– Creo que estamos demasiado cerca -dictaminó el biólogo.
Charlotte coincidió con él, y tras estremecerse de frío, sugirió:
– Deberíamos dejarle la comida cerca del cajón y entrar dentro.
Todos ellos volvieron a sus dormitorios y se sumieron en ese sueño intranquilo tan característico de quienes carecían de un día y una noche que les regulara las pautas del sueño. Michael salió a verificar cómo estaba su protegido a primera hora de la mañana.
Las tiras de arenque habían desaparecido, pero ¿se las había comido Ollie? Encontró un poco de pelusa blanca cuando examinó el suelo helado de los alrededores y se arrodilló para echar un vistazo detrás del cajón del embalaje. Charlotte había dejado en su interior unas pocas virutas de madera utilizadas como relleno en el embalaje del plasma, pero la nieve y el hielo ya las habían cubierto. Estaba a punto de dejarlo correr todo cuando obtuvo el atisbo de algo negro y brillante muy similar a un guijarro colocado en la esquina más lejana. Era el minúsculo ojo imperturbable del ave. Michael estudió el terreno con más cuidado y logró distinguir el mullido cuerpo gris y blanco del págalo. El pájaro parecía una bola de nieve sucia ahora que se había hecho un ovillo.
– Buenos días, Ollie.
El ave lo miró sin dar señal alguna de reconocimiento ni de miedo.
– ¿Te gusta el arenque?
Michael no se sorprendió al no obtener reacción alguna del polluelo y se sacó del bolsillo dos trozos de beicon que se las había arreglado para birlar mientras pasaba por la cocina de camino al almacén de muestras.
– No es kosher; confío en que no te dé por ponerte difícil.
El hombre vio cómo los ojos de Ollie se movían en dirección a la comida. Entonces, se levantó y regresó a la cafetería para ir a desayunar. Era el día de la inmersión y era consciente de la importancia que tenía tomar energías antes de llevar a cabo lo que tanto reclutas como probetas llamaban «chapuzón polar».
Cuando Michael se sentó, Darryl ya había devorado la mitad de su copioso desayuno: crepes de arándano regadas con sirope de arce y un montón de salchichas vegetales. Lawson estaba sentado al otro lado de la mesa, pero a diferencia de lo Hirsch podría haber temido, su condición de vegetariano no socavó su posición a ojos de los reclutas. De hecho, no le importó a nadie. Michael tuvo ocasión de aprender enseguida que las excentricidades eran moneda corriente en la Antártida, y además se aceptaban con despreocupación. La gente acudía al Polo para ir a su bola, por decirlo de algún modo, y él debía recordárselo continuamente. En el mundo real, aquellas gentes solían ser tipos solitarios, bichos raros y chiflados. La diferencia era que allí abajo eso no le importaba a nadie. Todo el mundo tenía sus peculiaridades y, con semejante vara de medir, ser vegetariano apenas si se notaba.
– El primer año acudes aquí por la experiencia -afirmó Lawson, hablando para el personal gubernamental. Michael aceptó ese razonamiento-. El segundo sigues por dinero, y el tercero -prosiguió con una sonrisa- lo haces porque ya no encajas en ningún otro lugar.
Hubo alguna risa incómoda, excepto uno de los reclutas, Franklin, el tipo del piano, que se giró para encararse a los demás.
– Cinco años, colegas, llevo aquí cinco añitos, uno tras otro. ¿Y en qué estado me ha dejado?
– Más allá de cualquier posible curación -replicó Lawson.
Todos se echaron a reír, Franklin incluido. El desaire era la lengua franca de la vida en la estación científica.
Michael regresó a su habitación en busca de su equipo fotográfico después de haber cargado las pilas con un buen desayuno, aunque bebió menos café que de costumbre, pues Lawson le había prevenido:
– No va a apetecerte nada ir a mear una vez que te hayas puesto el traje de buzo.
Guardó la Olympus Camedia D-220L en una carcasa estanca Ikelite de policarbonato transparente en cuanto comprobó que tenía batería y flash. Luego, musitó una silenciosa oración al dios de las pifias técnicas. Uno de los peores sitios para que fallase el equipo era el océano Ártico a mucha profundidad.
