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¿Estaba sugiriendo entonces que su compañero congelado, ese teniente Copley, era un superviviente de la carga? Fuera lo que fuese, una fantasía coherente o un registro histórico de inimaginable autenticidad, debía tomar nota.

Deslizó una mano dentro de su mochila, y con destreza sacó la grabadora.

– Si no le importa -la informó-, voy a usar este instrumento para registrar nuestra conversación.

Y apretó el botón.

Durante un buen rato, ella observó con gesto pensativo a su interlocutor y a la pequeña y brillante luz roja indicadora de que estaba en marcha, pero parecía como si no le importara en realidad. Él no estaba seguro de que ella hubiera entendido lo que le estaba diciendo, o lo que la máquina hacía en realidad. Tenía la sensación de que había tantas cosas que le resultaban novedosas, desde las doctoras negras hasta las luces eléctricas, que escogía sólo algunas cosas, una por vez para captarlas y procesarlas.

– Les ordenaron atacar las posiciones de los cañones rusos -continuó ella- y fue entonces cuando les aniquilaron. Había piezas de artillería en las colinas, a cada lado del valle, así que las probabilidades en contra eran sobrecogedoras. Estuve trabajando noche y día, igual que mi amiga Moira y las demás enfermeras, pero no podíamos con todo. Había demasiadas batallas, demasiados hombres heridos o agonizantes. No pudimos hacer más.

Él pudo observar en sus ojos cómo ella había retrocedido hasta ese momento y volvía a revivirlo.

– Estoy seguro de que usted hizo todo lo que estuvo en su mano para ayudar.

Le devolvió una mirada compungida.

– Hice cuanto pude y más -aseguró, con rotundidad. Sus ojos se nublaron al recordar aquellos sucesos que aún tenían el poder de obsesionarla-. Todas nosotras nos vimos obligadas a hacer cosas para las que no nos habían preparado.

Y el reportero comprobó entonces que aquella marea de la memoria la arrastraba consigo de regreso a su época.

A la noche siguiente de encontrar a Sinclair, lo recordaba muy bien, se había apropiado en secreto de varias cosas, entre ellas un vial de morfina. Valía más que el oro, y por ello la señorita Nightingale mantenía un ojo atento a las reservas de la misma. Escogió el momento en que ésta había dado ya la última vuelta y se suponía que Eleanor tenía que estar en las habitaciones de las enfermeras, profundamente dormida, para deslizarse por las tortuosas escaleras con una lámpara turca en la mano y rehacer el camino hacia las salas de los afectados por la fiebre. Varios soldados la confundieron con la señorita Nightingale y susurraron bendiciones a su paso.

– ¿Eso sucedió después de qué batalla? -la interrumpió Michael amablemente, aunque la voz la despertó bruscamente de su ensoñación.

– Balaclava.

– ¿En qué año ocurrió?

– A finales de octubre de 1854. Y los barracones del hospital estaban tan atestados que los hombres yacían sobre la paja, hombro con hombro.

El highlander, recordó, aquel que una vez le había advertido en su delirio de que Sinclair era un hombre malo, estaba justo a su lado. Si también lo veía sufrir mucho, había decidido compartir con él el contenido del vial, pero dedujo que era completamente innecesario en cuanto llegó a la sala. Dos camilleros con el rostro cubierto con pañuelos estaban inclinados sobre el cuerpo del escocés para cerrar los dos lados de su mugrienta manta de lana sobre él, pero no antes de que Eleanor captara un atisbo del rostro. Estaba tan blanco como una valla recién pintada de cal y la piel tenía el aspecto de una pieza de fruta seca de la que se había extraído todo el zumo y la pulpa.

– Buenas tardes, señorita -le dijo uno de ellos-. Soy yo, Taylor. -La joven reconoció al tipo orejudo del día de la amputación fatal de Frenchie-. Y Smith también está aquí -le informó, señalando al tipo fornido que cosía a toda prisa los dos lados de la manta. Ella sabía que aquel envoltorio asqueroso serviría como sudario y ataúd del muerto y que arrojarían su cuerpo en una fosa común abierta en las colinas cercanas.

Alzaron el cuerpo del suelo a la de tres y Taylor se echó a reír por debajo de su pañuelo.

– Este tipo es más ligero que una pluma.

