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– Oye, ¿has terminado con el teléfono? -le preguntó uno de los reclutas, inclinándose sobre el lateral de la puerta.

– Sí, claro -repuso Michael, dejando de nuevo el lápiz en la mesa-, ya he acabado.

Retornó a su habitación pero Darryl ya se había acostado y no había forma humana de que Michael consiguiera conciliar el sueño, no sin un par de píldoras para dormir. Estaba intentando dejarlas, de todos modos, como preparación para su regreso al mundo real. Así que guardó el portátil y un puñado de papeles y, colgándose la mochila de los hombros, se enfrentó a lo que quedaba de tormenta para dirigirse a la sala de descanso y establecerse allí. Murphy había dicho que el informe meteorológico anunciaba una ligera mejoría al día siguiente, lo que les permitiría volver a Stromviken a la búsqueda del esquivo teniente Copley.

Como le había oído hablar a Eleanor mucho de él, el periodista tenía una curiosidad especial por conocerle.

Cogió una taza de café de la máquina y apagó la televisión en la cual se veía un vídeo de Notting Hill, por lo que dedujo que Betty y Tina debían de haber sido las últimas en estar allí. Pero por lo demás, el lugar estaba maravillosamente vacío. El reloj de la pared indicaba que era justo un poco más de la medianoche. Michael encendió el reproductor de CD y una ráfaga de notas de Beethoven -incluso él era capaz de reconocer la obertura de la Quinta Sinfonía-, inundó el espacio. Era una compilación de música y no cabía duda de que pertenecía a uno de los probetas. Bajó el volumen y se dejó caer al lado de una mesa de juego, donde colocó su trabajo.

«No pienses en Kristin», se dijo para sus adentros cuando se dio cuenta de que había estado allí sentado, dándole vueltas al tema, durante al menos un movimiento completo de la sinfonía. «Piensa el alguna otra cosa». Posó los ojos en el trabajo que se había traído, y en especial en las páginas sueltas que Ackerley había estado garrapateando en la vieja despensa de la carne, y estuvo casi a punto de echarse a reír. Estaba claro que en el Polo Sur las distracciones agradables lucían por su ausencia.

La caligrafía del Gnomo consistía en una serie de garabatos finos e inseguros muy similar a la de las etiquetas que el botánico había pegado cuidadosamente sobre cada uno de los cajones de muestras de musgos y líquenes guardados en el laboratorio, pero esas páginas eran especialmente difíciles de leer, manchadas como estaban de sangre y escritas en el revés de facturas y hojas de inventario.

La primera página y la segunda, cuidadosamente numeradas, como él había prometido, en la esquina superior derecha, volvían a narrar el ataque, cómo se había vuelto para ver a Danzing avanzar pesadamente por el pasillo que daba a la encimera del laboratorio.

Recuerdo que me tiró al suelo, destruyendo de paso una orquídea meticulosamente cultivada (género Cymbidium) al arrastrarla en mi caída, y me atacó con gran violencia y sin ningún tipo de provocación. El asalto, aunque aparentemente fortuito y sin sentido, al final se reveló como totalmente deliberado y con un propósito.

Michael se echó para atrás en el asiento, sorprendido. Tenía que quitarse el sombrero ante este hombre que, después de haber sido salvajemente atacado y herido, y haber vuelto de entre los muertos, como había hecho, se las había apañado para no perder la compostura científica y su estilo de prosa. Las notas, escritas en la despensa de la carne en condiciones de extrema dureza, podían leerse como un artículo a punto de ser remitido a una revista académica para ser examinado por sus pares.

Por salvajes e inconexos que pudieran parecer sus esfuerzos, el señor Danzing se atuvo siempre al propósito de atravesar la piel y acceder al suministro de sangre.

¿El señor Danzing?

No quedó claro en el momento del suceso cuáles eran sus razones ni qué componentes específicos de la sangre andaba buscando. De hecho, sigo desconociéndolas. Sin embargo, me recordó en grado sumo las necesidades hematófagas de la Nepenthes ventricosa.

