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HACÍA MENOS DE UN año que Eleanor Ames había empezado a trabajar en el Establishment for Gentlewomen during Illness destinado a atender a damas enfermas en el número 2 de Harley Street, pero el hecho de ser elegida como enfermera de noche reflejaba la confianza depositada en ella por Florence Nightingale. Le enorgullecía y complacía tener esa responsabilidad, aunque ello implicara permanecer despierta hasta el alba, y la verdad sea dicha, Eleanor disfrutaba de la relativa calma imperante durante las horas de oscuridad. Salvo la administración ocasional de algún medicamento y el cambio de alguna cataplasma sucia, sus deberes tenían una naturaleza más espiritual. Algunas pacientes angustiadas o de naturaleza impaciente en los momentos buenos empeoraban al ponerse el sol. Daba la impresión de que sus demonios personales se les metían en el cuerpo al anochecer y la tarea de Eleanor era mantenerlos a raya.

A esas alturas de la noche ya había ido a ver a la señorita Baillet, una institutriz del barrio de Belgravia, postrada en cama tras un ataque de apoplejía, y a la señorita Swann, una sombrerera aquejada de una fiebre totalmente inexplicable. Había pasado el resto de la noche ordenando el dispensario y haciendo la ronda por las diferentes estancias a fin de cerciorarse de que todo estaba bien. La superintendente Nightingale había insistido en que era imprescindible limpiar y ordenar el hospital todos los días. Repetía además la importancia de ventilar las habitaciones, dejando entrar el aire limpio, o todo lo limpio que era posible en Londres, sobre todo de noche. Se había mostrado igualmente firme en la necesidad de cambiar a diario los vendajes aplicados a cada herida y servir alimentos nutritivos en todas las comidas. Muchos círculos habían acogido con escepticismo o indiferencia las ideas de Florence Nightingale. Incluso los médicos encargados de atender a las pacientes parecían considerarlas irrelevantes e inofensivas. Sin embargo, Eleanor había llegado a abrazar los ideales de la superintendente y se enorgullecía de figurar entre las muchachas -a sus diecinueve años era la más joven de todas- aceptada en el programa de formación de enfermeras.

Cerró con llave el dispensario, sobre todo para tener a buen recaudo el láudano, pues muchas pacientes lo pedían como remedio para el insomnio, y se miró en el espejo durante un rato. Se había puesto horquillas para mantener sujeta la oscura melena debajo del gorro blanco de enfermera, pero ésta empezaba a desmandarse y tuvo que aplastar el pelo para ponerlo otra vez en su sitio. Si la superintendente abandonaba sus habitaciones en la última planta y veía a la enfermera de guardia despeinada, no le iba a hacer mucha gracia.

Prestaba una atención solícita a los pacientes, cierto, pero pertenecía a esa clase de personas de las que preferirías no recibir una reprimenda.

Eleanor bajó la lámpara de aceite y salió al hall. Estaba a punto de subir las escaleras para poner en orden el solárium -la señorita Nightingale creía fervientemente en el poder sanador de la luz del sol- cuando algo atrajo su atención hacia la puerta principal. A través de los cristales de la misma entrevió cómo tres hombres bajaban de un carruaje detenido justo delante de los escalones de la entrada, y cuando miró con atención, descubrió, no sin sorpresa, que el terceto estaba subiendo la escalinata. ¿Acaso no sabían que las visitas sólo estaban permitidas durante ciertas horas de la tarde?

Al parecer, no. Avanzó hacia la puerta para evitar que llamasen, pues no deseaba que el ruido despertara a los enfermos, pero antes de lograrlo escuchó el tintineo de las campanas de la entrada y un instante después alguien martilleó con el puño la parte de madera. Atisbó a un hombre con patillas de boca de hacha cerca del cristal mirando al interior, mientras oía gritar a una voz:

– ¡Auxilio…! ¿Puede prestarnos ayuda?

Descorrió los cerrojos y abrió la puerta justo cuando el extraño había alzado el puño e iba a golpear de nuevo. El peticionario era un hombre de rostro rubicundo; de pronto pareció avergonzado, y dijo:

– Disculpe la intromisión, por favor, señorita, pero nuestro compañero necesita atenciones médicas.