Se deslizaron fuera de la sala, balanceando el cuerpo envuelto en la manta entre ellos y Eleanor pudo arrodillarse en el espacio que había dejado para atender a Sinclair, que, para su alivio, mostraba una mejoría evidente e inesperada.

Michael volvió a interrumpirla.

– Usted y las otras enfermeras bajo el mando de la señorita Nightingale… ¿Cuántas eran en total?

– No muchas… Un par de docenas en los mejores momentos -respondió ella, con aspecto cansado-. Muchas cayeron enfermas y murieron, pero tanto Moira como yo resistimos. Yo había encontrado una camisa limpia y una navaja para Sinclair. Usé la navaja para cortarle el pelo, ya que lo tenía infestado de piojos, y después le ayudé a afeitarse.

– Debió de estarle muy agradecido.

– Llevaba en el bolsillo el vial de morfina.

– ¿Se lo dio usted también?

Apareció en su rostro una mirada vacilante.

– No. No lo hice. Tenía tan buen aspecto que pensé en guardarlo… por miedo a que tuviera una recaída y lo necesitara entonces. -Alzó los ojos hasta Michael-. Era muy difícil de obtener.

– Ahora pasa igual -le explicó el reportero-. Eso es lo único que no ha cambiado. Sin embargo, él se recuperó, así que debió usted de sentirse muy contenta… y también orgullosa.

– ¿Orgullosa? ¿Orgullosa de qué?

Eleanor jamás habría usado esa palabra. Nunca había vuelto a sentir orgullo en su vida después de saber cuáles eran sus espantosas necesidades, y menos todavía después de ayudarle a satisfacerlas.

Y cuando se vio obligada a compartir esas mismas necesidades, no había sentido nada más que un sentimiento de vergüenza abrumador y permanente.

– ¿Qué hicieron cuando él se recuperó y terminó la guerra? ¿Regresaron ambos a Inglaterra?

– No -replicó ella, dejándose llevar por sus pensamientos durante unos momentos-. Jamás retornamos a casa.

– ¿Y eso por qué?

¿Cómo iban a volver después de haberse convertido en aquello? Porque ella enfermó nada más empezar la mejoría de Sinclair. La visita a la sala de afectados por la fiebre había tenido sus consecuencias y a la mañana siguiente, Eleanor notó los primeros síntomas: un mareo ligero y una viscosa humedad extendiéndose por su piel. Hizo cuanto pudo por disimularlo, ya que sabía que no tendría posibilidades de ver a su amado una vez la relevaran de sus obligaciones. Sin embargo, cuando acudió a su lado para llevarle un cuenco de sopa de cebada, tropezó con sus propios pies, derramando la sopa y cayéndose casi encima de él. Copley la sujetó en sus brazos y llamó pidiendo ayuda.

Un camillero con pañuelo llegó hasta allí arrastrando los pies, con la colilla de un cigarro tras la oreja, pero avivó el paso cuando vio que era Eleanor la que necesitaba ayuda y no un soldado agonizante cualquiera.

Sinclair se sentía muy acongojado y ella intentó, incluso en la situación en la que estaba, asegurarle que se encontraba bien. La escoltaron de vuelta a las habitaciones de las enfermeras en la torre, donde antes de acostarla Moira le puso inmediatamente un vaso de oporto en los labios. Era un misterio cómo se las apañaba para encontrar este tipo de cosas. Eleanor recordaba poco de lo sucedido durante la semana siguiente… aparte de ver el rostro preocupado de Moira encima del suyo, una y otra vez… y el de Sinclair en el transcurso de esa noche inolvidable.

Fue consciente del bajo sonido siseante de la máquina sólo cuando dejó de hablar. Incluso no se había dado cuenta de haber estado hablando.

– ¿Por qué no regresaron nunca a Inglaterra? -insistió Michael de nuevo.

– Allí no habríamos sido bienvenidos -aclaró ella finalmente, apoyándose en las manos-. No la menos… teniendo en cuenta lo que éramos. Nos habíamos convertido en… ¿cómo les llaman ustedes? -Empezaba a mostrarse soñolienta, confusa; fuera lo que fuese lo que le hubiera dado la doctora estaba consiguiendo su objetivo de forma indudable-. ¿Cómo les llaman a quienes han sido expulsados de su propio país?

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