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– ¿Sí? -preguntó-. ¿Quién está ahí?

El reportero se identificó y la puerta se entreabrió el espacio suficiente para dejarle entrar. Charlotte, con su ropa de hospital de color verde, tenía un aspecto tenso, y a Eleanor no se le veía por ninguna parte, allí en la zona destinada a los enfermos.

– ¿Está despierta?

La doctora suspiró y luego asintió.

– ¿Va todo bien?

Ella inclinó la cabeza hacia un lado y dijo en voz baja:

– Tenemos lo que tú llamarías algunas dificultades técnicas.

– ¿Y de qué tipo…?

– Psicológicas, emocionales… Problemas de adaptación.

Se oyó un sollozo procedente de la zona de enfermos.

– Es decir, no creo que sea exactamente un shock -aclaró la doctora-, dadas las circunstancias, pero le he administrado otro sedante suave, a ver si le ayuda.

– ¿Crees que sería positivo que entre y hable con ella antes de que le haga efecto? -susurró Michael.

Charlotte se encogió de hombros.

– Quién sabe… Quizá le sirva para distraerse un poco. -Pero cuando él se dirigía hacia donde se encontraba la enferma, le advirtió-: Eso siempre que no le digas nada que la altere.

Michael se preguntó cómo era posible decirle algo a Eleanor Ames sin mencionar nada que pudiera molestarla.

Cuando entró en la zona, se la encontró de pie con un suave y esponjoso albornoz blanco, mirando hacia fuera por el estrecho panel de la ventana. La mayoría del cristal estaba cubierto de nieve y sólo dejaba pasar un pálido simulacro de luz diurna. Volvió rápidamente la cabeza cuando él accedió a la habitación, temerosa, asustadiza y claramente algo avergonzada por haber sido sorprendida con aquel atuendo doméstico. Tiró de las solapas del albornoz para cerrarlas bien y después retornó a su contemplación de la ventana.

– No hay mucho que ver hoy -comentó Michael.

– Él está ahí fuera.

El reportero no tuvo que preguntar a quién se refería.

– Está allí fuera, completamente solo.

Una abundante bandeja de comida yacía intacta en la mesilla de noche.

– Y ni siquiera sabe que le he dejado en contra de mi voluntad.

Eleanor comenzó a andar de un lado para otro con un par de zapatillas blancas y los ojos llorosos clavados en la ventana. Había experimentado una transformación extraña; la primera vez que Michael la había visto, en el iceberg y luego en la iglesia, le había parecido tan ajena a este mundo, tan fuera de lugar y de época. Nunca había puesto en duda que estaba hablando con alguien de quien le separaba un gran abismo de tiempo y experiencia, sin lugar a dudas.

Pero ahora, con el cuello del albornoz blanco ceñido alrededor del rostro, el cabello recién lavado colgándole libremente por la espalda, y arrastrando las zapatillas por el suelo de linóleo, tenía el mismo aspecto exacto de cualquier otra joven que acabara de salir de una cabina de tratamiento de spa pijo.

– Ha sobrevivido a muchas cosas -afirmó Michael, escogiendo las palabras cuidadosamente-. Estoy seguro de que podrá sobrevivir también a esta tormenta.

– Eso era antes.

– ¿Antes de qué?

– De que yo le abandonara. -Tenía un puñado de pañuelos de papel húmedos hechos una pelota en la mano y los usó para secarse las lágrimas.

– No tuvo elección -añadió Michael-. ¿Cuánto tiempo hubiera podido resistir allí, comiendo alimento para perros y quemando viejos breviarios para mantener el calor?

¿Había hablado con demasiada precipitación? Estaba intentando consolarla, pero sus ojos verdes habían relampagueado en una muda advertencia.

– Hemos pasado por cosas peores juntos. Cosas peores de las que usted jamás haya conocido y que jamás pueda imaginar. -Le dio la espalda y sus frágiles hombros se agitaron debajo del albornoz.