La sangre fría del científico le dejó sin aliento.

La defunción, tal y como entendemos ese concepto a priori, no tuvo lugar hasta que pasó al menos un minuto de los hechos. Desconozco el tiempo transcurrido entre ese momento y lo que de aquí en adelante referiré como la Reanimación, aunque, tal y como he podido comprobar, la descomposición material no ha sido excesiva. (Deben consultarse los gráficos de descomposición y morbilidad). La rápida refrigeración de mis restos parece haber ayudado de forma considerable.

Las siguientes líneas estaban completamente manchadas y Michael tuvo que ponerse a buscar la página siguiente según la numeración. Estaban todas extendidas en el tablero de la mesa que tenía delante, como las piezas de un rompecabezas. Halló la continuación en los márgenes de una orden de compra.

La reanimación fue gradual, muy semejante al despertar de un estado profundo de sueño, posiblemente en estado hipnogógico. La línea entre el sueño y la vigilia la crucé de forma imperceptible, aunque fue seguida de forma inmediata por una sensación de pánico y desorientación. Estaba en una oscuridad total, confinado de alguna manera, y el miedo a un enterramiento prematuro fue, sin duda, la idea más relevante que ocupó mi mente. Siendo franco, grité y me debatí contra lo que me constreñía, y me sentí muy aliviado cuando descubrí que estaba envuelto sólo en bolsas de plástico, que eran permeables y fáciles de romper.

«Dios mío», pensó Michael. La ordalía de Ackerley parecía extraída de un libro de Edgar Allan Poe, y el hecho de que él hubiera tenido parte en el asunto le hizo sentir una aguda punzada de culpabilidad.

Pero mi mano izquierda estaba incomprensiblemente sujeta a un tubo por una esposa. Esto me llevó a suponer que alguien, ¿quizá el señor O´Connor?, tenía razones para creer que: a) una tercera parte podría tener algún interés en hacerse con mi cuerpo (¿con qué propósito?); o b) era de esperar que sucediera algo parecido la Reanimación. Me llevó varias horas, e incluso la abrasión de bastantes trozos de piel, así como, creo, la dislocación de tres dedos, el poder liberarme.

Tras la obtención de la libertad, debo consignar que me asaltó una sed intensa y en cierto modo sobrecogedora. Todos los intentos de saciarla con las distintas bebidas disponibles en la despensa fueron inútiles. Vino acompañada además por molestias visuales.

Soy un científico o, más exactamente, lo era, y estoy totalmente convencido de que mi presente y antinatural estado pronto tendrá un final; y creo que es de mi incumbencia, mientras me sea posible, describir lo mejor que mis capacidades me permitan las sensaciones que experimenté.

Michael debió buscar de nuevo la página siguiente. La encontró debajo de su tazón de café. Ésta estaba escrita en la parte de atrás de un folleto de anuncio de cerveza Samuel Adams.

Los objetos situados dentro de mi campo visual parecían borrosos. Únicamente puedo compararlo con la iluminación procedente de un tablero de débiles luces fluorescentes, ligeramente tenue.

Ahora bien, el pestañear pareció mejorar la imagen, aunque después volvía a emborronarse otra vez y eso me obligaba a realizar un bizqueo casi continuo. Por ese motivo, pestañeo continuamente, incluso en este momento, para poder continuar escribiendo. Es posible que esta molestia ocular sea un signo del reflujo de la Reanimación.

Nota: Por favor, envíen mi amor y mis efectos personales a mi madre, la señora Grace Ackerley, al 505 de French Street en Wilmington, DE.

Michael hizo una pausa en ese momento. «Jesús». Entonces, cogió de nuevo el tazón de café y siguió leyendo.

También estoy experimentando unas ciertas dificultades respiratorias. Es como si sufriera escasez de oxígeno, lo cual hace que sienta un ligero mareo, aunque mis pulmones y mis vías respiratorias no parecen obstruidas de ninguna manera.

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