El buceo era una superproducción de lo más compleja, como casi todo en la Antártida. O ´Connor había enviado el día anterior un taladro enorme en lo alto de un equipo a fin de que practicaran dos grandes agujeros en el hielo. El primero estaba destinado a ser cubierto por un rudimentario cobertizo de inmersión, era lo que los buceadores solían usar para entrar y salir del agua, mientras que el segundo, situado a unos cincuenta metros de distancia, respondía a una medida de precaución, en previsión de un posible corrimiento del hielo, o por si las agresivas focas Weddell dejaban inoperante el primero, pues tenían tendencia a volverse muy territoriales en lo tocante a los respiraderos en la capa de hielo.
Murphy se comportó como una madre clueca e insistió en la obligatoriedad de hacerse un chequeo médico por parte de todo aquel que bucease, por lo cual Michael debió hacer una visita a la doctora Barnes y sentarse en su camilla a fin de que le examinase las vías respiratorias y los oídos, y le tomase la tensión. Después de haber llegado a intimar con ella como un simple amigo, resultaba de lo más extraño tener que someterse a sus conocimientos profesionales. Sólo esperaba que no le hiciera la prueba de los testículos en busca de una posible hernia inguinal y le diera un ataque de tos.
Pero no la hizo, y tampoco pareció incómoda al desempeñar un papel diferente al habitual. Tuvo ocasión de comprobar que Charlotte era perfectamente capaz de adoptar el rostro desapasionado del médico y llevar a cabo todos sus deberes con un desempeño muy profesional, lo cual no le impidió, después de haber terminado el reconocimiento y haberle declarado apto para la inmersión, preguntarle:
– ¿Estás seguro de querer hacer esto?
– Completamente.
La doctora retiró el estetoscopio y lo deslizó al interior de un cajón.
– ¿No te produce claustrofobia la perspectiva de bucear debajo del hielo con una máscara en la cara y todo ese equipo encima…?
Hubo una nota delatora en su tono de voz y Michael intuyó que Charlotte hablaba de sí misma, no sobre él.
– Pues no, ¿y a ti?
Ella ladeó la cabeza sin mirarle a los ojos y Michael pensó en la noche de la Escuela de la nieve, cuando debieron dormir en los domos construidos a mano.
– ¿Cómo te las arreglaste para pasar la prueba del iglú?
– ¿No te lo ha dicho Darryl?
– ¿Decirme…? ¿El qué…?
– ¡Caramba! El pelirrojo sabe guardar un secreto -repuso ella, agradecida-. Jamás me metí dentro.
Él se quedó boquiabierto.
– Por favor, dime que no regresaste al campamento por tu cuenta y riesgo. -La idea de un comportamiento tan temerario le había dejado helado.
– No. Dormí dentro del saco y debajo de dieciocho mantas. Únicamente metí los pies en el túnel o de lo contrario me temo que Darryl se habría asfixiado en el iglú.
Michael la admiró todavía más cuando supo de su fobia y de cómo había soportado lo indecible para que no se supiera.
Y ese sentimiento se extendió a Darryl, que le había guardado el secreto.
– Llevaré encima el walkie-talkie todo el día por si necesitas algo ahí fuera -dijo Charlotte.
Él no esperaba menos.
– Id con cuidado Darryl y tú. Vigilad lo que hacéis. Y no dejes que él te lleve demasiado rato por ahí abajo.
– Se lo diré de tu parte.
Luego, volvió a apilar en el exterior todo el equipo de buceo y abandonó la enfermería para dirigirse al punto de inmersión. Para llegar allí debió montarse en un spryte. Éste tenía una apariencia a medio camino entre un arrastrador de troncos y un Hummer de General Motors y arrastraba un deslizador Nansen, de diseño muy similar al tradicional trineo noruego de esquís, que iba cargado con el equipo adicional de buceo. Michael iba sentado junto a Darryl. Éste parecía un niño en un viaje de excursión a Disneylandia.