El camarada en cuestión vestía también el uniforme de la caballería. Se llevaba una mano al hombro mientras otro amigo le sostenía por el codo para ayudarle a mantener el equilibrio.

– Éste es un hospital sólo para mujeres, y me temo que… -repuso Eleanor.

– Somos conscientes de ello -le atajó el hombre de mofletes colorados-, pero se trata de una emergencia y no sabemos dónde más acudir.

Le resultó familiar el semblante del soldado rubio que sangraba por la herida. Vaya, era el que se la había comido con los ojos cuando se había asomado a la calle para echar los cerrojos de las ventanas aquella misma tarde.

– No hay ningún médico en el hospital, ni lo habrá hasta mañana por la mañana.

El hombretón miró hacia atrás, en dirección a sus compañeros, que le esperaban varios escalones más abajo, como si no estuviera seguro de qué querían que hiciera a continuación.

– Soy el teniente Sinclair Copley -se presentó el oficial lastimado-. Me han herido cuando salí en defensa de una mujer…

Eleanor permaneció dubitativa en el primer escalón. ¿Qué desearía la superintendente que hiciera ella? No se atrevía a despertarla, pues, al fin y al cabo, ¿no era ella, Eleanor, la enfermera de guardia? Tuvo la impresión de que eso también implicaba ofrecer asistencia a un herido.

– Para abreviar el cuento: me han disparado y necesito que alguien me cure la herida -dijo el teniente. La tenue luz de las farolas le iluminó el rostro cuando hubo subido los escalones. Había una chispa implorante en el brillo de sus ojos-. ¿No podría al menos examinar el brazo y ver si tiene a mano algún remedio hasta que pueda acudir a un cirujano por la mañana? Como puede ver -continuó mientras retiraba la mano y dejaba ver la manga ensangrentada de la casaca- es preciso hacer algo para restañar la hemorragia.

Ella permaneció en el umbral, indecisa, hasta que el tipo grandullón pareció descorazonarse y dijo:

– Vámonos, Sinclair, Frenchie. Conozco un boticario en High Street que me debe un favor.

Dicho esto, le dio la espalda a la enfermera y bajó las escaleras pisando fuerte, pero el oficial rubio no se movió. Eleanor tuvo el convencimiento de que él había acudido hasta allí para ser atendido por ella, y le salieron los colores sólo de pensarlo.

Se apartó a un lado y dejó abierta la gran puerta detrás de ella.

– Sean tan amables de no hacer ruido. Los demás pacientes están durmiendo.

Cerró con llave cuando hubieron entrado y los condujo por el gran hall. La habitación estaba helada, pues había dejado todas las ventanas abiertas para que se ventilase. Los llevó hasta las salas del recibidor, una suerte de mezcla entre una sala de estar y una consulta. Estaba provisto de butacas, lámparas con borlas y un despacho en la primera habitación. En la alcoba del fondo había una camilla de exploración rellena con crines de caballo y forrada de cuero, una pantalla de lino blanco y un buró cerrado donde había instrumental médico y una pequeña reserva de medicamentos.

– Por cierto, yo soy el capitán Rutherford -se presentó el militar rubicundo- y este otro caballero es el teniente Le Maitre, pero todos suelen llamarle Frenchie. Los tres servimos en el 17º de lanceros.

– Encantada de conocerles -replicó ella, a quien le quedó claro por los uniformes y el modo de hablar que los tres eran de alta cuna y caballeros de posibles-, pero debo rogarles de nuevo que hablen bajo.

El oficial de mayor graduación asintió y se llevó un dedo a los labios en señal de confirmación antes de retirarse y tomar asiento en uno de los butacones. Encendió la lámpara de la mesa y ajustó la mecha para luego sacar un paquete de cigarrillos y ofrecerle uno a Le Maitre. Raspó una cerilla Lucifer contra la suela de su bota para prenderla y encendió un par de Cheroutes, esos puros cortados en ambos extremos. Los dos hombres permanecieron sentados, fumando con satisfacción.

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