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El montaje del laboratorio había corrido por cuenta del propio Ackerley, y por eso era una mezcla entre equipos de alta tecnología y artilugios chapuceros, tubos de aluminio y mangueras de goma, baldes de plástico y lámparas de descarga de alta intensidad. Éstas se hallaban puestas al mínimo, pero Michael aprovechó el momento en que Eleanor cerraba los ojos y hundía el rostro entre las parras en flor para ponerlas a la máxima potencia.

Un chorro de luz bañó al instante todo el invernadero. La impresión de luminosidad aumentaba gracias a una hilera de reflectores caseros hechos con perchas y papel de estaño.

Los fresones refulgieron como zafiros, los pétalos blancos centellearon y las gotas de agua se condensaban y caían sobre las hojas verdes como una fina lluvia de diamantes.

Eleanor echó a reír y abrió unos ojos como platos; luego, para protegérselos puso la mano a modo de visera. Michael no la había visto tan feliz desde que le enseñó el milagro de oír a Beethoven en el equipo de música.

– ¿No te lo dije?

Ella asintió con la cabeza sin dejar de sonreír.

– Sí, señor, sí, pero aún no comprendo cómo es posible.

Eleanor examinó las lámparas luminosas y los reflectores plateados antes de proteger otra vez los ojos.

– Prueba una fresa -sugirió Michael-. El cocinero las usa para hacer tarta de fresas.

– ¿De verdad puedo? ¿No está prohibido?

Él alargó una mano, arrancó una de un tirón y se la acercó a los labios. La joven vaciló y aumentó el sonrojo de los mofletes antes de ladear la cabeza y morder una por la mitad.

Mientras la saboreaba, la intensa luz jugueteó con sus cabellos e hizo destellar el borde dorado del broche.

– Termínala -le invitó él, sosteniendo todavía la mitad restante.

Ella se detuvo para recobrar el aliento, con los labios empapados por el jugo de la fruta, y le observó. Los ojos de ambos se encontraron. Michael apenas fue capaz de sostenerle la mirada, pues su corazón se hallaba sobrepasado por una vorágine de sentimientos contradictorios: ternura, inseguridad, deseo.

Mas Eleanor no tuvo problema alguno en seguir mirándole mientras se inclinaba y tomaba el resto de la fruta entre los dientes. Éstos rozaron las puntas de los dedos de Michael antes de retirarse. Tragó el fruto y dejó en los labios la verde corona de la fresa. Wilde se quedó paralizado.

– Gracias, Michael -dijo ella. Era la primera vez que se dirigía a él por su nombre… Bueno, en la realidad, el sueño no contaba-. Ha sido un verdadero lujo.

– Es un regalo de Navidad.

– ¿Sí…? ¿Hoy es Navidad? -preguntó, sorprendida.

Él asintió mientras apretaba los dientes para soportar el dolor de los hombros, fruto de tanto reprimir sus deseos de abrazarla. No se atrevía. Ése no era el motivo por el que la había traído al laboratorio. Aquello no formaba parte del plan de vuelo ni tenía futuro.

Pero en tal caso, ¿por qué debía reprimirse tanto?

– En Navidad, hubiéramos decorado la casa con muérdago, hiedra y almáciga -comentó ella con gesto pensativo-. Mi madre hubiera hecho un pudín flambeado con brandy y lo hubiera servido con una ramita de acebo en lo alto. Cuando mi padre acercaba la cerilla al brandy, la luz alegraba toda la habitación, era como si hubiera una fogata.

Eleanor se dio la vuelta al cabo de unos segundos y se alejó del brillo de las lámparas.

– Hace demasiado calor si te quedas bajo la luz -se justificó.

Anduvo en dirección a uno de los pasillos. Él apreció cómo las mangas abullonadas y el blanco cuello alto del vestido realzaban su delgadez mientras la joven acariciaba las hileras de tomatales, las lechugas, las cebollas y los rábanos, todos crecidos sobre tableros y en cuencos transparentes llenos de un líquido claro.

– No hay tierra -observó la joven, mirando a uno y otro lado-. ¿Cómo pueden crecer las plantas?