Michael dejó la mochila en el suelo y se sentó en la silla de plástico que había en una esquina de la habitación. Algo en su interior le decía que la actitud más comprensiva sería simplemente marcharse y regresar cuando ella se hubiera tranquilizado, pero, por otro lado, a lo mejor era lo que deseaba pensar, algo le decía que a pesar de su pena y su confusión, ella no quería que él se fuera en realidad… que extraería algo de consuelo del hecho de que él se quedar allí. En el entorno artificial en el cual la habían metido, él podría ser una especie de nota familiar.

– La doctora me ha dicho que no puedo salir de aquí -comentó Eleanor, en un tono de voz más tranquilo.

– Desde luego no con esta tormenta -afirmó él en tono ligero.

– De esta habitación -precisó la joven.

Desde el principio el reportero había entendido lo que ella quería decir.

– Es sólo de momento -le aseguró-. No queremos exponerla a nada, como gérmenes, bacterias o cosas así, contra lo que usted no tenga defensas naturales.

Eleanor dejó escapar una risa amarga.

– He cuidado de soldados con malaria, disentería, cólera y fiebre de Crimea, la cual contraje, por cierto. -Inspiró profundamente-. Y como puede ver las he sobrevivido todas. -Entonces se volvió hacia él y dijo con algo más de alegría-: Pero la señorita Nightingale, desde luego, ha estado impulsando grandes reformas en este sentido. Hemos empezado a airear las salas del hospital, incluso por la noche, para disipar los miasmas que se forman. Y yo personalmente creo también que introduciendo mejoras en la higiene y la nutrición se pueden salvar una gran cantidad de vidas. Es sólo cuestión de convencer a las autoridades pertinentes.

Era el discurso más largo que le había oído pronunciar y ella también debió de quedar sorprendida de su propia locualidad, porque se detuvo de repente y un ligero rubor le inundó las mejillas. A Michael le quedó claro que era fácil adivinar lo seriamente que se había tomado sus deberes como enfermera.

– Pero ¿qué estoy diciendo? -masculló ella entre dientes-. La señorita Nightingale hace mucho que murió. Y sin duda, todo esto que acabo de decir debe de haber sonado estúpido. El mundo ha seguido su camino y aquí estoy yo contándole cosas que usted debe saber ya, porque se debe de haber comprobado hace muchos años si son verdad o están completamente equivocadas. Lo siento, me he olvidado.

– Florence Nightingale llevaba razón -comentó Michael-, y usted también. -Hizo una pausa-. Y no estará confinada en esta habitación durante mucho tiempo. Veré qué podemos hacer.

Ella ya había estado expuesta a él y a los gérmenes que pudiera acarrear consigo, así que, pensó Michael, ¿qué problema habría en otros posibles contactos? Y en cuanto a encontrarse con otras personas dentro de la base, tanto probetas como reclutas, bueno, seguro que había montones de formas de andar de un lado para otro sin generar muchas interacciones. Point Adélie no era precisamente la estación Grand Central.

Eleanor se sentó en el borde de la cama, frente a Michael. El sedante debía de estar haciéndole efecto porque había dejado de llorar y ya no se retorcía las manos.

– Contraje la fiebre después de la batalla. -El reportero se moría por sacar la grabadora, pero no quería hacer nada que pudiera confundirla o molestarla en ese estado de ánimo tan voluble. Le dejó seguir-: Sinclair, el teniente Sinclair Copley, del 17º de lanceros, resultó herido en la carga de la caballería. Cogí la enfermedad mientras le cuidaba.

Tenía la mirada como ausente, y Michael se dio cuenta de que incluso el tranquilizante más suave debía de tener mucho efecto en alguien que jamás los había tomado.

– Pero la verdad es que tuvo suerte. Murieron casi todos sus compañeros, incluso su querido amigo el capitán Rutherford. -Suspiró y bajó la mirada- Según lo que me dijeron, la caballería ligera resultó completamente destruida.

Michael casi se cayó de la silla. ¿La caballería ligera? ¿Estaba hablando de la famosa carga de la caballería ligera, aquella que inmortalizara el poema de Alfred Tennyson? ¿Hablaba de una experiencia de primera mano?

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