lo pensaba, tampoco el sitio tenía aspecto normal. Por lo general, estaba limpio y ordenado; sin embargo, al volver la vista a un lado y mirar por un tosco pasillo, vio un par de armarios volcados sobre un suelo manchado de tierra y lleno de muestras de líquenes y musgos. Además, descubrió una escoba y un recogedor apoyados sobre un estante, y también una bolsa negra de basura que parecía llena de desechos. «¿Qué pasa aquí? ¿Han nombrado a Lawson nuevo jardinero ayudante?», se preguntó para sus adentros.

El biólogo intentó un par más de trucos para entablar conversación, pero terminó dándose cuenta de que Lawson quería que se marchara. Normalmente, el chico era bastante sociable, e incluso en algunas ocasiones casi podía llamársele gregario, pero desde luego no en ese momento. Quizá no estaba contento con su nuevo trabajo y sólo quería terminarlo lo antes posible.

Darryl le dio las gracias por la fresa y se puso encima de nuevo todo el equipo. Algunas veces le daba la sensación de que se pasaba la mitad del tiempo en el Polo quitándose y poniéndose las mismas capas de ropa.

Cuando abandonó el laboratorio de botánica, avanzó con gran esfuerzo hacia el patio de la bandera, aferrándose con fuerza a las cuerdas guía. La nieve era tan espesa en el aire que era difícil ver nada a unos cuantos metros adelante, pero cuando se acercó al módulo de administración, vio a Murphy y a Michael con los rostros abatidos, abriéndose camino por la explanada hacia alguno de los módulos destinados a almacén. Les habría llamado, pero sabía que su voz sería arrastrada por el viento, así que se limitó a seguirles. Se dirigieron hacia uno de los cobertizos destartalados donde abrieron el candado de las puertas de acero corrugado y se metieron dentro.

Esto picó la curiosidad de Hirsch. Jamás se le debe presentar un misterio a un científico sin esperar que intente resolverlo.

El biólogo se desplazó sigilosamente dentro del cobertizo y después de quitarse las gafas cubiertas de nieve echó una mirada alrededor. Era una especie de antesala, llena de cajones de cocina y suministros para la base. Había un par de puertas de acero algo más allá que también estaban abiertas… y daban a lo que Darryl supuso había servido alguna vez como almacén y despensa para la carne.

Se adentró un paso y se detuvo abruptamente cuando vio que Murphy se volvía hacia él y le encañonaba con un arma. El reportero también estaba armado con un lanzaarpones.

– Madre del cielo, ¿qué mierda estás haciendo aquí? -inquirió el jefe con un susurro lleno de ansiedad.

Darryl estaba demasiado aturdido a la vista del armamento exhibido para ser capaz de contestar.

Michael abatió el lanzaarpones y dijo:

– Vale, lo hecho, hecho está. Simplemente quédate ahí detrás, y bien quietecito.

– ¿Por qué?

– Lo sabrás dentro de un minuto.

Murphy lideró la marcha con cautela y se desplazaron por un pasillo de unos tres metros de altura flanqueado por pilas de cajas y cajones hasta que le dieron la vuelta a una esquina y Darryl vio un cajón de madera alargado marcado con la etiqueta «Condimentos variados Heinz», encima del cual, y de forma inexplicable, una esposa ensangrentada colgaba de un tubo.

– Mierda -masculló Murphy-, mierda, mierda, mierda.

«Pero ¿qué demonios buscan?», se preguntó Darryl. «¿Qué esperan encontrar?». Durante un momento, se preguntó si no habría regresado Danzing. ¿Cómo era que el arpón que le había atravesado el pecho no le había enviado derecho al fondo del mar?

– Ackerley -dijo Murphy, elevando la voz ligeramente-. ¿Estás aquí?

¿Ackerley? ¿Estaban buscando a Ackerley? ¿Aquí o por todas partes? Y si era así, ¿a qué le tenían tanto miedo? Ese hombre era tan inofensivo como una de sus coles.

Se oyó un sonido parecido a un rasgueo, como el de un bolígrafo sobre el papel, y todos avanzaron silenciosamente hacia el siguiente pasillo. Éste también estaba vacío, pero el rasgueo aumentó de intensidad. Murphy, enarbolando el arma por delante, se dirigió hacia el siguiente corredor y allí fue donde vieron a Ackerley o a algo que se le parecía mucho. Tenía un aspecto más demacrado de lo habitual, con la cola de caballo suelta y colgando de la nuca como una ardilla muerta. Llevaba una bolsa de basura de plástico hecha jirones envolviéndole los hombros y estaba sentado en un cajón de Coca-Cola rodeado por montones de envases vacíos de soda y papeles, albaranes arrancados de las cajas, donde estaba escribiendo. En ese momento, garrapateaba en la parte de atrás de uno de ellos, reclinado en una tabla sujetapapeles apoyada en el regazo, y trabajaba con la concentración de un físico intentando desarrollar una ecuación especialmente compleja.

– Ackerley -insistió Murphy.

– No, ahora no -replicó el botánico sin mirar siquiera por encima de sus pequeñas gafas redondas.

El jefe y Michael intercambiaron una mirada entre ellos como diciendo: «Pero ¿esto de qué va?». Entretanto, Darryl simplemente se le quedaba mirando, aterrado. ¿Qué era lo que le había pasado a Ackerley? La garganta, que se le veía parcialmente bajo la bolsa de plástico, parecía destrozada, y la muñeca de la mano izquierda, la que sujetaba la tabla casi sin fuerzas, tenía aspecto de estar rota y magullada. La piel estaba moteada con goterones de sangre seca.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó el reportero en un tono de voz deliberadamente inocente.

– Tomando notas.

– ¿De qué?

Ackerley continuó escribiendo.

– ¿Sobre qué estás escribiendo? -insistió Murphy.

– Sobre el proceso de la muerte.

– Pues a mí no me pareces muerto -intervino Darryl, aunque no le pareció del todo verdad tampoco.

106
{"b":"195232","o":1}