– Se llama hidroponía o cultivo sin suelo -contestó él, siguiéndola hasta el pasillo-. Las plantas reciben todos los minerales y nutrientes necesarios para su desarrollo a través de una solución nutritiva disuelta en el agua. Añádase aire y luz, y ya lo tienes.

– Es milagroso y me gusta mucho más que el invernadero de la Gran Exposición de Londres. Mi padre nos llevó a mí y a mi hermana Abigail.

– ¿Cuándo fue eso?

– En 1851 -respondió ella con un tono de voz que dejaba entrever que daba un dato comúnmente conocido-, en el Palacio de Cristal de Hyde Park.

Acusaba el impacto de la sorpresa cada vez que ella soltaba algo semejante. No podía evitarlo.

Había otro juego de luces en la parte posterior para iluminar un minúsculo jardín de rosas, lirios y las orquídeas de Ackerley.

– ¡Qué preciosidad! -exclamó Eleanor mientras avanzaba por el estrecho pasillo flanqueado por brillantes rosas rojas y orquídeas multicolores de tallos largos y sinuosos.

Crecían en una solución mineral y no en el suelo, pero aun así, allí estaba presente ese aroma húmedo y cálido tan característico de la jungla. Eleanor se soltó el botón del cuello, sólo uno, y respiró profundamente.

– No podía ni imaginarme la existencia de un lugar como éste en un país tan remoto y frío -dijo mientras devoraba la catarata de colores y olores-. ¿Quién cuida de todas estas plantas? ¿Tú…?

– Oh, no -repuso él-. Habrían muerto todas en menos de una semana si yo estuviera a cargo de esto.

Pero precisamente a ella era la última persona a quien podía explicarle el destino de Ackerley. ¿Qué diría si se lo contaba? ¿Confesaría entonces su innegable pero secreta necesidad?

Michael estaba seguro de una cosa: no quería oír esas palabras de sus labios.

– Todos estamos al pie del cañón, pero la mayor parte del trabajo está automatizado y es cosa de los temporizadores y los ordenadores -replicó, intentando darle algo similar a una respuesta.

– Michael -empezó al fin, pero dejó inconclusa la idea incluso antes de empezar a exponerla.

– ¿Sí?

Tras unos instantes de cavilación, Eleanor entró en materia y se lanzó a fondo.

– Me da la sensación de que hay algo que no me estás contando, no puedo evitarlo.

Tenía toda la razón del mundo, admitió él, pero no le había revelado tantas cosas que no sabía por dónde empezar.

– ¿Guarda alguna relación con el teniente Copley?

El interpelado vaciló. No deseaba mentirle, pero le habían prohibido decirle la verdad.

– Le hemos estado buscando.

– Vendrá a por mí, y tú lo sabes. Si no lo ha hecho, pronto lo hará.

– No esperaría menos de tu marido.

Ella le lanzó una mirada intensa, como si se confirmaran sus sospechas, o al menos algunas de ellas.

– ¿Por qué dices eso?

– Perdón, pero di por supuesto que vosotros dos estabais…

– A los ojos de Sinclair, tal vez, pero a los ojos de Dios no estamos casados. Eso jamás sucedió por razones que no vienen al caso.

Debería estar complacido por el tono perentorio empleado y no hurgar más en el tema, pero dado que había salido el tema, el periodista sintió que no podía dejar pasar la ocasión.

– Pero ¿no querrías reunirte con él…? Si sigue vivo, por supuesto.

La joven estudió con atención una orquídea amarilla y frotó la cérea superficie con los dedos.

Tanta vacilación estaba sorprendiendo mucho a Michael.

– Sinclair ha sido y será siempre el gran amor de mi vida. -Eleanor acarició los dorados pétalos amarillos-. No obstante, nos hemos visto obligados a llevar juntos una vida que… No es posible… No debería serlo. -Michael sabía a qué se refería, por supuesto, pero guardó silencio. Ella continuó-: Me temo que con el paso de los años se ha enamorado de otra… cosa. Algo le fascina y le atrae con mucha más fuerza de la que yo jamás seré capaz de ejercer.

Los pulverizadores de riego se conectaron de pronto, enviando un fino surtidor de agua por encima de sus cabezas. Eleanor no se movió.

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