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– Llévelo ahí dentro -susurró Rutherford, señalando la alcoba del fondo con un ademán de la mano-. No deseamos verle morir aquí. Los rusos quieren pegarle un tiro primero.

Frenchie soltó una carcajada, pero se llevó la mano a la boca para sofocar el ruido.

– No les haga caso -terció Sinclair con voz suave-. Se dejaron los modales en el cuartel.

Avanzó hacia la camilla y comenzó a quitarse la casaca del uniforme, pero crispó el rostro al intentarlo, pues la sangre había pegado la tela a la piel. Eleanor no había tenido tiempo de sopesar plenamente lo que estaba haciendo. Había roto al menos tres reglas, pero la visión del oficial intentando separar la tela de la herida la sacó de su ensimismamiento de inmediato.

– Quieto, déjeme hacerlo a mí -dijo.

Se apresuró a abrir el buró, de donde extrajo un par de tijeras de sastre con las que cortó la manga hasta practicar una abertura lo bastante amplia como para poder retirar la tela de la piel. Luego, con suavidad, le quitó la estropeada casaca.

La joven sanitaria no supo muy bien qué hacer con ella.

El teniente rió al apreciar la momentánea confusión de la enfermera, tomó de su mano la prenda y la lanzó sobre el cuelgacapas situado detrás de Eleanor. Ella ni se acordaba de que estaba ahí. Entretanto, se sentó al borde de la camilla.

La arrugada camisa blanca de lino también estaba ensangrentada y rasgada, pero ella no tenía intención de que él se la quitara y en vez de eso se sirvió de las tijeras para abrir la manga desde debajo del hombro hasta la muñeca. Pudo apreciar la calidad de la tela y le afectaba mucho tener que cortarla, pero lo que la perturbaba de verdad era la mirada fija del soldado. Ella intentaba concentrar toda su atención en la herida ahora desvelada, pero mientras tanto, notaba cómo él estudiaba sus ojos verdes y los mechones de pelo que se le escapaban otra vez por debajo de la gorra blanca. La enfermera se había ruborizado, era consciente de ello, y nada podía hacer al respecto, por mucho que le hubiera gustado controlar la sangre que se le acumulaba en las mejillas.

Eleanor estuvo en condiciones de ver el rasponazo tras retirar la manga. La bala había rasgado la piel, pero no parecía haber tocado el hueso y muy poco el músculo. Le resultaba difícil saberlo, pues rara vez veía heridas de esa naturaleza en el hospital, y las pocas ocasiones que eso sucedía, como el caso de una anciana que por accidente se había ensartado con un atizador, el cirujano no solía permitir que una enfermera le ayudase de forma significativa.

– ¿Qué opina? -le preguntó el teniente-. ¿Viviré para luchar otro día?

La joven no estaba acostumbrada a ese tono juguetón del militar, y mucho menos viniendo de un hombre a quien tenía tan cerca, y cuyo brazo desnudo, el que ella había descubierto, de hecho, estaba cubierto de sangre.

Se volvió a toda prisa hacia el buró, de donde sacó un rollo de algodón limpio y un botellín de germicida, fenol, para aplicarlos a la herida. La sangre se había coagulado en gran parte y al frotar empezó a descascarillarse la costra. Depositó los trozos ensangrentados de algodón en un cuenco de esmalte situado encima del mueble. El raspón de la bala se reveló a los ojos de la sanitaria conforme iba limpiando, y entonces pudo ver que la piel estaba lo bastante abierta como para tener que practicarle una sutura.

– Sí, sobrevivirá -contestó al fin-, pero espero que no sea para volver a luchar. -La enfermera tomó una tela limpia-. De todos modos, va a necesitar un cirujano adecuado.

– ¿Por qué? -El teniente fijó la vista en el brazo-. No le veo yo mala pinta.

– Es necesario cerrar la herida, y para eso hay que darle unos puntos. Cuanto antes, mejor.

Él esbozó una sonrisa y ella le rehuyó la mirada, aun a sabiendas de que el teniente ladeaba la cabeza para mirarle el verde de las pupilas.

– ¿Es demasiado pronto esta noche?

– No hay un médico a estas horas, como ya le he dicho.

– Me refería a que si usted, señorita…

– Ames, enfermera Eleanor Ames.

– ¿No puede encargarse usted, enfermera Eleanor Ames?

Ella se quedó perpleja. Nadie había sugerido jamás algo semejante. ¿Cómo iba a suturar la herida de bala de un soldado ninguna mujer, ni siquiera aunque fuera una enfermera, sin otro recurso que sus propios medios? Las mejillas se le pusieron tan coloradas como el uniforme.

Copley se echó a reír.

– Es mi brazo y la considero capacitada para hacerlo. ¿Por qué piensa de otro modo?

Ella alzó los ojos para observar el rostro del militar, donde halló una deslumbrante sonrisa, el alborotado pelo rubio y un bigotillo típico de los que solían exhibir los jóvenes decididos a parecer de más edad.

– Sólo soy una enfermera, y todavía no he terminado el periodo de aprendizaje.

– ¿No ha visto suturar heridas?

– Muchas veces, pero esto es…

– ¿Podría hacerlo peor que el cirujano del regimiento, cuya especialidad es sacar muelas? Al menos, y a diferencia de nuestro buen doctor, el señor Phillips, usted no está bebida. -Le tocó la mano y dijo con tono de complicidad-: Porque no está ebria, ¿verdad?

Ella se vio obligada a sonreír a pesar de todo.

– Estoy perfectamente sobria.

– Entonces, perfecto. No queremos que la herida se encone durante toda la noche, ¿a qué no? -Se remangó los restos de la manga hasta el hombro y preguntó-: ¿Qué…? ¿Empezamos?

Eleanor se dividía entre la certeza de estar vulnerando sus responsabilidades y el creciente deseo -cada vez mayor- de hacer algo para lo cual se sentía perfectamente capacitada en lo más hondo de su corazón. Los cirujanos le pedían que se retirase de forma rutinaria, pero a pesar de ello la joven se las había arreglado para ver su trabajo, a menudo sólo por encima, y sabía que era capaz de hacerlo igual de bien, pero ¿qué diría la señorita Nightingale si salía a la luz tan flagrante vulneración del protocolo médico?

Como si le hubiera leído la mente, el teniente le aseguró:

– Nadie se enterará.

– La palabra de un lancero vale tanto como un juramento -añadió a voz en grito Rutherford desde su silla.

De inmediato, Frenchie le hizo gestos para que hablara en voz baja.

Sinclair quedó a la expectativa, con el brazo desnudo y una media sonrisa en los labios. Ésta creció cuando Eleanor vertió agua en la palangana, tomó una pastilla de jabón desinfectante y se frotó las manos. Supo que había ganado.

Rutherford se levantó del sillón y sacó una petaca plateada de debajo de su pelliza para luego tendérsela a Sinclair.

– Tenemos cloroformo y éter -anunció ella cuando vio el gesto, aunque en realidad albergaba serias dudas a la hora de administrarlos, pues nunca lo había hecho y temía las consecuencias de un error a la hora de practicarlo.

– Puaj -saltó Rutherford-. No hay nada como el brandy para estas cosas. Basta y sobra. He visto cómo dejaba groguis a hombres a los que les habían amputado una pierna.

Sinclair tomó la petaca y la alzó en señal de cortesía a su benefactor, antes de darle un buen tiento.

– Más -le instó Rutherford.

Sinclair acató la orden.

– Ea, ya está -dictaminó el capitán mientras palmeaba el hombro del teniente; luego, se volvió hacia la muchacha y le dijo-: El paciente es todo tuyo.

Ella aumentó la luz de las lámparas de gas sujetas a la pared y sacó de los cajones del buró dos utensilios que iba a necesitar: hebras de catgut, un resistente hilo de sutura obtenido de los intestinos de vacas u ovejas, y aguja de coser; después, le pidió al paciente que se tendiera sobre la camilla a fin de dejarle ver mejor la herida. Las manos le temblaban mientras enhebraba el catgut. El herido alargó la mano y la puso sobre las de la muchacha.

– Con firmeza -dijo con aplomo.

Ella tragó saliva y asintió por dos veces antes de proseguir con intencionada lentitud. Se inclinó hacia delante para examinar el corte a fin de estudiar el plan de acción: comenzaría al final de la herida, donde la piel estaba más separada; cogería los dos trozos de piel con la punta de la aguja y tiraría hacia arriba como si fuera un dobladillo. Según sus estimaciones, la brecha iba a requerir entre ocho y diez puntos, aunque sabía que al teniente iba a dolerle, por lo cual hizo propósito de trabajar lo más deprisa posible.

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